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miércoles, 28 de junio de 2017

El libro que les gustaba a los ratones (Fábula sin moraleja)

X, que dedica a escribir buena parte de las horas, no muchas, que su trabajo le deja libres, termina un libro. Tres años le ha llevado hacerlo. Se lo da a leer a los amigos, y todos coinciden en que está muy bien y le animan por ello a publicarlo. También el autor en su fuero interno cree que, efectivamente, el libro no carece de determinados aciertos y valores.
Vuelve a mecanografiar cuidadosamente el manuscrito y envía sendas copias a las dos editoriales que le merecen más respeto. Las dos gozan de un alto prestigio y lucen en sus respectivos catálogos los nombres de los autores más afamados y mejor considerados por la crítica y el público lector. Sabe que su libro no tiene demasiadas posibilidades, pero también que, si se lo rechazan, no se va a llevar un gran disgusto: es muy difícil que un autor novel, a no ser que vaya precedido por la aureola de un premio o de algún gran escándalo, publique en esas editoriales. Una de las dos se lo devuelve al cabo de un mes, con una breve nota exculpatoria, y a la otra se ve obligado a reclamárselo vía telefónica.
Él en persona viaja a la capital y lleva estos mismos manuscritos –no se nota en ellos la huella de ningún dedo, a lo mejor ni los han leído, ha llegado a pensar a otras dos editoriales que, según su criterio, ocupan asimismo un importante puesto en el escalafón. Las dos le prometen contestación. De una recibe una llamada telefónica: que puede pasar a recoger el original, le informa una secretaria. También de la otra le llaman por teléfono, para una entrevista personal. Toma el tren el día señalado y allá acude rebosante de esperanza: es criterio inamovible de la editorial, le comunica afable el director adjunto, no publicar autores sin obra conocida, por lo que se ve obligado a devolverle el original.
Entretanto, ha enviado por correo dos copias más a otras tantas editoriales. De una le contestan que exigen tener publicaciones anteriores para publicarle el libro; de la otra, que al no ser él un autor conocido del público lector, no pueden arriesgarse a publicarlo. Escoge la copia en mejor estado y acude con ella en mano al despacho del director de la única editorial de cierta solvencia que tiene su sede en la ciudad en la que él reside. Es la última baza que está dispuesto a jugar, la última oportunidad que se ha dado a sí mismo antes de rendirse. El director le disuade allí mismo: solo publican autores con éxito comercial asegurado, autores que de una manera u otra se hayan labrado ya un nombre en el mundo de la letra impresa.
Herido en su orgullo, decide costearse él mismo la edición. Con los ahorros y un pequeño crédito que le concede el banco en el que tiene domiciliada la nómina, le llegará. Un amigo le diseña la portada. Tapa blanda y papel de mediana calidad para abaratar costes. Sale el libro por fin, razonablemente bien editado, y el autor decide presentarlo en sociedad en un acto público que tiene lugar en la capital de provincia donde reside y de la que es originario. Se llena el local más de lo que es habitual en este tipo de actos (en los dos periódicos provinciales se ha anunciado, si bien de forma escueta, el acto, en uno de ellos incluso ha aparecido una breve nota biográfica del recién estrenado novelista, en una emisora local le han hecho una fugaz entrevista), el autor firma unos cincuenta ejemplares –a familiares, amigos y conocidos en su gran mayoría y el libro echa a andar con no demasiados malos presagios.
