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lunes, 25 de marzo de 2019

Olvidado señor Cayo


A buen seguro que conforme se va acercando la fecha de las elecciones se acordarán otra vez los políticos de que el campo también existe, y hablarán del abandono que padece, y del despoblamiento, y para arañar aunque sea un puñado de votos hasta enviarán y todo al último de la lista a que vaya por los pueblos en busca de los señores Cayo de turno. Aunque a lo mejor ni eso, porque el de la novela de Miguel Delibes votaba en las primeras elecciones generales de la democracia, las de junio de 1977, y había todavía muchos como él en los pueblos, pero ahora son ya tan pocos los que quedan que lo más probable es que no les salga a cuenta disputarse su voto como entonces y ni se acuerden.

Con lo cual el tema pasará al limbo del olvido, como todo lo que no produce réditos electorales, y mientras tanto el campo seguirá desangrándose en silencio, y el despoblamiento continuará su ritmo implacable, y las regiones y comarcas interiores se irán vaciando de modo inexorable sin que nadie le ponga remedio a nada.

Es el destino, o la maldición, de muchos pueblos desde que, en la década de los setenta del siglo pasado (y ya antes, a finales de los cincuenta y primeros de los sesenta, pero no con tanta prisa) comenzó la desbandada: primero se cerraron las casas, algunas para siempre, otras para abrirse solo una temporada en verano; luego se cerraron también las escuelas, que poco a poco se fueron quedando sin niños, y hasta en algunos casos las iglesias.

Jóvenes que no veían en el campo su porvenir, familias enteras que lo dejaron todo, su vida de siempre, sus costumbres, su tierra, sus raíces, su pasado, y marcharon con la maleta a cuestas en busca de otra vida mejor, con más comodidades...

Después, solo sombras y silencio.  

                                                                    (La Razón, 18 de marzo de 2019)









lunes, 18 de marzo de 2019

Propiedades curativas


"Es más útil leer a Shakespeare que ir al psicólogo", decía el psiquiatra británico Theodore Dalrymple en una entrevista aparecida la semana pasada en este periódico. Y uno, instintivamente, tiende a darle la razón. Shakespeare, o Cervantes, o Tolstoi, a cualquiera se puede acudir, y en cualquier momento, que ahí están siempre sus libros esperando la mano amiga que los abra.
Porque los libros están hechos de vida, y sus autores, que han dejado en ellos lo mejor de sí mismos, pasaron muy probablemente por las mismas pruebas y zozobras que nosotros sus lectores y sobrellevaron tal vez idénticas vicisitudes y parecidas adversidades. Y en esa sustancia que nutre cada una de sus páginas podemos aprender los secretos de la alegría y de la tristeza, de la ira y de la mansedumbre, de la pasión y de la melancolía. O descubrir los entresijos de la ambición, la envidia, el rencor, la desesperanza, la soledad... Tanto es así que no hace mucho se publicó un volumen con este título: Manual de remedios literarios. Cómo curarnos con libros.
Y da igual el género: la novela, que es espejo de la vida; la poesía, que destila sentimientos; el teatro, que confronta pareceres y conductas... A buen seguro que en algún momento tropezarán los ojos con el párrafo que retrata nuestra circunstancia, el verso que trae amparo y emoción o las palabras que nos sirven de consuelo.
Ya lo dijo Michel de Montaigne, que pasó sus últimos años recluido en la torre del castillo donde tenía su biblioteca: "No hay dolor en la vida que no puedan curar dos horas de lectura". Sin duda hablaba por experiencia, de ahí que sea otro de los autores a los que resulta siempre provechoso consultar.
En fin, que a lo mejor es en los libros donde se curan las heridas, incluidas las que más duelen, que son las del desamor.

                                                              (La Razón, 11 de marzo de 2019)


lunes, 11 de marzo de 2019

Expresiones inocentes


Al hilo de lo que se trataba aquí hace un par de semanas acerca de una serie de expresiones pretendidamente ofensivas para la dignidad de los animales: coger el toro por los cuernos, matar dos pájaros de un tiro, ser un conejillo de Indias... La lengua la forjan sus hablantes y, como tal, es reflejo de una mentalidad y de una época, y ese es precisamente uno de los valores asociados a las palabras y expresiones acuñadas en el transcurso de los siglos, el ser testimonio vivo del tiempo en que se crearon. ¿Tiene entonces algún sentido tratar de cambiarlas o sustituirlas? ¿En nombre de qué? ¿De la corrección política o el buenismo animalista?
Si la historia no es culpable de lo que ha pasado, por mucho que hoy no podamos sentirnos orgullosos de algunos hechos, tampoco la lengua lo es, y no cree uno que frases como las antedichas menoscaben la dignidad de los aludidos. Aunque quién sabe, a lo mejor cuando alguien arrima el ascua a su sardina o se lleva el gato al agua está haciendo sufrir a una y otro, y meterse en la boca del lobo o buscarle los tres pies al gato es una intromisión intolerable en su intimidad, y referirse al lince o al elefante para ponderar respectivamente la sagacidad y la memoria puede ofender a ambos. Y lo mismo ocurriría con las comparaciones: estar como una cabra, más terco que una mula, más lento que una tortuga, más pesado que una vaca... Pero algo saldríamos ganando, porque, de aplicar a rajatabla la poda del diccionario, ya nadie sería más pobre que una rata ni llevaría una vida perra ni tendría pájaros en la cabeza, y el burro dejaría de ser un bruto ignorante y la gallina una cobarde, y no habría gato encerrado en ningún sitio, y el pájaro en mano del refrán volaría libre como los otros ciento...


                                                                                (La Razón, 4 de marzo de 2019)

lunes, 4 de marzo de 2019

Febrero


Lo estrenamos casi ayer y ya se está yendo.
Febrerillo el loco, con sus días veintiocho y su buena ristra de refranes envuelta en el tapabocas que abriga los últimos fríos y estorba en esos soles que traen el anuncio de la primavera, pues Febrero, frío o templado, pásalo arropado, En febrero un día malo y otro bueno y En febrero busca la sombra el perro.
El secreto de las cosechas lleva guardado en las alforjas, y es un secreto de lluvias y no de cielos claros, que Agua de febrero llena el granero, pero Mal año espero si en febrero anda en mangas de camisa el jornalero, y Si hace un buen febrero, malo será el año entero, pues Cuando no llueve en febrero, no hay buen prado ni centeno.
La alianza del refranero y el calendario antiguo le atribuyó incluso al santo del día 24, que era san Matías, el milagro meteorológico de adelantar el equinoccio: Por san Matías se igualan las noches y los días.
Febrero, que debe su nombre a las "februa" romanas, unas fiestas de purificación que se celebraban en los últimos días del último mes del año (el calendario romano empezaba en el mes de marzo), celebra cada cuatro años su cumpledías, y no lo hace, como se explica en los libros, para recuperar las seis horas anuales que se pierden en relación con el Sol (lo que obliga a añadir un día más al calendario cada cuatro años: el año bisiesto), sino para regalarse una jornada de asueto y proclamar su singularidad.
Y si se viste de abril como acostumbra es porque, incómodo entre esos dos meses tan largos y de ceño adusto que tiene por vecinos, quiere dejar atrás cuanto antes el invierno y llegar así engalanado y con cara de buen tiempo al año de su cumpledías, que será el próximo 2020.
                                                                (La Razón, 25 de febrero de 2019)