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miércoles, 27 de septiembre de 2017

Los mejores títulos de obras literarias

No son pocos los que han hecho fortuna, y algunos se han convertido incluso en frases de referencia a la hora de ataviar con elegancia y originalidad la misma o parecida idea que, en su día, y como emblema o compendio de la obra que encabezaban, pretendieron sugerir. Este, por ejemplo, de una novela de Miguel Delibes, La sombra del ciprés es alargada (¡con música de endecasílabo!), empleado metafóricamente para aludir a todo aquello que alcanza gran proyección o extiende considerablemente su radio de influencia. O este otro, Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, con que se designa cualquier hecho del que ya antes de suceder se conocían los suficientes avisos y presagios como para ser adivinado. O este tercero, Pido la paz y la palabra, del poeta Blas de Otero, que ni hecho a propósito como eslogan de ideal requerimiento o consigna universal de estandarte reivindicativo.
Los más, sin embargo, se bastan y sobran para ocupar un lugar en la historia -la historia de la cultura, que es de todas las historias la más frágil, y tan proclive al olvido como la Historia con mayúscula- con la forma única e irrepetible que les dio el autor, o con la cadencia y sonoridad que desprenden sus palabras, o con el concepto que evocan o la sensación y la imagen que despiertan.
Como a uno le gustan las listas, he aquí los títulos que, a mi modesto entender, y clasificados por géneros, se llevan la palma.
Empiezo por el de la novela, que es el más fértil (los títulos se ordenan alfabéticamente):

Alguien voló sobre el nido del cuco, de K. Kesey.
Buenos días, tristeza, de F. Sagan.
Cumbres borrascosas, de E. Brontë.
De qué hablamos cuando hablamos de amor, de R. Carver.
En busca del tiempo perdido (y dentro de los siete títulos que incluye, A la sombra de las muchachas en flor), de M. Proust.
El cartero siempre llama dos veces, de J. M. Cain.
El corazón de las tinieblas, de J. Conrad.
El corazón es un cazador solitario, de C. McCullers.
El coronel no tiene quien le escriba (que constituye un perfecto endecasílabo), de G. García Márquez, y del mismo autor, Cien años de soledad, por no hablar de sus libros de cuentos, como, por ejemplo, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada.
El espía que surgió del frío, de J. Le Carré.
El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.
El hombre que fue jueves, de G. K. Chesterton.
El hombre que miraba pasar los trenes, de G. Simenon.
El hombre sin atributos, de R. Musil.
El miedo del portero al penalti, de P. Handke.
El nombre de la rosa, de U. Eco.
El obsceno pájaro de la noche, de J. Donoso.
El ruido y la furia, de W. Faulkner.
Historia de un idiota contada por él mismo, de F. de Azúa.
La insoportable levedad del ser, de M. Kundera.
Las almas muertas, de N. Gogol.
Las uvas de la ira, de J. Steinbeck.
Lo que el viento se llevó, de M. Mitchell.
Los cipreses creen en Dios, de J. Mª Gironella.
Los gozos y las sombras, de G. Torrente Ballester.
Mañana en la batalla piensa en mí (otro perfecto endecasílabo, tomado de un verso de Shakespeare), de J. Marías, y del mismo autor, Corazón tan blanco (robado también a Shakespeare) y Negra espalda del tiempo.
Matar a un ruiseñor, de H. Lee.
Música para camaleones, de T. Capote.
Paisajes después de la batalla, de J. Goytisolo.
¿Por quién doblan las campanas?, de E. Hemingway.
Retrato de grupo con señora, de H. Böll, y del mismo autor, Opiniones de un payaso.
Si te dicen que caí, de J. Marsé, y del mismo autor, estos otros dos: Últimas tardes con Teresa y La oscura historia de la prima Montse (de nuevo un endecasílabo).
Si una noche de invierno un viajero, de I. Calvino.
Suave es la noche, de F. Scott Fitzgerald.
Tiempo de silencio, de L. Martín Santos.
Viaje al fin de la noche, de L. F. Céline.
Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, de L. Sterne.

Me detengo a continuación en el de la poesía:

Desolación de la quimera, de L. Cernuda, y del mismo autor, Un río, un amor y Donde habite el olvido, tomado de la rima LXVI de Bécquer.
Espadas como labios, de V. Aleixandre
España, aparta de mí este cáliz, de C. Vallejo.
La voz a ti debida, de P. Salinas, título tomado de la Égloga III de Garcilaso de la Vega.
Las flores del mal, de Ch. Baudelaire.
Les dones i els dies (Las mujeres y los días), de G. Ferrater.
Sin esperanza, con convencimiento, de Á. González.
Una temporada en el infierno, de A. Rimbaud.

Le toca ahora la vez al teatro:

Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, de F. García Lorca.
Eloísa está debajo de un almendro, de E. Jardiel Poncela.
La importancia de llamarse Ernesto, de O. Wilde.
La vida es sueño, de P. Calderón de la Barca, y de este mismo autor, Casa con dos puertas, mala es de guardar y La dama duende.
Las bicicletas son para el verano, de F. Fernán Gómez.
Lo que pasa en una tarde, de F. Lope de Vega.
Los árboles mueren de pie, de A. Casona.
Mirando hacia atrás con ira, de J. Osborne.
Seis personajes en busca de un autor, de L. Pirandello.
Un tranvía llamado deseo, de T. Williams.

No me es posible omitir tampoco estos cinco, pertenecientes a distintos géneros literarios: Adiós a todo eso, autobiografía de R. Graves; Del asesinato considerado como unas de las bellas artes, ensayo de T. de Quincey; Habla, memoria, autobiografía de V. Nabokov; Menosprecio de corte y alabanza de aldea, libro de carácter didáctico escrito en el siglo XVI por Antonio de Guevara; y el muy curioso y original Viaje alrededor de mi cuarto, de X. de Maistre, del siglo XVIII.

Y, por último, mi preferido, que, acaso por clásico, merece el privilegio de figurar él solo en un estante: Los trabajos y los días, de Hesíodo.




miércoles, 13 de septiembre de 2017

Descripción

Descripción

            I
La oveja, negra.
La mula, terca.
La calma, tensa.

La manga, ancha.
La tabla, rasa.
La pista, falsa.

La tapia, sorda.
La cabra, loca.
La vista, gorda.


            II
El río, revuelto.
El renglón, derecho.

La mentira, piadosa.
La pregunta, capciosa.

El gato, encerrado.
El saber, callado.

El lector, voraz.
El punto, crucial.

El lugar, común.
El príncipe, azul.


            III
Las horas bajas
las vacas flacas
las noches blancas.

Las aguas turbias
las haches mudas
las penas duras.

            (De Cien lecciones de cosas)