Miguel Hernández
nació en Orihuela (Alicante) en 1910. De familia campesina, fue pastor de
cabras en su niñez, pero ya a los dieciséis años escribe sus primeros versos,
fruto de la lectura de los clásicos. En 1934 se trasladó a Madrid, donde hizo
amistad con Pablo Neruda y otros poetas. Durante la guerra civil se alistó como
voluntario del lado republicano. Al terminar la guerra fue encarcelado, y en la
cárcel de Alicante murió, de tuberculosis, el 28 de marzo de 1942.
De su obra poética
destacan tres libros:
El rayo que no
cesa (1936), expresión ya de los temas y procedimientos más
personales: el amor, visto como un deseo insatisfecho, como un cuchillo que no
deja de hundírsele en el corazón; la vida, amenazada por el "rayo" de
la muerte, del dolor y de la pena. Todos los poemas están traspasados de
pasiones intensas y sentimientos arrebatados.
Viento del
pueblo (1937), escrito durante la guerra (algunos de los poemas fueron
compuestos para ser recitados en las trincheras), inicia un tipo de poesía
social, reflejo de sus ideas políticas de compromiso con la causa popular. El
cambio temático se corresponde con un lenguaje más simplificado. Una muestra de
ello es El niño yuntero, que
"nace, como la herramienta, / a los golpes destinado" y a vivir
uncido al duro trabajo de labrar la tierra con una yunta:
Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.
Cancionero y
romancero de ausencias (1938-1941), que recoge los poemas escritos en la
cárcel. Es una poesía de versos cortos y con un lenguaje depurado, sobre temas
entrañables y dolorosos para el autor: el amor a la esposa y al hijo ausentes,
la nostalgia de la vida campesina, la guerra... A este libro pertenece uno de sus
poemas más conocidos, Nanas de la cebolla,
cuya dedicatoria, que estremece, dice así:
Dedicadas a su hijo, a raíz de
recibir una carta de su mujer en la que le decía que no comía más que pan y
cebolla.
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te traigo la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en tus ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que mi alma al oírte
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea. [...]
La "mujer
morena" alude sin duda a Josefina Manresa, con la que se había casado en
marzo de 1937, y el hijo al que está dedicado el poema es Manuel Miguel, nacido
en enero de 1939 (el primero, Manuel Ramón, había muerto a los pocos meses de
nacer). Y la cárcel que se menciona era la de Sevilla, la primera en que estuvo
preso tras ser detenido en al terminar la guerra. Pasó luego por otras, entre
ellas la de Palencia, adonde llegó en septiembre de 1940.
En mi novela Ver nevar me permití recrear su estancia
allí y la honda impresión que dejó en el protagonista, con quien compartía
nombre, oficio y aficiones:
Tengo estos huesos hechos al frío de
tanto como pasé en aquella cárcel húmeda y oscura de Palencia.
Pero allí aprendí lo que es el frío de
verdad, que no es el que viene del aire sino el que sale de las entrañas mismas
de la tierra.
Que se lo pregunten si no al pobre poeta que
trajeron preso una tarde amarilla de otoño. Creo que fue el segundo año de
estar yo allí, en mil novecientos cuarenta si la memoria no me engaña [...]
Llegó encogido y tan triste que todos al
verle nos quedamos, no sé por qué, en silencio y le compadecimos, y eso que a
ninguno de los que allí estábamos nos faltaban motivos para sentir lo mismo
hacia nosotros mismos a cada instante.
Tosía y escupía sangre y apenas salía de
la celda como no fuera algunos ratos que lucía el sol para arrugarse en un
rincón del patio, tapado siempre con una manta vieja y desgastada de la que
nunca se separaba. Hablaba poco, y parecía mirarlo todo como desde lejos y con un infinito cansancio en los ojos, unos
ojos grandes y oscuros en los que parecía que llevaba todas las penas del
mundo.
Si supimos que era poeta y que había
escrito libros no fue porque él nos lo dijera. Lo que sí nos dijo fue que tenía
un hijo pequeño al que hacía mucho tiempo que no veía, lo mismo que a su mujer,
y preguntaba si no habría entre nosotros alguno que tuviera familia allí en
Palencia que pudiera alojarlos a los dos unos días.
-Aquí en Castilla hay mucho pan –decía–
y mi Josefina podría ganarse la vida de modista.
Un día, al fin, después de mucho
dudarlo, porque, aunque allí dentro fuéramos los dos iguales, yo no podía dejar
de pensar que él era un poeta que había escrito libros, me atreví a hablarle.
Estaba en el patio, hecho un ovillo al
sol, tapado con la manta como de costumbre, y escribiendo una carta. Yo también
había escrito cartas los primeros días de estar allí, pero nunca, ni tampoco
después, recibí ninguna, solo la de mi hermana muchos años más tarde para
decirme que mi padre había muerto. A él, en cambio, lo sabíamos todos, sí le
contestaban, y enseguida le envidié por eso.
-¿Cómo te llamas? –me preguntó con una
voz apagada y ronca.
-Miguel.
-Como yo.
-Sí.
Quería decirle que yo también había
escrito algunas poesías, todas a Martina, como seguramente él se las había
escrito a su mujer, y que me gustaba mucho leer, aunque allí apenas pudiera
hacerlo porque no tenía libros, y que de más joven, desde los últimos años de
la escuela, había soñado con hacerme algún día poeta y escritor, y que solo por
culpa de la guerra y de la cárcel no lo había sido hasta entonces. Pero allí
delante de él todas las palabras se me fueron borrando de la cabeza y no supe
cómo volver a ponerlas claras y en orden.
Nos quedamos los dos un largo rato en
silencio, él sin dejar de escribir y yo escuchando cómo la pluma rasgaba en
apretados surcos el papel.
-¿Eras soldado? –me preguntó después.
-Sí –le respondí.
-¿Y antes de ser soldado?
-Pastor.
Pareció animarse al oír aquella palabra,
pues dejó de escribir y me miró.
-Yo también fui pastor.
De lo hondo de sus ojos oscuros y
grandes salió una luz que venía de muy adentro, un resplandor húmedo que brilló
un momento antes de desaparecer anegado por el estruendo de la tos.
Fueron las últimas palabras que le oí,
porque a los pocos días le trasladaron a otra prisión.