El autor, que ha de encargarse también de la distribución, efectúa un primer reparto de ejemplares por las librerías de la ciudad. Lo mismo hace en aquellos núcleos de población, pertenecientes a la comarca en la que transcurre la acción de la novela, que cuentan con establecimientos de librería. Con el resto de los aproximadamente mil ejemplares editados no sabe bien qué hacer. Son veintitantas cajas y ocupan mucho sitio. Finalmente, opta por llevarlas todas al desván de la casa que un amigo le ofrece en un pueblo cercano. Allí irá a buscar los libros conforme lleguen las demandas de compra.
En la casa, que es una casa de las de antes, espaciosa y hospitalaria, se aposenta de tarde en tarde algún ratón. Y coincide la llegada de las cajas de los libros con la estancia en ella de una cuadrilla, se conoce que reincidentes y veteranos en ese tipo de intrusiones. Como la casa se queda largas temporadas sola, sin nadie que la habite, particularmente en invierno, a los ratones les da por aficionarse al arca donde se guardan los comestibles. Empiezan con los más desprotegidos y a la vista, rompen las barreras de seguridad del papel y los paños, se atreven después con las galletas y el chocolate. Y así hasta que los primeros en abrir la casa, alarmados, toman las debidas precauciones, guardando las provisiones de manera que los roedores no puedan dar con ellas. Es así como, guiados por el instinto de supervivencia, exploran el desván. Las cajas de libros, indefensas, se convierten en su primer objetivo. Roen la base y, una a una, acceden a la mayor parte. Mordisquean primero la portada y la contraportada, acaso más sabrosas por tener más consistencia, y luego, libro a libro, van probando todas las páginas: en una, una esquina; en otra, el reborde; en otra, un párrafo; en otra, un diálogo; en otra, una metáfora particularmente acertada; en otra, la parte más interesante de una escena, o el meollo mismo del nudo, o una observación aguda sobre la psicología y el modo de proceder de un personaje, o un detalle revelador del inminente desenlace…
Cuando el autor sube un día al desván en busca de media docena de ejemplares que una librería le ha solicitado, se encuentra con que todos los libros tienen la señal de los ratones, que, a su manera, los han leído sin dejar ninguno intacto.
Sin saber cómo, la noticia se propaga por la ciudad y llega a los periódicos, que se interesan por ella. Llaman al escritor para hacerle una entrevista, pero él declina realizar  declaraciones. Lo mismo les contesta a las emisoras de radio.
La sorpresa se produce cuando en las librerías empieza a entrar gente preguntando por el libro.
El libro ese, el de los ratones –dicen, porque no recuerdan o no saben el título.
La edición está agotada –informa el autor a las solicitaciones de los libreros.
Un par de editoriales se interesan por el libro. Una de ellas, la de la capital de provincia en que el autor reside y cuyo director le había manifestado que únicamente publicaban autores con éxito comercial asegurado. La otra, una de las que le habían también rechazado el original mecanografiado.
El autor les da largas. Insisten ambas, y con idéntico señuelo: la promesa añadida de que le publicarán asimismo cualquier otra novela que escriba. Con previo compromiso por escrito, ofrece una,  y con adelanto de los derechos de autor si fuera necesario, propone la otra. Pero el autor responde que ya lo pensará.
Los críticos literarios se interesan por él y el autor les contesta en una entrevista que al fin concede a uno de los más importantes periódicos del país y que este publica a toda página en su suplemento literario, unánimemente considerado por el público lector como el más fiable y de mayor prestigio, que, antes de publicarlo, esperará a conocer el dictamen de los ratones. Por cierto que a los ratones se alude en el titular de la mencionada entrevista: El libro que les gusta a los ratones.


