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lunes, 30 de noviembre de 2015

Nocturno

Daba gusto, la otra noche, en una terraza asomada sobre el borde de un promontorio en la ladera de Collserola, contemplar despacio, con Barcelona allí debajo que parecía que estuviera a los pies, todo lo que a la vista se ofrecía, en esa hora en que el mundo se serena y el ruidoso trajín de la vida se va poco a poco apaciguando: la parte alta de la ciudad sumida en las sombras, el Eixample y los barrios del centro como recogidos en sí mismos, las luces del puerto dejando apenas entrever la línea oscura del mar, los destellos rojos en la punta de los edificios más altos, los contornos iluminados en azul de otros, la silueta de Montjuïc recortándose contra un horizonte difuminado, el resplandor lejano del aeropuerto y, en el cielo, el centelleo de los aviones...
No podíamos dejar de observarlos, la precisión matemática con que se presentaban, en intervalos regulares de dos minutos exactos, y todos siguiendo la misma ruta, de norte a sur, como si procedieran del mismo sitio, de Francia y el norte de Europa, y vinieran ya por el cielo en fila, primero un punto brillante en la oscuridad, luego ya perfilándose un poco y acercándose cada vez más deprisa en la estela del anterior, al tiempo que iban descendiendo progresivamente como si fueran luciérnagas celestes que se deslizaran con suavidad por un hilo invisible prendido de las paredes de la atmósfera hasta diluirse en la fulguración remota de las pistas de aterrizaje.
Así un buen rato, extrañándonos de que no hubiera más ruta que aquella, la que provenía invariablemente del norte, cuando, de repente, empezaron a aparecer por detrás y a pasar justo por encima de la terraza, ahora la ruta había cambiado y, con el mismo intervalo regular, llegaban todos del oeste, de Galicia y las Américas se nos ocurrió decir, trazaban una parábola encima del mar y, desviándose ligeramente un momento hacia el sur, giraban enseguida de nuevo y se situaban de cara al aeropuerto, también en riguroso orden como los del principio, solo que estos, al encontrarse más lejos, daban la impresión de estar allí un rato suspendidos en el aire, igual que si estuviesen parados, en espera de la señal para aterrizar.
Todo programado, por los controladores aéreos desde sus torres o por quien fuera, todo medido y cronometrado y vigilado, todo sujeto a un orden estricto, todo bajo la supervisión inflexible de máquinas y de personas, personas que manejan máquinas y máquinas que dan órdenes a personas, todo coordinado y regulado, todo sistematizado y ajustado a unos horarios, a unas pautas, a unos mecanismos, a unas instrucciones, a unos procedimientos, a unos códigos, a unas claves, a unas contraseñas, a unos cálculos, a unas inercias, a unas rutinas...
A uno le dio entonces por pensar en los viajeros, no solo en los de aquellos aviones sino en todos los que un día u otro, en nuestras casas, cuando llega la hora de los preparativos -y mucho antes, porque en ocasiones estos duran tanto o más que el propio viaje, y pueden llegar incluso a reportarnos tanta emoción, por lo que tienen de disfrute anticipado y por el mismo afán ilusionado que ponemos en ellos-, con qué firme aplicación trazamos planes, configuramos trayectos, calculamos tiempos..., en fin, todos esos menudos pormenores sobre los que, no nos cabe la menor duda, tenemos poder de decisión.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Efemérides literarias y otras remembranzas

