No
son pocos los que han hecho fortuna, y algunos se han convertido
incluso en frases de referencia a la hora de ataviar con elegancia y
originalidad la misma o parecida idea que, en su día, y como emblema
o compendio de la obra que encabezaban, pretendieron sugerir. Este,
por ejemplo, de una novela de Miguel Delibes, La
sombra del ciprés es alargada
(¡con música de endecasílabo!), empleado metafóricamente para
aludir a todo aquello que alcanza gran proyección o extiende
considerablemente su radio de influencia. O este otro, Crónica
de una muerte anunciada,
de Gabriel García Márquez, con que se designa cualquier hecho del
que ya antes de suceder se conocían los suficientes avisos y
presagios como para ser adivinado. O este tercero, Pido
la paz y la palabra,
del poeta Blas de Otero, que ni hecho a propósito como eslogan de
ideal requerimiento o consigna universal de estandarte
reivindicativo.
Los
más, sin embargo, se bastan y sobran para ocupar un lugar en la
historia -la historia de la cultura, que es de todas las historias la
más frágil, y tan proclive al olvido como la Historia con
mayúscula- con la forma única e irrepetible que les dio el autor, o
con la cadencia y sonoridad que desprenden sus palabras, o con el
concepto que evocan o la sensación y la imagen que despiertan.
Como
a uno le gustan las listas, he aquí los títulos que, a mi modesto
entender, y clasificados por géneros, se llevan la palma.
Empiezo
por el de la novela,
que es el más fértil (los títulos se ordenan alfabéticamente):
Alguien
voló sobre el nido del cuco,
de K. Kesey.
Buenos
días, tristeza,
de F. Sagan.
Cumbres
borrascosas,
de E. Brontë.
De
qué hablamos cuando hablamos de amor,
de R. Carver.
En
busca del tiempo perdido
(y dentro de los siete títulos que incluye, A
la sombra de las muchachas en flor),
de M. Proust.
El
cartero siempre llama dos veces,
de J. M. Cain.
El
corazón de las tinieblas,
de J. Conrad.
El
corazón es un cazador solitario,
de C. McCullers.
El
coronel no tiene quien le escriba
(que constituye un perfecto endecasílabo), de G. García Márquez, y
del mismo autor, Cien
años de soledad,
por no hablar de sus libros de cuentos, como, por ejemplo, La
increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela
desalmada.
El
espía que surgió del frío,
de J. Le Carré.
El
guardián entre el centeno,
de J. D. Salinger.
El
hombre que fue jueves,
de G. K. Chesterton.
El
hombre que miraba pasar los trenes,
de G. Simenon.
El
hombre sin atributos,
de R. Musil.
El
miedo del portero al penalti,
de P. Handke.
El
nombre de la rosa,
de U. Eco.
El
obsceno pájaro de la noche,
de J. Donoso.
El
ruido y la furia,
de W. Faulkner.
Historia
de un idiota contada por él mismo,
de F. de Azúa.
La
insoportable levedad del ser,
de M. Kundera.
Las
almas muertas,
de N. Gogol.
Las
uvas de la ira,
de J. Steinbeck.
Lo
que el viento se llevó,
de M. Mitchell.
Los
cipreses creen en Dios,
de J. Mª Gironella.
Los
gozos y las sombras,
de G. Torrente Ballester.
Mañana
en la batalla piensa en mí
(otro perfecto endecasílabo, tomado de un verso de Shakespeare), de
J. Marías, y del mismo autor, Corazón
tan blanco
(robado también a Shakespeare) y Negra
espalda del tiempo.
Matar
a un ruiseñor,
de H. Lee.
Música
para camaleones,
de T. Capote.
Paisajes
después de la batalla,
de J. Goytisolo.
¿Por
quién doblan las campanas?,
de E. Hemingway.
Retrato
de grupo con señora,
de H. Böll, y del mismo autor, Opiniones
de un payaso.
Si
te dicen que caí,
de J. Marsé, y del mismo autor, estos otros dos: Últimas
tardes con Teresa
y La
oscura historia de la prima Montse (de
nuevo un endecasílabo).
Si
una noche de invierno un viajero,
de I. Calvino.
Suave
es la noche,
de F. Scott Fitzgerald.
Tiempo
de silencio,
de L. Martín Santos.
Viaje
al fin de la noche,
de L. F. Céline.
Vida
y opiniones del caballero Tristram Shandy,
de L. Sterne.
Me
detengo a continuación en el de la poesía:
Desolación
de la quimera,
de L. Cernuda, y del mismo autor, Un
río, un amor
y Donde
habite el olvido,
tomado de la rima LXVI de Bécquer.
Espadas
como labios,
de V. Aleixandre
España,
aparta de mí este cáliz,
de C. Vallejo.
La
voz a ti debida,
de P. Salinas, título tomado de la Égloga III de Garcilaso de la
Vega.
Las
flores del mal,
de Ch. Baudelaire.
Les
dones i els dies
(Las mujeres y los días), de G. Ferrater.
Sin
esperanza, con convencimiento,
de Á. González.
Una
temporada en el infierno,
de A. Rimbaud.
Le
toca ahora la vez al teatro:
Amor
de don Perlimplín con Belisa en su jardín,
de F. García Lorca.
Eloísa
está debajo de un almendro,
de E. Jardiel Poncela.
La
importancia de llamarse Ernesto,
de O. Wilde.
La
vida es sueño,
de P. Calderón de la Barca, y de este mismo autor, Casa
con dos puertas, mala es de guardar
y La
dama duende.
Las
bicicletas son para el verano,
de F. Fernán Gómez.
Lo
que pasa en una tarde,
de F. Lope de Vega.
Los
árboles mueren de pie,
de A. Casona.
Mirando
hacia atrás con ira,
de J. Osborne.
Seis
personajes en busca de un autor,
de L. Pirandello.
Un
tranvía llamado deseo,
de T. Williams.
No
me es posible omitir tampoco estos cinco, pertenecientes a distintos
géneros literarios: Adiós
a todo eso,
autobiografía de R. Graves; Del
asesinato considerado como unas de las bellas artes,
ensayo de T. de Quincey; Habla,
memoria,
autobiografía de V. Nabokov; Menosprecio
de corte y alabanza de aldea,
libro de carácter didáctico escrito en el siglo XVI por Antonio de
Guevara; y el muy curioso y original Viaje
alrededor de mi cuarto,
de X. de Maistre, del siglo XVIII.
Y, por último, mi preferido, que, acaso por clásico, merece el
privilegio de figurar él solo en un estante: Los
trabajos y los días,
de Hesíodo.