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lunes, 28 de octubre de 2019

Acción de gracias de un pensionista anónimo


Doy las gracias por haber llegado a la edad en que por ley establecida y merecimientos honradamente adquiridos con mi trabajo me corresponde percibir una pensión; y porque, en cumplimiento de lo anterior, soy beneficiario directo del milagro que se opera cada final de mes en mi cuenta corriente; y porque después de una larga vida laboral llena de esfuerzos tengo ahora por delante (eso espero) un largo horizonte de descanso.
Doy las gracias por tener buena salud, y por todos los pequeños privilegios de que ahora me es más fácil disfrutar: madrugar sin reloj, desayunar con calma, estar en casa, estar solo, estar con los amigos, atender a la familia, dilatar o encoger los quehaceres cotidianos, pasear, leer, hojear el periódico en el banco de la plaza, inspeccionar el barrio, descifrar las nubes, salir al campo, ver pasar las horas y las prisas del mundo desde el balcón de la tranquilidad, estirar un poco más los días del calendario, acompasar los pasos del ocio al paso de las estaciones...
También por tener la inmensa suerte de vivir en un país próspero que puede pagarles un retiro más o menos digno a sus mayores y prestarles la atención médica y sanitaria que necesitan en ambulatorios y hospitales dotados de todos los adelantos y atendidos por un personal cualificado, amable y servicial; y por los beneficios a que, por la edad, puedo acogerme: centros cívicos y sociales, descuentos en los medicamentos, tarifas especiales en el transporte público, ofertas de viajes a precios asequibles...
Doy las gracias por vivir en un país libre en el que sus jubilados y pensionistas pueden libremente apoyar con sus votos a quienes más confianza les merezcan, y organizar manifestaciones y alzar la voz para exponer sus demandas y reclamaciones, y participar en marchas colectivas como las dos que esta semana pasada confluyeron en Madrid procedentes de Rota y de Bilbao.


                 (La Razón, 21 de octubre de 2019)

lunes, 21 de octubre de 2019

El azufaifo y la encina


En la primavera de 2007 el Ayuntamiento de Barcelona autorizó construir un edificio de pisos en un solar de la calle Arimon, en el distrito de Sarrià-Sant Gervasi. En el citado solar crecían algunos árboles, entre ellos un azufaifo o jinjolero (ginjoler, en catalán) de notables dimensiones. El azufaifo, un árbol antiquísimo, originario del sudeste de Asia, y cultivado por griegos, romanos y árabes (quienes, presumiblemente, lo introdujeron en la península Ibérica), era importante por su fruto y la calidad de su madera, que se empleaba para elaborar instrumentos musicales como chirimías y tenoras. La construcción de los pisos implicaba la tala de los árboles, pero los vecinos de la zona iniciaron rápidamente una campaña y lograron salvar el azufaifo, que fue declarado de interés local. Actualmente, el azufaifo, catalogado como uno de los ejemplares más grandes y antiguos de Europa (su altura sobrepasa los 12 metros, y fue plantado en 1857), vive contento en una placita ajardinada de la calle Arimon, y en la pared aledaña que le da cobijo, decorada por los alumnos de la vecina Escola Superior de Disseny i Art Llotja, pueden leerse algunos dichos populares catalanes, como este, referido a su fruto: "estar més content que un gínjol".
Esta pasada primavera, el Ayuntamiento de Barcelona catalogó como árbol de interés local la encina de la calle Encarnació, en el barrio de Gràcia, amenazada, junto con las dos casitas en cuyo jardín se levanta, por la construcción de 28 viviendas. También en este caso, el movimiento vecinal ha influido decisivamente en la salvación final de la encina, una de las más emblemáticas de las 4.053 que constan en el inventario del arbolado de Barcelona. Su existencia está documentada como mínimo desde hace 200 años, y las medidas de este magnífico ejemplar de Quercus ilex que ojalá viva muchos más son monumentales: altura, 22 metros; diámetro de copa, 22 metros; perímetro de tronco, 3,5 metros.

                (La Razón, 14 de octubre de 2019)