El 27 de noviembre del año 8 a. C. moría en Roma Quinto Horacio Flaco, uno de los grandes poetas latinos de la época de Augusto, junto con Virgilio y Ovidio. Hijo de un esclavo liberto, había nacido en Venusa, hoy Venosa, en la región de Basilicata, el año 65 a. C. Se educó en Roma y Atenas, y, ya poeta conocido, ingresó en el círculo de Mecenas, quien le regaló una finca en la Sabina.
Pese a lo escaso de su obra -debido en parte a la meticulosidad con que corregía una y otra vez sus versos-, es uno de los autores de mayor influjo en los siglos posteriores, especialmente en el Renacimiento.
Su primera colección de poesías lleva el título de Épodos, amables sátiras de vicios y costumbres la mayor parte. La más conocida es sin duda la que empieza con las palabras Beatus ille... ('Dichoso aquel...'), en la que hace un delicado elogio del campo y la vida retirada, acorde con su concepto de la felicidad basado en la aurea mediocritas ('dorada medianía'). Fray Luis de León la tradujo al castellano en el siglo XVI ("Dichoso el que de pleitos alejado...") y se inspiró también en ella para componer su célebre Oda a la vida retirada:

            ¡Qué descansada vida
            la del que huye el mundanal rüido,
            y sigue la escondida
            senda por donde han ido
            los pocos sabios que en el mundo han sido!

El segundo libro, Sátiras, ofrece una mezcla de poemas de la más variada índole: el relato de una anécdota graciosa, la narración de un viaje, la crítica moral o literaria...
Sus cuatro libros de Odas, en los que intentó trasladar a la poesía latina los temas y formas de la poesía griega, son también de variado asunto: moral, amoroso, patriótico (como el famoso Carmen saeculare, Cántico de los siglos)... En una de estas odas, la dirigida a Leucónoe, una amiga suya, aparece, en el penúltimo verso, la famosa expresión carpe diem ('disfruta del día de hoy', 'aprovecha el instante'), origen de uno de los tópicos más conocidos de la literatura universal, tratado luego por Ausonio (collige, virgo, rosas...: "coge, doncella, las rosas..."), Ronsard (cueillez dès aujourd'hui les roses de la vie: "coge hoy mismo las rosas que te ofrece la vida") y Garcilaso en uno de sus sonetos, el XXIII:

            coged de vuestra alegre primavera
            el dulce fruto, antes que el tiempo airado
            cubra de nieve la hermosa cumbre.

A Horacio le empezamos a conocer y traducir de adolescentes (con la ayuda inestimable del calepino más de una vez, y eso que estaba prohibidísimo) en aquellos seminarios de los años sesenta del siglo pasado de cuyo horario un servidor aún puede acordarse, y que era como sigue: levantarse y aseo personal; rezo de las primeras oraciones, media hora de meditación y otra media de misa en la capilla; desayuno en el refectorio (en silencio, con el runrún de la lectura de un libro piadoso o formativo por la rudimentaria megafonía, un par de altavoces colgados de la pared); cinco minutos para dejar en orden el dormitorio o la habitación y ponerse el guardapolvo, obligatorio de color gris; hora y media de estudio; tres horas de clase; visita del mediodía al santísimo y preces correspondientes; comida, en silencio como el desayuno -todos los desplazamientos entre las diferentes  estancias se hacían en silencio y en doble fila bajo la atenta vigilancia del prefecto de semana-, y con la consiguiente lectura como ambientación sonora; una hora y media de recreo, con cuatro opciones para pasar el tiempo: jugar al fútbol en la explanada de tierra (diez o doce partidos simultáneos en el mismo campo y con las mismas porterías), echar una partida al frontón, pasear por las inmediaciones del pinar que rodeaba el edificio por la parte de atrás o quedarse dentro mirando por los ventanales del claustro; otra hora de estudio y dos clases a continuación; merienda (un mollete y una manzana de la huerta colindante del señor obispo); media hora de recreo; dos horas de estudio como preparación de las clases del día siguiente; rosario en la capilla; cena; visita a la capilla para proceder al examen de conciencia y al rezo de las últimas plegarias; descanso.
Este horario solo se alteraba los jueves por la tarde, que no había clase y en su lugar nos llevaban de paseo, bien al campo o bien por el arcén de la carretera en filas de a dos, y los domingos, que por la mañana había misa solemne cantada, o sea, el doble de larga que la normal rezada, y por la tarde el mismo paseo de los jueves (y si acaso, algunas veces, nos dejaban ver la primera parte del partido de liga que dieran por la televisión, que por aquellos años empezaba siempre a las siete y media).
De las cinco horas de clase diarias, una era de latín, lo que quiere decir que salíamos a seis por semana (los sábados eran también lectivos, mañana y tarde).  