miércoles, 21 de junio de 2017

Dichos con nombre propio

armarse la de San Quintín Haber una riña o pelea muy violentas. Alude a la batalla de San Quintín, que tuvo lugar el 10 de agosto del año 1557, en la que el ejército español de Felipe II infligió una severa derrota a los franceses. En conmemoración de la victoria, Felipe II mandó construir en El Escorial el monasterio de San Lorenzo, cuya festividad se celebraba precisamente ese mismo día, el 10 de agosto.
el huevo de Colón Se dice de algo que parece difícil o imposible hasta que alguien demuestra que no lo es. Cuentan que después de haber descubierto América, algunos sabios y cortesanos le dijeron a Colón que su hazaña no tenía tanta dificultad como en principio se pensaba. Colón, para rebatirlos y burlarse de ellos, les invitó a que pusieran derecho un huevo cocido. Como respondieran unánimemente que tal cosa era imposible, Colón golpeó entonces ligeramente el huevo contra la mesa y pudo así, al haberse abollado el cascarón, colocarlo de pie. Visto lo cual, no les quedó más remedio que reconocer que, aun siendo muy fácil, a nadie se le había ocurrido hacerlo.
la espada de Damocles En sentido figurado, amenaza persistente de un peligro. Según relatan Horacio y Cicerón, Damocles, un cortesano de Dionisio I, tirano de Siracusa, en el siglo IV a. C., dejó de envidiar las riquezas y felicidad de su rey cuando observó que sobre la cabeza de Dionisio pendía constantemente una puntiaguda espada sostenida únicamente por una crin de caballo.
las verdades de Perogrullo Algo tan obvio y elemental que resulta una simpleza decirlo. La frase completa reza así: Las verdades de Perogrullo, que a la mano cerrada llamaba puño. Perogrullo es un personaje ficticio del folclore popular a quien tradicionalmente se ha atribuido la peculiaridad de presentar obviedades de manera sentenciosa.
más feo que Picio Se dice de una persona extremadamente fea. Se dice que Picio fue un zapatero que vivió en Granada en la primera mitad del siglo XIX. Condenado a muerte, le comunicaron el indulto cuando estaba ya en capilla esperando la ejecución, y fue tal el impacto que la noticia le causó que al poco tiempo se quedó sin pelo, sin cejas, sin pestañas y con la cara deforme y llena de tumores. Para escapar de la vergüenza se retiró a un pueblo de la Alpujarra, de donde fue expulsado por no entrar nunca en la iglesia, pues le daba miedo quitarse el pañuelo con que se tapaba la cabeza y parte del rostro.
más tonto que Abundio/más tonto que Perico el de los palotes Tanto Abundio como Perico el de los palotes son dos personajes proverbiales que simbolizan la necedad. Del primero se decía: Más tonto que Abundio que iba a vendimiar y se llevaba uvas de postre.
más viejo que Matusalén Por alusión al personaje bíblico que, según se cuenta en el Génesis, vivió en total novecientos sesenta y nueve años.
pasar las de Caín Sufrir grandes apuros y contratiempos. La frase proviene del personaje bíblico, hijo de Adán y Eva, que mató a su hermano Abel por envidia y fue condenado por Dios a vagar errante y fugitivo por la tierra.
saber más que Lepe Ser muy perspicaz y despierto. Hace referencia a Pedro de Lepe (1641-1700), obispo de Calahorra y hombre de gran cultura, autor de un conocido catecismo que en su época fue tan popular como el del padre Gaspar de Astete (1537-1601).
tener el baile de san Vito Se aplica a quien no puede parar quieto en ningún sitio.
El baile de de san Vito es el nombre popular de la corea, enfermedad nerviosa que se caracteriza por movimientos desordenados, involuntarios y bruscos. Según la leyenda, san Vito, que murió mártir en el año 303, padeció ese tipo de contracciones a consecuencia de las torturas sufridas.
tener más cuento que Calleja Ser alguien quejicoso o fantasioso, muy dado a falsear o exagerar lo que le afecta particularmente. Alude a un personaje real, Saturnino Calleja Fernández (Burgos, 1853-Madrid, 1915), fundador, en 1875, de la editorial Calleja, muy popular en toda España por sus colecciones de cuentos, especialmente los dirigidos al público infantil, así como por los de carácter pedagógico. 

miércoles, 14 de junio de 2017

Bueno y malo

Se puede, según el diccionario, realizar una buena o mala acción, nacer con buena o mala estrella, comportarse de buena o mala fe, llevar buena o mala vida, tener buena o mala cabeza, buen o mal gusto, buena o mala mano, buena o mala sombra, buena o mala suerte...
De la misma manera se puede ser una buena alhaja o también una buena pieza, disfrutar de una buena mesa, ser portador de la buena nueva, beneficiarse de una buena paga, codearse con la buena sociedad, estar en buenas manos, recrearse con las buenas letras, convencer con buenas palabras, alcanzar buena muerte...
Es posible asimismo ser una mala pécora, y tener mala conciencia, o mala hostia, o mala idea, o mala leche, o mala lengua, o mala pata, o mala sangre, o mala uva, o mala voluntad, y verse obligado a aguantar las malas lenguas, y ser víctima de las malas artes, o de los malos tratos...
Y se puede en cualquier caso ser una persona buena o una buena persona, la última de las dos en el buen sentido de la palabra bueno y aunque el diccionario no lo recoja (sí recoge hombre bueno, el que actúa como mediador en los actos de conciliación o el que pertenecía al estado llano, y buen hombre, expresión, dice, para llamar o dirigirse a un desconocido).