lunes, 14 de octubre de 2019

La Barcelona de Rovira i Trias


En abril de 1859, hace ahora 150 años, el Ayuntamiento de Barcelona convocaba un concurso para elegir el proyecto de ensanche de la ciudad. En octubre de ese mismo año se resolvió el concurso, al que concurrieron trece proyectos, y resultó ganador por unanimidad el de Antoni Rovira i Trias.  Pero el Ministerio del Interior desestimó la decisión del consistorio barcelonés y apostó por el plan Cerdà, que fue el que se llevó a cabo. 
El proyecto de Rovira i Trias proponía una estructura radial formada por seis grandes avenidas que, partiendo de una gran plaza central, la actual Plaza de Catalunya, conectaban con los pueblos de la periferia: Sants, Sarrià, Gràcia, Sant Andreu y Sant Martí.  Y para que la integración de estos pueblos resultara más armónica, los espacios comprendidos entre las avenidas se subdividían en barrios y sectores bien diferenciados que formaban una especie de malla o red alrededor del núcleo urbano, tal como se había hecho en la reforma de algunas capitales europeas, como Viena o París.
Pero si el nombre de Rovira i Trias no va ligado al Ensanche, sí perdura en numerosas obras de la ciudad, como los mercados de Sant Antoni, Hostafrancs, el Born, la Barceloneta o la Concepción, la fuente de las Tres Gracias en la Plaza Real o el campanario de la plaza Vila de Gràcia. Y en Gràcia, precisamente, y para honrar su memoria y la importancia de su legado, el consistorio barcelonés le dedicó una plaza, que aún hoy conserva todo el sabor y el encanto de una plaza de barrio, con el añadido de que en los establecimientos que la circundan pueden los vecinos satisfacer todas las necesidades de la vida cotidiana. Edificada en 1861, está presidida por una escultura de bronce del arquitecto con una placa a sus pies que reproduce su proyecto fallido, la Barcelona que pudo haber sido y no fue.

                       (La Razón, 7 de octubre de 2019)

lunes, 7 de octubre de 2019

Ni lápices ni relojes


Rescato dos noticias de este verano que con la algarabía de las vacaciones pasaron desapercibidas.
La primera: Ikea retira sus lápices de madera. Se habían convertido en un símbolo de la casa, que los entregaba gratuitamente al cliente con cada compra. ¿Las razones de tal decisión? Según la propia multinacional sueca, la necesidad de adaptarse a los nuevos hábitos del consumidor, que, de acuerdo con los resultados de una encuesta realizada al efecto, se manifestó mayoritariamente en favor de las nuevas tecnologías. Conque ese viejo artilugio de grafito recubierto de madera que empezó a fabricarse allá por el siglo XVIII, al baúl de las antiguallas. Y tendrán razón, cómo se le va a ocurrir a nadie a estas alturas ponerse a apuntar su lista de productos en un papel teniendo siempre a mano el teléfono móvil. Aunque a uno le dan ganas de coger una libreta, ponerse uno de esos icónicos lápices en la oreja como hacían los antiguos tenderos y pasearse por la tienda anotando precios y productos para contrarrestar los efectos de la susodicha encuesta.
La segunda: Los colegios británicos retiran los relojes analógicos de las aulas porque los alumnos no entienden lo que dicen las manecillas, esto es, que no saben leer la hora. Acostumbrados como están a los formatos digitales, cómo van a poder interpretar el significado de esas agujas que se mueven tan despacio. De modo que adiós al reloj de la pared que ponía orden en el tiempo de las aulas, y se acabó el mirar las manecillas deseando que corrieran más deprisa para acabar pronto la clase, o al revés, que fueran más despacio en el trance siempre comprometedor de los exámenes. Aunque, al parecer, esto último ha sido otro de los motivos esgrimidos para retirarlos, dado que su presencia en las aulas no contribuía a mantener relajados a los alumnos; al contrario, les causaban un estrés innecesario.  

                  (La Razón, 30 de septiembre de 2019)

martes, 1 de octubre de 2019

Vuelta a la escuela

No había que comprar libros de texto nuevos, porque únicamente estudiábamos la enciclopedia Álvarez, y por eso no necesitábamos tampoco ni mochila ni nada parecido.
En la pizarra de cantos de madera que llevábamos bajo el brazo nos ponía el señor maestro las cuentas -de las cuatro operaciones, y, en el caso de los más espabilados, la regla de tres simple- y los problemas, por lo común referidos a actividades de compra y venta de los productos de primera necesidad.
Nunca tuvimos estuche, para qué si no hacía falta, en cada mesa o pupitre había, justo en el centro, un agujero redondo, y en él, un recipiente de cristal que hacía las veces de tintero colectivo donde mojábamos la pluma -con mango de madera- para escribir.
El material escolar propiamente dicho y de uso particular lo guardábamos en los cajones de la mesa, cada uno en el suyo: los lápices (lapiceros, los llamábamos, y los mejores eran los que llevaban goma de borrar en la parte superior, y si no, los que venían decorados con la tabla de multiplicar), la goma de borrar, el papel secante para los borrones de tinta, el papel calcante para calcar mapas y otros dibujos especialmente difíciles, las pinturas (de Alpino, de seis, de doce... ¡o de veinticuatro!, que era el no va más, pero estas había que esperar siempre a ver si las traían los Reyes)...
Luego, a principios de la década de los sesenta, como consecuencia a lo mejor del plan de desarrollo famoso, llegaron los bolígrafos, los primeros de todo los de la marca Bic: ¡la ilusión que nos hacían aquellos pequeños estuches de plástico con dos dentro, y de distinto color, rojo y azul, o de tres, azul, rojo y negro!

       (La Razón, 22 de septiembre de 2019)