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Rótulos curiosos

Callejeando un poco a la buena de Dios, y sin salir del barrio, me llaman la atención los rótulos de algunos establecimientos: La tomiza (tienda de delicatessen: no cuadra mucho la cuerda o soguilla de esparto con tales productos selectos); Como en casa de Fermín (restaurante: ¿es verbo o término comparativo la primera palabra?); Santa gula (casa de comidas: ¡santa, y eso que aprendimos en el catecismo que es el quinto de los siete pecados capitales!); Me lo estoy pensando (tienda de decoración); Pels pèls (peluquería; en castellano, 'Por los pelos'); Cave canem (tienda de productos para perros; la inscripción aparecía en la puerta de las casas romanas como aviso: ¡Cuidado con el perro!); Madre Mía del Amor Hermoso (tienda de ropa de señoras)...

Y, del mismo callejear, esta fotografía de una especie de rejilla en la que conviven en paz y armonía las cosechas de la naturaleza y los desechos del consumo.


También fruto del callejeo holgazán, estos versos:

A una lectora desconocida

¡Quién tuviera ojos tan negros
para ver nevar por ellos!

lunes, 23 de noviembre de 2015

Tesoros

En la época a la que se refería la entrada anterior, no faltaba nunca en los bolsillos del pantalón infantil algún tesoro de los que nos apropiábamos en casa o recogíamos por la calle: un trozo de cuerda, el envoltorio de una chocolatina, el cordón deshilachado de un zapato, una caja de cerillas (con un grillo o unas mariposas dentro), el tapón de una botella, una rueda de mechero, un librillo de papel de fumar, una cáscara de nuez (para echar en el río), un botón, una canica, un carrete ya sin hilo, una peonza, un atadijo de cromos, unas avellanas, una navajina...
A los que habría que añadir los que traíamos del campo: una pluma de pájaro, una chifla de salguera, un guijarro liso y reluciente, alguna corteza de roble a medio tallar, una figura de estalactita (pero la cueva era honda y oscura y para entrar había que arrastrarse reptando por el suelo y ay si la lámpara de carburo se apagaba a medio)...


Además de los que, por razones obvias, encontraban allí, en los bolsillos, solo un acomodo efímero y provisional: las cerezas que requisábamos en las huertas ajenas (con especial gusto en la del señor cura y en la del señor maestro), los arándanos que íbamos a buscar a las colladas más altas y que tanto codiciaba el oso, el cornezuelo que acopiábamos en las tierras de centeno, una especie de clavillo triangular de color oscuro que salía en algunas espigas y que, decían, se utilizaba para hacer medicamentos, por eso nos lo pagaban a peso los afiladores gallegos que iban de pueblo en bicicleta o andando por el monte con un cajón de madera al hombro, un cajón que, cuando lo abrían, resultaba ser una especie de mueble en miniatura que se desplegaba en dos partes, y en cada parte, superpuestos, había dos o tres pequeños compartimentos que mostraban ante nuestros ojos asombrados los pequeños tesoros de aquella mercancía variopinta y multicolor: hilos de todas clases, botones, alfileres, bobinas, carretes, agujas de coser y de hacer punto, hiladillos, lazos, puntillas, entredoses, hilvanes, trencillas y galones, cordones, canillas para la máquina de coser, dedales, cremalleras, acericos, jabones de olor, hojas de afeitar, mechas y mecheros, tijeras, navajas y cuchillos, candados, llaveros, peines y peinetas, horquillas, abalorios, pendientes, broches, cadenas, corchetes, imperdibles, fíbulas y hebillas, ajorcas y colgantes, anillos y anillas, leznas, puntas y clavos, lapiceros, gomas de borrar, jaboncillos para marcar las telas, barajas, estampas, rosarios...

