Los que van ya por allá arriba
con los ochenta o noventa bien cumplidos, y los que irían si aún estuvieran
aquí... Padecieron la guerra y sobrellevaron las penurias de aquellos años
cuarenta tan oscuros en silencio y con nobleza y dignidad, la misma dignidad
con que luego nos lo empezaron a contar.
Les quedaron las heridas, pero
no las exhibieron, y aunque las llevaron toda su vida en la memoria prefirieron
que el tiempo las fuera cerrando, con la esperanza de que las generaciones
siguientes no tuvieran que pasar por lo que ellos pasaron.
La tierra daba poco, y a muchos
no les quedó más remedio que renunciar a la tradición del arado para subirse
con una maleta de madera al tren del jornal asegurado en los bloques a medio
construir de la capital. Algunos hasta tuvieron que cruzar fronteras y acostumbrarse
a hablar en una lengua distinta a la que oían ateridos de nostalgia por las
noches en la radio.
Nadie les habló nunca de
derechos, solo de obligaciones, y en la escuela de la vida aprendieron mucho
antes los deberes y las responsabilidades que las libertades y reivindicaciones.
Motivos no les faltaron para exigir y reclamar, pero las circunstancias les
obligaron a conjugar otros verbos, como aguantar y conformarse y resistir.
No todos pudieron ir a la
escuela, pero se desvivieron por que sus hijos tuvieran estudios, convencidos
como estaban de que con ellos se les abrirían las puertas de un futuro mejor.
Su destino fue el trabajo. Y
como el dinero que entraba en casa llegaba lo justo, había que buscar la manera
de estirar el ahorro para atender las necesidades y pagar la letra del piso, lo
que obligaba a obrar milagros cada día en la cocina y en la cesta de la compra.
Fue así como levantaron un
país, y es la suya una lección que no deberíamos olvidar.
(La Razón, 8 de marzo de 2020)
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