Al
señor obispo de León, que por tener tantísimas ocupaciones no encontró nunca
tiempo para darles a sus feligreses de La Braña el gusto de recibirle, le
conocí yo algunos años más tarde siendo estudiante en el seminario.
Mejor
dicho, le vi de lejos pasar por la explanada de tierra que separaba el edificio
del montículo de pinos que él mismo había mandado plantar allí para aislarnos
del mundo y que nos llegase de paso algún aire aromático que respirar.
Y
aunque de lejos como he dicho, aparentaba porte de señor, lucía siempre
sombrero negro de ala holgada y sabía llevar la cabeza alta y en armonía con el
cargo.
Y
si le descomponía el paso algún ademán imprevisto se le adivinaba entre los
zapatos relucientes y la sombra de la sotana el intermitente fogonazo morado de
los calcetines.
De
sus paseos con el rector del seminario por aquella explanada, aparte de la
compostura del gesto y la pareja armonía de la zancada, nos llamaba
especialmente la atención –y solo por eso nos entreteníamos en espiarlos desde
los ventanales del salón de estudios– la manera tan escrupulosa con que restauraban el protocolo al llegar
al final de cada vuelta.
Que
era de ver con qué airosa discreción y preciso movimiento, con qué finura y
elegancia cortesanas esperaba el rector a que
volviese sobre sus pasos el señor obispo para colocarse él con habilísima
destreza en su flanco izquierdo.
Pues
tanta presteza y maña se daba en hacerlo que no había tenido tiempo el señor
obispo de echarle una mirada de reojo que ya le tenía a su lado con el hilo
dispuesto para seguir hilvanando la conversación.
–¿De
qué hablarán? –nos preguntábamos.
–Pues
de teología, de qué van a hablar –decía Marcelo.
–¿De
teología? Estos hablan de dinero, te lo digo yo –le corregía Fidalguín.
–Eso, y
de cómo rebajarnos la ración en las comidas –opinaba Eusebio.
–A lo
mejor es que se están confesando uno al otro –aventuraba Martín.
En
aquel preciso momento llegó Armando, que ya entonces estaba al corriente de
cualquier asunto o noticia de interés en relación con la historia pública y
privada de León, y fue él quien nos informó cumplidamente de que la primera autoridad
de la diócesis era además Procurador en Cortes por designación directa del Jefe
del Estado y miembro del Consejo del Reino, lo que le obligaba al parecer a
desplazarse a Madrid cada vez que las susodichas cortes se reunían,
desplazamiento que realizaba siempre en el mismo Mercedes de color negro en que
le subían al seminario.
–Os
digo –intervino Ricardo– que de lo que hablan es de fútbol, de qué si no.
Era
bien conocida por todos la afición al fútbol del señor rector, socio
según
decían del Real Madrid, y de los recalcitrantes.
Tanto,
que los resultados del equipo de don Santiago Bernabeu incidían semanalmente en
la marcha del seminario, pues el buen o mal humor del que regía sus destinos se
avenía con ellos.
Se
le notaba ya el domingo en el sermón de la misa mayor cómo se presentaba la
jornada: si subía con agilidad al púlpito y movía mucho los brazos al hablar
era signo de que el Real Madrid iba a cosechar por la tarde una nueva victoria;
si, por el contrario, ascendía al púlpito con desgana y predicaba sin
convicción, no había más que repasar el calendario y la clasificación para
comprobar que el partido se presentaba difícil. Pero el termómetro infalible
era el de los jueves por la tarde, que no teníamos clase y nos llevaban de
paseo por la carretera de Asturias arriba hasta La Copona. Íbamos desde primera
hora los quinientos o más seminaristas engalanando el arcén en filas bien
ordenadas de dos, contando los camiones que pasaban (según la dirección que
llevaran, para arriba hacia Asturias o para abajo en dirección a León, ganaban
unos o perdían otros) y jugando a adivinar el último número de las matrículas.
También
podíamos aprovechar esa tarde de los jueves para pedirle permiso al señor
rector y bajar a León.
El
pretexto era lo de menos –un familiar en el hospital, la urgencia de unos
zapatos nuevos, el paso accidental de una tía monja por la estación... –, pues el asentimiento,
impartido en silencio con una mirada que no escondía la desconfianza, o la seca
negativa en forma de reiterados vaivenes de cabeza dependían estrictamente del
último resultado del equipo de su devoción.