viernes, 20 de noviembre de 2015

Nada se tiraba

Todavía, a los de mi generación, nos tocó vivir los últimos años de aquella época en que no se tiraba nada. Incluso si se compraba algo nuevo, cualquier aparato -un molinillo de café, una plancha, ¡una radio!...-, no se deshacía nadie del viejo, por si acaso. Lo mismo sucedía con las herramientas y utensilios, y por supuesto con la ropa.
Eso daba lugar a que se guardara todo, principalmente en el desván, donde se amontonaban infinidad de cachivaches y trastos inútiles.
Y a que se coleccionaran, en las despensas o en el cuarto oscuro que había en todas las casas, tarros de cristal, papel de envolver, cuerdas, trozos de alambre, cajas de zapatos..., de todo.
Como si se tuviera miedo de que la vida empezase a ir para atrás en vez de hacerlo para adelante, como si en lugar de progresar se fuese a retroceder, como si, escondido detrás del futuro brillante que se presentía y deseaba, acechara, presto a volver, el pasado de miseria y privaciones del que aún todos se acordaban.
Por si eso pasa, se pensaba, mejor estar preparados, pues todo lo que ahora damos por usado, inútil y viejo quién sabe si algún día, si las cosas se ponen mal y reculamos, nos volverá a hacer falta.

El gran escritor que es Adam Zagajewski (Lvov, actual Ucrania, 1945) anota esta misma actitud y disposición de ánimo al evocar su infancia, transcurrida en los malhadados años de la posguerra europea en Gliwice, ciudad polaca a la que sus padres fueron repatriados al término de la contienda. Lo hace en una preciosa obra, En la belleza ajena, que es a la vez novela, libro de memorias y diario de impresiones y lecturas, y está escrita como en voz baja y con oficio de poeta en una prosa excepcional. 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Alter ego

Quizá ya no tenga uno edad para hablar de esas cosas, del futuro sobre todo, pero sí por lo menos humor para fantasear un poco con ellas, con lo que queríamos ser y adonde soñábamos, y soñamos todavía acaso, con llegar.
Se hablaba un poco de esto en uno de los relatos de mi libro Años de guardar, el titulado Alter ego, del que reproduzco el fragmento que sigue:

De niño quería ser tocador de campanas: ¡vivir en un pueblo grande que tuviera muchas torres, a ser posible con veleta, y subir cada hora a una a repicarlas y llenar el aire de golondrinas asustadas, y los días de fiesta voltearlas y que brincara su sonido por las hondonadas de los valles y los picos de las montañas!
Quise luego ser pastor de ríos, y apacentar las aguas con una vara de salguera escuchando su canción corriente abajo hasta dejarlas recogidas en el redil azul del mar.
De joven me hubiera gustado estudiar para jurisconsulto y librepensador. [...]
Soñaba en la edad adulta más laboriosa con ser un oficinista melancólico que viviera en un país lluvioso y se pasara las horas sentado a una mesa llena de papeles cerca de una ventana viendo discurrir las nubes grises por el cielo y a la gente afanosa por la calle, o campesino ocioso en una aldea entregado por el día a revivir las labores propias de cada estación –sembrar memoria, dorar tiempos, vendimiar palabras, carpintear aperos-, y por la noche a ponerles
nombre a las estrellas.
De mayor quiero ser vendedor de sueños, y comprar con las monedas que gane una casa con jardín pastoreada por todos los vientos y vivir en ella pobremente en la sola amistosa compañía del silencio. 

