Antón Chéjov (1860-1904), uno de los grandes maestros del
relato corto, es el autor del que sigue, muy apropiado para estas fechas.
En el cuento se alternan y entrecruzan dos narradores,
uno externo en tercera persona que se limita a informar sobre la situación
actual de Vanka y su pasado, y un narrador en primera persona, el propio Vanka,
que da sentida cuenta de su vida en la carta que escribe al abuelo.
Aparte de la ilusión –imposible– de Vanka por volver
junto a su abuelo, el tema central del cuento es el contraste entre el
miserable presente en la ciudad y el recuerdo de un pasado feliz en la aldea.
Que la acción se sitúe en Navidad no es solo para
subrayar ese contraste y la infelicidad de Vanka, sino porque la carta que
escribe al abuelo pidiéndole que venga a buscarle es en realidad la carta
inocente de un niño a los Reyes Magos, como lo confirma su ingenuidad en el
momento de escribir la dirección en el sobre (y su creencia, puesta de
manifiesto en el sueño final, de que llegará a su destino, algo que el lector
sabe que no llegará a suceder).
Vanka
Vanka Zhukov, un muchacho de nueve años, que había
entrado hacía tres meses como aprendiz en casa del zapatero Aliajín, no se
acostó la noche de Navidad.
Cuando, cerca de las doce, los amos y los oficiales se
fueron a la iglesia para asistir a la misa del gallo, cogió del armario un
frasquito de tinta y una pluma con la punta enmohecida y, colocando ante él una
hoja arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Antes de empezar, dirigió a la puerta una mirada en la
que se dibujaba el temor de ser sorprendido; miró luego al icono oscuro del
rincón y dejó escapar un largo suspiro.
El papel se hallaba sobre un banco, y se arrodilló
frente a él.
"Querido abuelo Konstantín Makárich –escribió–.
Soy yo quien te escribe. Te deseo una feliz Navidad y le pido a Dios que te dé
todo lo mejor. No tengo ni padre ni madre; solo te tengo a ti..."
Vanka miró a la oscura ventana, en la que se reflejaba la
sombra vacilante de una vela, y se imaginó a su abuelo Konstantín Makárich,
empleado como guardia nocturno en casa de los señores Zhivárev. Era un
viejecillo enjuto y vivo, siempre risueño y con mirada de bebedor. Tenía
sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina del servicio o
bromeaba con las cocineras, y por la noche paseaba, envuelto en una amplia
zamarra, alrededor de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo
una pequeña plancha cuadrada, para hacer ver que no dormía y atemorizar de paso
a los ladrones. Le acompañaban dos perros, Canelo y Serpiente. [...]
En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría seguramente
ante la puerta y, mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, haría reír a
las cocineras y a las criadas, y se frotaría las manos para calentarse. [...] A
pesar de la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados
blancos, el humo de la chimenea, los árboles plateados por la escarcha, los
montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parpadearían haciéndole guiños
a la tierra. La Vía Láctea se dibujaría claramente, como si la hubieran lavado
y frotado con nieve por ser Navidad.
Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.
Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:
"Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos
y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido mientras arrullaba a su
niño pequeño. El otro día la maestra me mandó abrir y limpiar una sardina, y
yo, en vez de empezar por la cabeza, lo hice por la cola; entonces la maestra
agarró la sardina y me golpeó en la cara con ella. Los otros aprendices, como
son mayores que yo, se meten conmigo, me mandan por vodka a la taberna y me
obligan a robar los pepinos del amo, que, cuando se entera, me pega con lo
primero que encuentra. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un
mendrugo de pan, a mediodía una papilla de avena y para cenar, otro mendrugo de
pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y
paso mucho frío; además, tengo que arrullar al niño pequeño, que no me deja
dormir con sus chillidos... Abuelito, sé bueno, sácame de aquí, que no puedo
soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo rezar siempre a
Dios por ti. Si no me sacas de aquí, me moriré".
Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con un puño y no
pudo reprimir un sollozo.
"Te picaré el tabaco –continuó luego–, rezaré a Dios
por ti y, si no estás contento conmigo, puedes pegarme todo lo que quieras.
Buscaré trabajo, cuidaré del rebaño. Abuelito, te ruego que me saques de aquí
si no quieres que me muera.
Yo me escaparía para irme a la aldea contigo, pero no
tengo botas y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor podré
mantenerte con mi trabajo y no dejaré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras,
rezaré a Dios por el descanso de tu alma, como rezo ahora por el alma de mi
madre. Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos,
pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea; no
muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un
anzuelo tan bueno que valdría para cualquier pez. [...]
Abuelito, cuando tus señores pongan el árbol de Navidad,
coge para mí una nuez dorada y guárdala bien. O pídesela a la señorita Olga
Ignatievna; dile que es para mí y verás cómo te la da".
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana.
Recuerda que todos los años, al llegar las fiestas, iba al bosque con su abuelo
a buscar el árbol de Navidad para los señores. ¡Qué tiempos tan felices! Hacía
mucho frío, pero a él no le importaba. El abuelo, antes de cortar el árbol,
encendía la pipa y se reía de la nariz helada de Vanka, que tiritaba. [...]
Entre los dos llevaban el árbol a la casa, y allí lo
adornaban. La señorita Olga Ignatievna era la que más empeño ponía. Vanka la
quería mucho. Cuando aún vivía su madre, que trabajaban como sirvienta en casa
de los señores, Olga le daba caramelos y le enseñaba a leer, a escribir, a
contar hasta cien e incluso a bailar. Al morir su madre, Vanka pasó a formar
parte de la servidumbre de la cocina, junto con su abuelo, y de allí lo
llevaron a Moscú a casa del zapatero Alaijín, para que aprendiese el oficio...
"¡Ven, abuelito, ven! –prosiguió Vanka–. Por el amor
de Dios, llévame de aquí. Ten piedad de este pobre huérfano. Todos me pegan y
se burlan de mí, paso mucha hambre, me aburro soberanamente y no hago más que
llorar. Hace unos días el amo me dio un golpe tan fuerte en la cabeza que me
caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vida, los perros viven
mejor que yo... Saluda a la cocinera Aliona, al tuerto Yegorka y al cochero, y
no le des a nadie mi acordeón. Se despide de ti tu nieto Vanka Zhukov.
Querido abuelo, ven pronto".
Vanka dobló en cuatro partes la hoja escrita y la metió
en un sobre que había comprado el día anterior. Después de pensar un poco, mojó
la pluma y escribió la dirección:
"Al abuelo, que está en la aldea".
Luego se rascó la cabeza, pensó otro poco y añadió:
"Para Konstantín Makárich".
Contento por haber podido escribir la carta sin que nadie
le molestase, se puso la gorra y, sin más abrigo, salió a la calle.
El dependiente de la carnicería, a quien le había
preguntado el día anterior, le había dicho que las cartas se echaban en los
buzones, de donde las recogían para llevarlas en coches de correos a cualquier
parte del mundo.
Vanka echó su querida carta en el buzón más cercano...
Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.
Soñó con una estufa, la estufa de la aldea. Sentado junto
a ella, el abuelo les leía su carta a las cocineras. El perro Serpiente se
paseaba alrededor y movía el rabo...