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lunes, 16 de marzo de 2020

Nuestros mayores


Los que van ya por allá arriba con los ochenta o noventa bien cumplidos, y los que irían si aún estuvieran aquí... Padecieron la guerra y sobrellevaron las penurias de aquellos años cuarenta tan oscuros en silencio y con nobleza y dignidad, la misma dignidad con que luego nos lo empezaron a contar.
Les quedaron las heridas, pero no las exhibieron, y aunque las llevaron toda su vida en la memoria prefirieron que el tiempo las fuera cerrando, con la esperanza de que las generaciones siguientes no tuvieran que pasar por lo que ellos pasaron.
La tierra daba poco, y a muchos no les quedó más remedio que renunciar a la tradición del arado para subirse con una maleta de madera al tren del jornal asegurado en los bloques a medio construir de la capital. Algunos hasta tuvieron que cruzar fronteras y acostumbrarse a hablar en una lengua distinta a la que oían ateridos de nostalgia por las noches en la radio.
Nadie les habló nunca de derechos, solo de obligaciones, y en la escuela de la vida aprendieron mucho antes los deberes y las responsabilidades que las libertades y reivindicaciones. Motivos no les faltaron para exigir y reclamar, pero las circunstancias les obligaron a conjugar otros verbos, como aguantar y conformarse y resistir.
No todos pudieron ir a la escuela, pero se desvivieron por que sus hijos tuvieran estudios, convencidos como estaban de que con ellos se les abrirían las puertas de un futuro mejor.
Su destino fue el trabajo. Y como el dinero que entraba en casa llegaba lo justo, había que buscar la manera de estirar el ahorro para atender las necesidades y pagar la letra del piso, lo que obligaba a obrar milagros cada día en la cocina y en la cesta de la compra.
Fue así como levantaron un país, y es la suya una lección que no deberíamos olvidar.
  (La Razón, 8 de marzo de 2020)

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