Y, también cuando sea mayor, quiero llevar un blog para escribir en él las cosas que se me vayan ocurriendo, un blog parecido a este que hoy cumple cien entradas.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Efemérides literarias

El 15 de noviembre de 1969 moría en Madrid Ignacio Aldecoa, que había venido al mundo en Vitoria el 24 de julio de 1925. Como Stevenson, a quien admiraba, vivió solo cuarenta y cuatro años, y también como Stevenson, es recordado por las historias que tan bien supo contar. (Su viuda, la también escritora Josefina R. Aldecoa, ha recordado al respecto el deseo que Ignacio expresara un día, hablando precisamente del epitafio que los indígenas de la isla de Samoa habían grabado en la tumba de Stevenson: "Así es como me gustaría que me recordaran: Ignacio Aldecoa, el narrador de historias".)
Historias que uno leyó con devoción en la adolescencia y primera juventud, no tanto las de sus novelas (El fulgor y la sangre, Con el viento solano, Gran Sol, Parte de una historia) como las de sus cuentos. Desde que cayeron en mis manos, quise ingenuamente escribir como él, y durante un largo tiempo intenté en vano imitarle.
Me gustaba lo que contaba, pero, sobre todo, la manera como lo hacía, su estilo a la vez áspero y poético -rotundos adjetivos llameando en cada página-, elaborado pero preciso y natural.
Anoto algunas expresiones que en su día subrayé: "sendas que garabateaban las laderas, arrugándolas"; "la lentitud modorrosa de un rebaño"; "gorriones vestidos de saco y lagartijas pizpiretas"; "la coz de un aire"; "abrió la ventana un poquito y entró el frío como un pájaro"; "se quedó [en la cama] jugando con las rodillas a hacer montañas y organizar cataclismos"; "La madre tomó asiento en una banqueta, recogiéndose el delantal sobre el vestido negro cosido y roto, recosido y roto, y roto"; ""El hombre que había hablado de la guerra sacó una petaca oscura, grande, hinchada y suave como una ubre"; "cascabeleó el hielo en los vasos"...
Los cuentos de Ignacio Aldecoa son un espejo en el camino de la España del medio siglo, y por ese espejo van pasando vidas y oficios, las vidas humildes y los oficios modestos de "las pobres gentes de España" para quienes la existencia es como "una espera de tercera clase", unas y otros contados con tierna crudeza y emocionada convicción.
Me vienen enseguida a la memoria algunos: Seguir de pobres, y la pobreza y desesperanza de la cuadrilla de segadores que pasan el verano lejos de su tierra para ganarse el jornal: "Al marchar a la siega / entran rencores, / trabajar para ricos, / seguir de pobres", reza la copla que canta uno de ellos; Chico de Madrid, un golfillo educado en las orillas del Manzanares, "bisojo y autodidacto, sucio y tristón"; Patio de
armas, y sus colegiales...

Y esas lecturas, junto con otras muchas, conforman mi particular prehistoria de los sueños (la historia, que viene después, es ya otro cantar), que suele tener lugar en esa época en que uno empieza a tener claro lo que quiere ser, a lo que le gustaría dedicarse, sin saber -y nadie tampoco nos lo advirtió entonces- que no valen aplazamientos, ni componendas, ni medias tintas, que un sueño no admite subterfugios ni estrategias de acomodo ni servidumbre de otros quehaceres, que si no se le atiende con dedicación plena y hasta las últimas consecuencias, el tiempo irá pasando y sin darnos cuenta llegará un día en que la vida habrá escrito ya la mitad del argumento y nosotros seguiremos aún pensando qué título ponerle a la primera página.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Efemérides literarias

