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lunes, 16 de marzo de 2020

Nuestros mayores


Los que van ya por allá arriba con los ochenta o noventa bien cumplidos, y los que irían si aún estuvieran aquí... Padecieron la guerra y sobrellevaron las penurias de aquellos años cuarenta tan oscuros en silencio y con nobleza y dignidad, la misma dignidad con que luego nos lo empezaron a contar.
Les quedaron las heridas, pero no las exhibieron, y aunque las llevaron toda su vida en la memoria prefirieron que el tiempo las fuera cerrando, con la esperanza de que las generaciones siguientes no tuvieran que pasar por lo que ellos pasaron.
La tierra daba poco, y a muchos no les quedó más remedio que renunciar a la tradición del arado para subirse con una maleta de madera al tren del jornal asegurado en los bloques a medio construir de la capital. Algunos hasta tuvieron que cruzar fronteras y acostumbrarse a hablar en una lengua distinta a la que oían ateridos de nostalgia por las noches en la radio.
Nadie les habló nunca de derechos, solo de obligaciones, y en la escuela de la vida aprendieron mucho antes los deberes y las responsabilidades que las libertades y reivindicaciones. Motivos no les faltaron para exigir y reclamar, pero las circunstancias les obligaron a conjugar otros verbos, como aguantar y conformarse y resistir.
No todos pudieron ir a la escuela, pero se desvivieron por que sus hijos tuvieran estudios, convencidos como estaban de que con ellos se les abrirían las puertas de un futuro mejor.
Su destino fue el trabajo. Y como el dinero que entraba en casa llegaba lo justo, había que buscar la manera de estirar el ahorro para atender las necesidades y pagar la letra del piso, lo que obligaba a obrar milagros cada día en la cocina y en la cesta de la compra.
Fue así como levantaron un país, y es la suya una lección que no deberíamos olvidar.
  (La Razón, 8 de marzo de 2020)

lunes, 9 de marzo de 2020

Bisiestos


Los años bisiestos no son sino un ajuste cronológico que se instauró en la época de Julio César para recuperar las aproximadamente seis horas no contabilizadas anualmente en relación con el Sol y que, sumadas cada cuatro años, acumulan las 24 que forman un día.
El nombre proviene del latín bisextus, 'dos veces el sexto', y se aplicaba en la antigua Roma al día que se agregaba entre el 23 y el 24 de febrero para corregir el mencionado desfase. Ese día repetido era, según el cómputo latino, el sexto antes del mes de marzo.
No obstante, dado que nuestro planeta tarda exactamente 365 días, 5 horas, 48 minutos y 56 segundos en dar una vuelta completa alrededor del Sol, la modificación introducida por el calendario juliano no resultaba del todo precisa, y el ajuste definitivo no se produjo hasta el calendario gregoriano del siglo XVI, aún vigente.
La leyenda ha venido asociando los años bisiestos con los malos augurios, y hasta hay un refrán, hoy ya en desuso, que advierte: "Año bisiesto, año siniestro". Y la superstición popular suele acudir a determinados hechos infaustos, como el hundimiento del Titanic en 1912, el comienzo de la Guerra Civil en 1936, la construcción del campamento de Auschwitz en 1940 y los asesinatos de Gandhi (1948), Luther King (1968) y John Lenon (1980), que efectivamente ocurrieron en años bisiestos, para corroborarlo. Pero ¿qué año no se ha librado de cargar con alguna página negra que emborrona su calendario? 
Otra cosa bien distinta es la que atañe a quienes han nacido un 29 de febrero, que, en rigor, solo cada cuatro años podrían conmemorar su natalicio, como fue el caso del músico Giacomo Rossini y lo es del actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y otro tanto les ocurre a los que en la misma fecha celebran su onomástica, la de san Hilario, que solo es santo cada cuatro años.

   (La Razón, 1 de marzo de 2020)

lunes, 2 de marzo de 2020

Gatos


¡La descuidada elegancia de sus movimientos, y ese palaciego distanciamiento con que miran pasar las cosas!
Profundamente hastiados de todo lo que les rodea, convencidos de que el mundo extraño y plebeyo en el que viven carece del más mínimo interés, resignados a pasarse la vida rememorando sin descanso las glorias de su reino perdido, deambulan de aquí para allá con olímpica galbana.
Hace ya muchísimo tiempo que abandonaron la pretensión de entender las razones por las que el curso del destino se cebó con ellos; la confianza en una hecatombe o en un brusco viraje universal que ponga todo patas arriba y restituya el orden primigenio de las cosas es ya solo una vaga promesa de consuelo a la que no prestan interés.
Viven entretanto entregados al sopor, en la añoranza perpetua de su condición perdida, sin dejar por un momento de alardear de su superior naturaleza.
Si han aceptado que los hayamos conceptuado de domésticos y les hayamos asignado ese papel decorativo es porque así, sin saberlo nosotros, se sienten ellos en su papel, monarcas absolutos de la ensoñación, soberanos indolentes de las alfombras junto al fuego, señores de las mejores vistas al sol en los rincones más exclusivos de las casas.
Creemos que nos dan compañía y, acostumbrados como están a ser servidos, ni se molestan en apartarse a nuestro paso; solicitamos su atención y se dignan apenas abrir con desgana un párpado; les acariciamos el lomo y reviven ellos los halagos del séquito que les acompañaba a todas partes; los llamamos con mimo por su nombre y se arrullan en los placeres del vasallaje; les dejamos la comida en el plato y paladean de gusto al reafirmarse en su prosapia de príncipes bien servidos.
Se aburren en fin soberanamente y entran y salen de las habitaciones con sigilo y discreción porque así lo hacían habitualmente en las siete vidas anteriores por sus aposentos dinásticos.

 (La Razón, 23 de febrero de 2020)