De
ahí que si la noche anterior, o sea la del miércoles, que era cuando se
dirimían los partidos de la Copa de Europa, las cosas le habían ido bien al
equipo blanco, la cola de peticionarios se extendía desde la puerta de su
despacho hasta la escalera que conducía a los dormitorios.
Que
le dieran a uno permiso para bajar la tarde del jueves a León era como un
sueño. Podíamos pasear por las calles, detenernos en los escaparates de las
librerías, mirar y remirar las carteleras de los cines, darnos una vuelta por
la estación de donde salía el coche de línea y asomarnos a la puerta de algún
bar a ver si tenía máquina de discos. Y si nos encontrábamos de frente con una
chica no teníamos por eso que cambiar de acera ni bajar inmediatamente la vista
al suelo o cerrar los ojos hasta que pasara.
Luego
al volver al seminario nos parecía que aquella tarde habíamos aprendido muchas
cosas y nos sentíamos algo más seguros de nosotros mismos, con un punto de
vanidad y orgullo que antes no teníamos, como si hubiéramos intuido que
podíamos valernos solos, y mirábamos con una pizca de desdén a los que se
habían pasado las horas en la carretera de Asturias, y creíamos que ellos nos
miraban a nosotros con envidia.
Volviendo
al señor obispo, lo vimos más de cerca un día que nos bajaron a oír misa a la
catedral. Nos gustó porque la dijo en latín, y a mí me recordó las de niño en
La Braña, con el celebrante de espaldas a los fieles y no de cara como se hacía
desde el concilio en el seminario, y a medio vestir además, solo con el alba y
la estola, y sentí no tener en las manos el misal, uno de aquellos misales de
tapas negras y páginas con reborde de color rojo que daba gusto hojear: lo fino
y devoto que hacía entrar en la iglesia con él en la mano, y el arte que se
daban en llevarlo las mujeres de La Braña, pegado al vestido que parecía un
complemento más del atuendo festivo, lleno de estampas piadosas y oloroso a
mantelería fina y a colonia de domingo...
Aquella
misma mañana Armando nos aseguró que el señor obispo era del Atlético de
Madrid, y entonces entendimos dos cosas que habían ocurrido aquel mismo curso.
La
primera, hacía solo una semana, a mediados de mayo, el miércoles que se había
jugado la final de la Copa de Europa entre el Real Madrid y el Partizán de
Belgrado. El rector interrumpió a medio la lectura en el comedor
–desayunábamos, comíamos y cenábamos en silencio, oyendo leer libros piadosos y
novelas inofensivas- y nos anunció sonriente, él, que siempre parecía de mal
humor, que aquella noche podríamos ver el partido por la televisión en el salón
de actos. Estalló en aplausos el comedor y para nada quisimos ya el tiempo de
recreo ni mucho menos las clases de aquella tarde, que las pasamos como se pasa
un río por el que no baja agua. Pero llegó la hora del partido, que eran las
siete y media, y los señores curas encargados de la vigilancia nos llevaron a
las salas de estudio y no al salón de actos. A lo mejor es que nos ponen solo
el segundo tiempo, nos consolábamos, pero del estudio fuimos a la capilla a
rezar el rosario y de allí en fila y en completo silencio a cenar al comedor.
Subimos luego a los dormitorios y los señores curas encargados de la vigilancia
acechando previsores en las esquinas. Y nos estábamos acostando cuando oímos
voces por las escaleras y enseguida la del señor rector que irrumpió en el
pasillo pregonando el resultado: “Real Madrid 2, Partizán 1; marcaron Amancio y
Serena en la segunda parte”.
La
segunda había ocurrido en las vacaciones de Semana Santa de aquel año, que el
secretario del obispado escribió el lunes santo a todos los curas de las
parroquias para que avisaran a los seminaristas de que volviéramos un día más
tarde, o sea, al siguiente de Pascuina:
–¿Lo
veis como tengo razón que el señor obispo es del Atlético de Madrid? –nos
instruía con vehemencia Armando–. Por eso le prohibió al rector que nos dejara ver la final de la Copa
de Europa. ¿Y sabéis por qué nos dio un día más de vacaciones en Semana Santa?
Porque el Domingo de Ramos, si os acordáis, el Atlético le había metido cuatro
a uno al Real y...
–Si ya
os lo tengo dicho –le interrumpió Ricardo–: el obispo va a Madrid solo a ver los partidos y luego en la explanada
se los cuenta al rector, que no tiene más remedio que aguantarse y escuchar.
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