El 13 de noviembre de 1850 nació en Edimburgo Robert Louis Stevenson (1850-1894). Viajó por varios países y pasó los últimos años de su vida en una isla de Oceanía, donde los nativos le conocían por el nombre de Tusitala, 'el narrador de cuentos'. Allí murió, a los 44 años, el 3 de diciembre de 1894.
Stevenson es autor de numerosas novelas, entre las que destacan La isla del tesoro (1883) y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886).
En esta última, el protagonista presenta una doble personalidad -simplificando un poco, de “bueno” y “malo”-, que va además acompañada de una transformación física, por lo que, durante buena parte del relato, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde aparecen a los ojos del lector como dos individuos distintos. El misterio que los envuelve, incomprensible incluso para sus amigos, contribuye a aumentar la tensión narrativa, llegando a crear una auténtica atmósfera de terror; hasta tal punto que, en la escena final, dos amigos del doctor Jekyll creen que este ha sido asesinado por Mr. Hyde. La escisión interior de Jekyll, el desdoblamiento de su personalidad, representa el conflicto interior del ser humano entre el bien y el mal. (Un eco de este conflicto es el que resuena también en los versos siguientes del poeta Antonio Machado:  "Busca a tu complementario, /que marcha siempre contigo, / y suele ser tu contrario".)
La isla del tesoro narra las andanzas de un grupo de aventureros que embarcan a bordo de la Hispaniola en busca de un tesoro enterrado en una isla remota por un antiguo pirata. Contada en primera persona por el más joven de los marineros, Jim Hawkins, es el ejemplo modélico de novela de acción y aventuras, con personajes inolvidables como el propio Jim, el pirata John Silver El Largo, el cocinero cojo del barco (y su loro, Capitán Flint, en homenaje al temido pirata que había enterrado el tesoro, y cuyo nombre planea sobre la tripulación a lo largo de todo el viaje), Ben Gunn, el marinero al que sus antiguos compañeros habían abandonado en la isla...
La sola mención de La isla del tesoro nos devuelve a aquellas lecturas
fervorosas, emocionadas, ingenuas y puras de la adolescencia, cuando sufríamos con los personajes, celebrábamos sus éxitos, llorábamos sus fracasos... Leíamos para entretenernos, sí, pero vivíamos en los libros la vida que soñábamos y que, estábamos seguros, jamás íbamos a tener, una vida animada y no monótona, una vida en la que los sentimientos prevalecían sobre las convenciones, la aventura sobre la rutina, la emoción sobre el tedio. En la vida de los libros había pasión, intrigas y misterios; en la de verdad, limitaciones y costumbres.
Y leíamos en cualquier sitio, y a cualquier hora: junto a la lumbre de la chimenea, en el monte con el ganado, a escondidas en las largas horas de estudio o de interminables liturgias en los internados, acurrucados bajo las mantas por la noche con una linterna...
Porque, a esa edad, leer no era -no es- una actividad pasajera, sino una ocupación absorbente, plena, entregada, devota, incondicional...
R. L. Stevenson escribió también un entrañable y simpático libro de poesía, Jardín de versos de un niño. A él pertenece este breve poema, que podría venir como anillo al dedo a lo que se acaba de decir:
    Pensamiento feliz
Está tan lleno el mundo
de misterios sin fin
que no sé cómo alguno
se puede aquí aburrir.
            (Versión de F. Beltrán y J. Subirana, Almadraba)

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Poemas breves. (Florilegio castellano II)

No sabía bien de qué escribir hoy y, espigando aquí y allá por los libros de mi biblioteca, he encontrado, escondidos entre sus páginas, estos breves poemas que se ofrecían a la vista como los frutos y el oro del otoño:

En un álbum de una señora que quería que se dijese algo acerca de la desgracia de ser mujer
¡Oh Dios! nacer mujer es triste cosa,
desventurada suerte nos rodea.
¡Ay infeliz de la que nace hermosa!
Y ¡ay infeliz de la que nace fea!
   (Carolina Coronado, 1820-1911)

Proverbios y cantares
              XLI
Bueno es saber que los vasos
nos sirven para beber;
lo malo es que no sabemos
para qué sirve la sed.

Otras canciones a Guiomar a la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena
               III
Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido.
   (Antonio Machado, 1875-1939)


El dormir es como un puente
que va del hoy al mañana.
Por debajo, como un sueño,
pasa el agua.
   (Juan Ramón Jiménez, 1881-1958, de Eternidades)

Quince monedas
  UN POETA MENOR
La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.

