X,
que dedica a escribir buena parte de las horas, no muchas, que su trabajo le
deja libres, termina un libro. Tres años le ha llevado hacerlo. Se lo da a leer
a los amigos, y todos coinciden en que está muy bien y le animan por ello a
publicarlo. También el autor en su fuero interno cree que, efectivamente, el
libro no carece de determinados aciertos y valores.
Vuelve
a mecanografiar cuidadosamente el manuscrito y envía sendas copias a las dos editoriales
que le merecen más respeto. Las dos gozan de un alto prestigio y lucen en sus
respectivos catálogos los nombres de los autores más afamados y mejor
considerados por la crítica y el público lector. Sabe que su libro no tiene
demasiadas posibilidades, pero también que, si se lo rechazan, no se va a
llevar un gran disgusto: es muy difícil que un autor novel, a no ser que vaya
precedido por la aureola de un premio o de algún gran escándalo, publique en
esas editoriales. Una de las dos se lo devuelve al cabo de un mes, con una
breve nota exculpatoria, y a la otra se ve obligado a reclamárselo vía
telefónica.
Él
en persona viaja a la capital y lleva estos mismos manuscritos –no se nota en
ellos la huella de ningún dedo, a lo mejor ni los han leído, ha llegado a
pensar– a otras dos editoriales que,
según su criterio, ocupan asimismo un importante puesto en el escalafón. Las
dos le prometen contestación. De una recibe una llamada telefónica: que puede
pasar a recoger el original, le informa una secretaria. También de la otra le
llaman por teléfono, para una entrevista personal. Toma el tren el día señalado
y allá acude rebosante de esperanza: es criterio inamovible de la editorial, le
comunica afable el director adjunto, no publicar autores sin obra conocida, por
lo que se ve obligado a devolverle el original.
Entretanto,
ha enviado por correo dos copias más a otras tantas editoriales. De una le
contestan que exigen tener publicaciones anteriores para publicarle el libro;
de la otra, que al no ser él un autor conocido del público lector, no pueden
arriesgarse a publicarlo. Escoge la copia en mejor estado y acude con ella en
mano al despacho del director de la única editorial de cierta solvencia que
tiene su sede en la ciudad en la que él reside. Es la última baza que está
dispuesto a jugar, la última oportunidad que se ha dado a sí mismo antes de
rendirse. El director le disuade allí mismo: solo publican autores con éxito
comercial asegurado, autores que de una manera u otra se hayan labrado ya un
nombre en el mundo de la letra impresa.
Herido
en su orgullo, decide costearse él mismo la edición. Con los ahorros y un
pequeño crédito que le concede el banco en el que tiene domiciliada la nómina,
le llegará. Un amigo le diseña la portada. Tapa blanda y papel de mediana
calidad para abaratar costes. Sale el libro por fin, razonablemente bien
editado, y el autor decide presentarlo en sociedad en un acto público que tiene
lugar en la capital de provincia donde reside y de la que es originario. Se
llena el local más de lo que es habitual en este tipo de actos (en los dos
periódicos provinciales se ha anunciado, si bien de forma escueta, el acto, en
uno de ellos incluso ha aparecido una breve nota biográfica del recién
estrenado novelista, en una emisora local le han hecho una fugaz entrevista),
el autor firma unos cincuenta ejemplares –a familiares, amigos y conocidos en
su gran mayoría– y el libro echa a
andar con no demasiados malos presagios.
El
autor, que ha de encargarse también de la distribución, efectúa un primer
reparto de ejemplares por las librerías de la ciudad. Lo mismo hace en aquellos
núcleos de población, pertenecientes a la comarca en la que transcurre la
acción de la novela, que cuentan con establecimientos de librería. Con el resto
de los aproximadamente mil ejemplares editados no sabe bien qué hacer. Son
veintitantas cajas y ocupan mucho sitio. Finalmente, opta por llevarlas todas
al desván de la casa que un amigo le ofrece en un pueblo cercano. Allí irá a
buscar los libros conforme lleguen las demandas de compra.
En la
casa, que es una casa de las de antes, espaciosa y hospitalaria, se aposenta de
tarde en tarde algún ratón. Y coincide la llegada de las cajas de los libros
con la estancia en ella de una cuadrilla, se conoce que reincidentes y veteranos
en ese tipo de intrusiones. Como la casa se queda largas temporadas sola, sin
nadie que la habite, particularmente en invierno, a los ratones les da por
aficionarse al arca donde se guardan los comestibles. Empiezan con los más
desprotegidos y a la vista, rompen las barreras de seguridad del papel y los
paños, se atreven después con las galletas y el chocolate. Y así hasta que los
primeros en abrir la casa, alarmados, toman las debidas precauciones, guardando
las provisiones de manera que los roedores no puedan dar con ellas. Es así
como, guiados por el instinto de supervivencia, exploran el desván. Las cajas
de libros, indefensas, se convierten en su primer objetivo. Roen la base y, una
a una, acceden a la mayor parte. Mordisquean primero la portada y la
contraportada, acaso más sabrosas por tener más consistencia, y luego, libro a
libro, van probando todas las páginas: en una, una esquina; en otra, el
reborde; en otra, un párrafo; en otra, un diálogo; en otra, una metáfora
particularmente acertada; en otra, la parte más interesante de una escena, o el
meollo mismo del nudo, o una observación aguda sobre la psicología y el modo de
proceder de un personaje, o un detalle revelador del inminente desenlace…
Cuando el
autor sube un día al desván en busca de media docena de ejemplares que una
librería le ha solicitado, se encuentra con que todos los libros tienen la
señal de los ratones, que, a su manera, los han leído sin dejar ninguno
intacto.
Sin saber
cómo, la noticia se propaga por la ciudad y llega a los periódicos, que se
interesan por ella. Llaman al escritor para hacerle una entrevista, pero él
declina realizar declaraciones. Lo mismo
les contesta a las emisoras de radio.
La
sorpresa se produce cuando en las librerías empieza a entrar gente preguntando
por el libro.
–El
libro ese, el de los ratones –dicen, porque no recuerdan o no saben el título.
–La
edición está agotada –informa el autor a las solicitaciones de los libreros.
Un par de
editoriales se interesan por el libro. Una de ellas, la de la capital de
provincia en que el autor reside y cuyo director le había manifestado que
únicamente publicaban autores con éxito comercial asegurado. La otra, una de
las que le habían también rechazado el original mecanografiado.
El autor
les da largas. Insisten ambas, y con idéntico señuelo: la promesa añadida de
que le publicarán asimismo cualquier otra novela que escriba. Con previo
compromiso por escrito, ofrece una, y
con adelanto de los derechos de autor si fuera necesario, propone la otra. Pero
el autor responde que ya lo pensará.
Los
críticos literarios se interesan por él y el autor les contesta en una
entrevista que al fin concede a uno de los más importantes periódicos del país
y que este publica a toda página en su suplemento literario, unánimemente considerado
por el público lector como el más fiable y de mayor prestigio, que, antes de
publicarlo, esperará a conocer el dictamen de los ratones. Por cierto que a los
ratones se alude en el titular de la mencionada entrevista: El libro que les gusta a los ratones.