No aparece en el diccionario, que desterró todos los refranes de sus páginas –y se contaban por miles– en la decimonovena edición, la del año 1970, pero algo tiene que ver con lo anterior este que sigue: Al mal tiempo, buenos libros.

Y hablando del diccionario, la de secretos que contiene y peligros que encierra. Por ejemplo: que el decoro está en el recodo, y que las coderas llevan los recados, y que las rebajas, si se les da la vuelta, son jarabes.
Y que a poco que una letra se descuide la alondra se vuelve una ladrona, y la gacela una acelga, y el molinero un limonero, y acatar se puede transformar en atacar, y febrero en un orfebre, y el guardia en una guarida...
Y en lo que quedarían convertidas algunas palabras si algún día sucumbieran a la tentación de desprenderse de la t: tacto, tajo, tálamo, talud, tarde, tortilla, tortuga, trama, treinta, trío, tronco, tropa, túnica... Y lo mismo atlas, bota, cetro, ciento, culto, entero, inmortal, intestino, libreta, rutina...


miércoles, 7 de junio de 2017

Libreta de apuntes

1
Todos deberíamos tener asignado un día de puertas abiertas, y que los que quisieran pudieran venir a visitarnos y conocernos por dentro. Pero no valdría preparar nada de antemano, ni limpiar y adecentar las dependencias, ni lucir las mejores galas, y estaríamos obligados a enseñarlo todo, hasta los últimos rincones, sin esconder ningún secreto.
2
Esa hoja huérfana en el árbol desnudo que no ha llegado a sentir la primavera.
3
La primavera está muy desprestigiada en la poesía y como tema de redacción escolar, pero revive cada año con la misma viveza y plenitud, incluso en los vertederos y las autovías de las ciudades. Y hay sabios que han llegado a la conclusión de que las tardes de junio deberían incluirse en la lista de las siete maravillas del mundo.
4
Los mirlos, que cantan a la vida, contentos por el simple hecho de estar vivos, y saludan al mundo cada día al amanecer, y también a esos que son sus vecinos y viven extrañamente ocultos a esa hora tras los cristales de la ventana, envueltos todavía en la telaraña del sueño, o amedrentados por las preocupaciones que acechan bajo la almohada, o amodorrados aún por la pastilla sin la cual no se cierran los ojos ni llega la tranquilidad.
Los mirlos que entonan en las ramas o en los tejados su concierto, y solo los árboles y las paredes y las antenas de televisión los escuchan, pero no nosotros, que ni reparamos en ellos, ni mucho menos agradecemos su canto, y ni siquiera levantamos la vista porque salimos de casa presurosos con la cabeza en otro sitio y asediados por tantas dudas y temores y obligaciones que no tenemos tiempo para esas menudencias, oír el canto amoroso y alegre de unos pájaros que lo único que hacen es eso, vivir y cantar.
5
Pero a los mirlos, afortunadamente, les trae sin cuidado lo que hagamos, porque no necesitan nuestra atención, ni esperan el aplauso: cantan para ellos solos y sin esperar ninguna recompensa.
Y lo mismo hacen las nubes, que no se cansan de pasar por el cielo aunque nadie se detenga a mirarlas.
Y la luz que diariamente se nos regala.
6
Lo malo de salir al campo en primavera es que los ojos se tiñen de verde y luego, al posarse en las páginas de los libros, estos se emborronan todos. Y pasa lo mismo con el oído, que vuelve tan afinado de escuchar los cantos de los pájaros que es incapaz de apreciar otra música que no sea la del silencio.
7
-¿Qué es el amor platónico? -pregunta el profesor.
Y enseguida se levanta una mano:
-Yo lo sé: el amor de un señor que se enamoró de su burro que se llamaba Platón y luego escribió un libro que se titulaba Platón y yo.
8
Aunque está uno ya en esa edad en que no puede hacerse ilusiones de volver a tener ilusiones.