  EL PRISIONERO
Una lima.
La primera de las pesadas puertas de hierro.
Algún día seré libre.
   (Jorge Luis Borges, 1899-1986)

Apuntes del insomnio
1
Roe el reloj
mi corazón,
buitre no, sino ratón.
   (Octavio Paz, 1914-1998)

Crepúsculo, Alburquerque, invierno
No fue un sueño,
lo vi:
La nieve ardía.           
   (Ángel González, 1925-2008)

lunes, 9 de noviembre de 2015

Latines

No hace mucho, el corrector del word me dio el alto al escribir: no aceptaba la expresión latina in medias res ("en medio del asunto", "en mitad del argumento"), y proponía tan campante sustituirla por ‘medias reses’ (peccata minuta al fin y al cabo, debió de considerar quien lo programó).
¡Pobre latín! Lo destierran de los planes de estudio en la enseñanza, lo desdeñan en los currículos, la liturgia eclesiástica no tuvo en su día reparos en excomulgarlo y lo maltratan ahora en las redes.
O tempora!, o mores!
Por cierto que la referida expresión la ha visto uno con demasiada frecuencia escrita así, *in media res, lo que no deja de ser también un agravio, máxime teniendo en cuenta que los infractores son por regla general personas, como se decía antes, con estudios.
No es la única, sin embargo, así que aprovecho de paso la ocasión para reivindicar el buen nombre y la escritura correcta de algunas otras, descuidadas por parte de quienes recurren a ellas para, supuestamente, ennoblecer el estilo y engalanar las ideas: grosso modo ("aproximadamente", "en líneas generales", "más o menos"), y no *a grosso modo; motu proprio ("por propio movimiento", "voluntariamente"), y no *motu propio o, peor aún, *de motu propio; statu quo ("en la situación actual", "estado de cosas": 'mantener el statu quo'), y no *status quo; urbi et orbi ("a la ciudad y al mundo", aplicado a la bendición papal), y no *urbi et orbe.
Pero disculpémoslo: un lapsus linguae, y no digamos un lapsus calami, lo tiene cualquiera.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Hora de lectura. Otra vuelta de tuerca, de Henry James

La empecé la otra noche (llevaba, descuido imperdonable, desde finales de abril esperando turno en el bullicioso desorden de la mesa) y esta mañana ha vuelto a ocupar su lugar en el silencioso retiro de la estantería. Y sí, las expectativas se han cumplido, y el buen sabor de la primera vez se ha visto confirmado, incluso superado. Es lo que tienen los buenos libros, que mejoran con los años, y lo mismo les pasa a las relecturas, que segundas veces siempre fueron buenas.
Sin duda, Otra vuelta de tuerca es una lección magistral de arte narrativo, y las razones son muchas y variadas: el punto de vista, primero el de un narrador llamémosle introductorio o intermediario, y luego el de la joven institutriz protagonista, siguiendo el viejo esquema del manuscrito encontrado; el juego de la ambigüedad, que tiene en vilo al lector y le sobresalta cuando menos lo espera; la sutileza en la descripción y caracterización de personajes (un movimiento, una mirada, una palabra, un ademán...: todo es significativo); la atmósfera de misterio, ya desde la primera línea, el misterio de la acción, pero también el que envuelve a los personajes, a casi todos (el enigmático patrón, un joven dechado de la elegancia y caballero ideal que deslumbra a la candorosa institutriz, y particularmente esta misma, convertida en única voz narrativa y protagonista atormentada de los hechos, y con ella, los dos niños que tiene bajo su cargo, y los habitantes todos -incluidos los fantasmas que se aparecen- de la vieja mansión victoriana a la que llega temerosa una tarde de junio); la cadencia morosa de la frase y el bien graduado y sabio ritmo de la narración; los detalles, los matices, la dosificación del suspense, los avisos que van modulando el desarrollo de la trama, anticipándolo a veces, o dando pistas, que a lo mejor luego resultan ser inocuas... Y las ya mencionadas apariciones, leitmotiv y piedra angular del relato: ¿en verdad tienen lugar o son producto de la imaginación de la protagonista? ¿Es ella la única que las percibe, o también los niños, que, para no acongojarla, fingen lo contrario? En fin, una delicia -y si se me permite la rima inoportuna-, un festín.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Historias de andar, reales como la literatura misma

Un sueño
En la pizzería, de pie junto a la barra, escucho esta conversación entre uno de los camareros y el que aguarda a mi lado. Los dos son muy jóvenes y lucen peinado a lo gallo.
Jo, tío, cuánto tiempo... ¿Qué tal?
Pues mira, tirandillo... responde el camarero. ¿Y tú?
Psssche, así así... -contesta el otro.
¿Tienes curro?
Sí, de escoba en unos almacenes, limpiar y todo eso, tres días a la semana, y los viernes y sábados en un súper, para llevar los pedidos...
Bien, ¿no?
Es lo que hay...
El camarero acude solícito a servir una mesa y se hace una pausa.
Aunque no sé, a lo mejor un día de estos cambian las cosas... prosigue mi vecino cuando el camarero regresa.
¡Anda! ¿Y eso?
Nada, que mañana me voy a entrevistar para un curro decente, de repartidor...
¿De repartidor?
Sí, pero con una furgoneta...
¡Vaya!
Y llevándola yo, yo solo...
Más trabajo, entonces...
Me da igual, la cosa es ir a tus anchas, y conduciendo...
Bueno, si te gusta...
¡Es mi sueño! ¡No te digo nada si se cumpliera!
Puede ser...
¡El primer día en cuanto tenga un rato me doy con ella una vuelta por el barrio, para que se enteren algunos...!
El camarero, requerido en la otra punta de la barra, ensaya un gesto de disculpa.
¿Otra birra? le pregunta nada más volver, pero el interpelado se desentiende del ofrecimiento.
Oye, y tú que entiendes, dime a ver qué careto tengo que ponerme yo mañana, para entrevistarme quiero decir...


lunes, 2 de noviembre de 2015

El libro de las sorpresas

Iba a empezar diciendo que el diccionario es el libro más interesante y divertido que uno puede leer (lo de consultar es otra cosa, y mejor dejarlo para los estudiantes, los estudiosos y los pedagogos que diseñan los programas educativos, que le tienen, hablo de los últimos, una grandísima afición a este verbo, tanta como ojeriza al que se quedó ahí atrás a las puertas del paréntesis), pero rebajo la proclama, no vaya a ser que alguien no me crea: el diccionario está lleno de sorpresas y saberes curiosos.
Con la ventaja de que no es obligada la continuidad, ni se precisa seguir un orden para su lectura; mejor abrirlo al azar, picotear un poco en una página igual que hacen los pájaros cuando se alimentan y proseguir luego, hacia atrás o hacia adelante, a salto de mata, fisgando aquí y allá como quien busca un tesoro.
Descubrimos así que en él puede uno andarse por las ramas, o dormir como un tronco, o echar raíces en un sitio aun teniéndolas por nacimiento en otro que esté en el quinto pino, o ser de buena o pura cepa, o echar leña al fuego de una conversación (hay asimismo quien la hace del árbol caído), o ser un ciruelo, o estar en la higuera, o caerse del guindo, o pedirle peras al olmo, o dormirse en los laureles... ¡Verdades todas como la copa de un pino!
También, que tenga uno pájaros en la cabeza (incluso pueden ser muchos, o que sea la propia cabeza la que se distraiga buscándolos), o matar dos de una pedrada o de un tiro, o cargar con el mochuelo, o marear la perdiz, o pelar la pava, o estar en la edad del pavo, o andar como gallina en corral ajeno (acostarse con las gallinas es igualmente posible), o sentirse como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando, o pagar el pato, o contentarse con el chocolate del loro, o ser un mirlo blanco, que ya es raro...
Por hablar solo de los árboles y las aves.