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jueves, 30 de marzo de 2017

Efemérides literarias


Miguel Hernández nació en Orihuela (Alicante) en 1910. De familia campesina, fue pastor de cabras en su niñez, pero ya a los dieciséis años escribe sus primeros versos, fruto de la lectura de los clásicos. En 1934 se trasladó a Madrid, donde hizo amistad con Pablo Neruda y otros poetas. Durante la guerra civil se alistó como voluntario del lado republicano. Al terminar la guerra fue encarcelado, y en la cárcel de Alicante murió, de tuberculosis, el 28 de marzo de 1942.
De su obra poética destacan tres libros:
El rayo que no cesa (1936), expresión ya de los temas y procedimientos más personales: el amor, visto como un deseo insatisfecho, como un cuchillo que no deja de hundírsele en el corazón; la vida, amenazada por el "rayo" de la muerte, del dolor y de la pena. Todos los poemas están traspasados de pasiones intensas y sentimientos arrebatados.
Viento del pueblo (1937), escrito durante la guerra (algunos de los poemas fueron compuestos para ser recitados en las trincheras), inicia un tipo de poesía social, reflejo de sus ideas políticas de compromiso con la causa popular. El cambio temático se corresponde con un lenguaje más simplificado. Una muestra de ello es El niño yuntero, que "nace, como la herramienta, / a los golpes destinado" y a vivir uncido al duro trabajo de labrar la tierra con una yunta:

              Lo veo arar los rastrojos,    
            y devorar un mendrugo,          
            y declarar con los ojos          
            que por qué es carne de yugo.

Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941), que recoge los poemas escritos en la cárcel. Es una poesía de versos cortos y con un lenguaje depurado, sobre temas entrañables y dolorosos para el autor: el amor a la esposa y al hijo ausentes, la nostalgia de la vida campesina, la guerra... A este libro pertenece uno de sus poemas más conocidos, Nanas de la cebolla, cuya dedicatoria, que estremece, dice así:
            Dedicadas a su hijo, a raíz de recibir una carta de su mujer en la que le decía que no comía más que pan y cebolla.

              La cebolla es escarcha
            cerrada y pobre.
            Escarcha de tus días
            y de mis noches.
            Hambre y cebolla,
            hielo negro y escarcha
            grande y redonda.
              En la cuna del hambre
            mi niño estaba.
            Con sangre de cebolla
            se amamantaba.
            Pero tu sangre,
            escarchada de azúcar,
            cebolla y hambre.
              Una mujer morena
            resuelta en luna
            se derrama hilo a hilo
            sobre la cuna.
            Ríete, niño,
            que te traigo la luna
            cuando es preciso.
              Alondra de mi casa,
            ríete mucho.
            Es tu risa en tus ojos
            la luz del mundo.
            Ríete tanto
            que mi alma al oírte
            bata el espacio.
              Tu risa me hace libre,
            me pone alas.
            Soledades me quita,
            cárcel me arranca.
            Boca que vuela,
            corazón que en tus labios
            relampaguea. [...]

La "mujer morena" alude sin duda a Josefina Manresa, con la que se había casado en marzo de 1937, y el hijo al que está dedicado el poema es Manuel Miguel, nacido en enero de 1939 (el primero, Manuel Ramón, había muerto a los pocos meses de nacer). Y la cárcel que se menciona era la de Sevilla, la primera en que estuvo preso tras ser detenido en al terminar la guerra. Pasó luego por otras, entre ellas la de Palencia, adonde llegó en septiembre de 1940.
En mi novela Ver nevar me permití recrear su estancia allí y la honda impresión que dejó en el protagonista, con quien compartía nombre, oficio y aficiones:

Tengo estos huesos hechos al frío de tanto como pasé en aquella cárcel húmeda y oscura de Palencia.
Pero allí aprendí lo que es el frío de verdad, que no es el que viene del aire sino el que sale de las entrañas mismas de la tierra.
 Que se lo pregunten si no al pobre poeta que trajeron preso una tarde amarilla de otoño. Creo que fue el segundo año de estar yo allí, en mil novecientos cuarenta si la memoria no me engaña [...]
Llegó encogido y tan triste que todos al verle nos quedamos, no sé por qué, en silencio y le compadecimos, y eso que a ninguno de los que allí estábamos nos faltaban motivos para sentir lo mismo hacia nosotros mismos a cada instante.
Tosía y escupía sangre y apenas salía de la celda como no fuera algunos ratos que lucía el sol para arrugarse en un rincón del patio, tapado siempre con una manta vieja y desgastada de la que nunca se separaba. Hablaba poco, y parecía mirarlo todo como desde lejos y  con un infinito cansancio en los ojos, unos ojos grandes y oscuros en los que parecía que llevaba todas las penas del mundo.
Si supimos que era poeta y que había escrito libros no fue porque él nos lo dijera. Lo que sí nos dijo fue que tenía un hijo pequeño al que hacía mucho tiempo que no veía, lo mismo que a su mujer, y preguntaba si no habría entre nosotros alguno que tuviera familia allí en Palencia que pudiera alojarlos a los dos unos días.
-Aquí en Castilla hay mucho pan –decía– y mi Josefina podría ganarse la vida de modista.
Un día, al fin, después de mucho dudarlo, porque, aunque allí dentro fuéramos los dos iguales, yo no podía dejar de pensar que él era un poeta que había escrito libros, me atreví a hablarle.
Estaba en el patio, hecho un ovillo al sol, tapado con la manta como de costumbre, y escribiendo una carta. Yo también había escrito cartas los primeros días de estar allí, pero nunca, ni tampoco después, recibí ninguna, solo la de mi hermana muchos años más tarde para decirme que mi padre había muerto. A él, en cambio, lo sabíamos todos, sí le contestaban, y enseguida le envidié por eso.
-¿Cómo te llamas? –me preguntó con una voz apagada y ronca.
-Miguel.
-Como yo.
-Sí.
Quería decirle que yo también había escrito algunas poesías, todas a Martina, como seguramente él se las había escrito a su mujer, y que me gustaba mucho leer, aunque allí apenas pudiera hacerlo porque no tenía libros, y que de más joven, desde los últimos años de la escuela, había soñado con hacerme algún día poeta y escritor, y que solo por culpa de la guerra y de la cárcel no lo había sido hasta entonces. Pero allí delante de él todas las palabras se me fueron borrando de la cabeza y no supe cómo volver a ponerlas claras y en orden.
Nos quedamos los dos un largo rato en silencio, él sin dejar de escribir y yo escuchando cómo la pluma rasgaba en apretados surcos el papel.
-¿Eras soldado? –me preguntó después.
-Sí –le respondí.
-¿Y antes de ser soldado?
-Pastor.
Pareció animarse al oír aquella palabra, pues dejó de escribir y me miró.
-Yo también fui pastor.
De lo hondo de sus ojos oscuros y grandes salió una luz que venía de muy adentro, un resplandor húmedo que brilló un momento antes de desaparecer anegado por el estruendo de la tos.
Fueron las últimas palabras que le oí, porque a los pocos días le trasladaron a otra prisión.


lunes, 27 de marzo de 2017

Mudanzas de cocina

De las cocinas de las casas de los pueblos, me refiero, de las mudanzas que en ellas ha habido en los últimos años, y mencionaré aquí únicamente lo que se refiere al mobiliario, o, mejor dicho, a los útiles y enseres, muchos de los cuales perviven solo, ellos y sus nombres, en la memoria de quienes aún los usaron. Estos, por ejemplo:
la alacena, con estantes y empotrada en la pared, donde se guardaban los platos, tazas, pocillos...;
el almirez de bronce para machacar los ingredientes;
la artesa en que se amasaba el pan antes de cocerlo en el horno;
el azafate, canastilla para los útiles de costura;
el badil, paleta de hierro para mover y escarbar la lumbre, recoger la ceniza, etc.;
el balde, cubo de cinc con asa para recoger agua, llevar la ropa a lavar al río, etc.;
el barreño, vasija de barro o metal, sin asas, más ancha por la boca que por el asiento;
el barril, vasija de barro, de gran vientre y cuello muy estrecho, como el botijo, para guardar y beber el agua;
el candil, con su recipiente de aceite en el que se empapaba la torcida o mecha, y el gancho para colgarlo;
el cántaro, vasija grande de barro, estrecha de boca y por el pie, ancha por la barriga y con una o dos asas;
el escaño, banco de madera con respaldo;
el odre para elaborar la manteca;
la pota, recipiente de porcelana, más hondo que ancho, con tapadera y un asa lateral;
el pote, vasija de hierro, redonda y panzuda, con dos asas pequeñas a los lados y tres patas;
el pregancín o las pregancias, cadena y gancho de hierro para colgar los calderos sobre el fuego de la lumbre;
el puchero de barro, más hondo que ancho, con un asa lateral;
el tanque, recipiente cilíndrico de latón, con un asa, utilizado para llevar agua o leche;
la tartera, cazuela de barro;
las tenazas, instrumento de metal para arrastrar la leña y escarbar en la lumbre;
las trébedes, cerco de hierro con tres pies que sirve para poner al fuego sartenes u otros recipientes;
y las cocinas económicas de hierro que se pusieron de moda en los años sesenta del pasado siglo, y que se calentaban con leña o carbón.

jueves, 23 de marzo de 2017

Efemérides literarias

Stendhal, seudónimo de Henri Beyle, nació en Grenoble (Francia) el 23 de enero de 1783. En 1800 se trasladó a Milán, como subteniente del ejército de Napoleón. La vida militar le decepcionó, pero le sirvió para descubrir Italia, una experiencia que nunca olvidaría. Un año después regresó a Francia, donde intentó darse a conocer como escritor, sin conseguirlo. Su vida discurrió luego entre Italia y París, ciudad en la que murió el 23 de marzo de 1842.
Stendhal inició el camino del realismo con su novela El rojo y el negro -Le rouge et le noir, 1830-, crónica, según el autor, de las costumbres de la sociedad francesa bajo la restauración borbónica. Otra importante novela suya es La cartuja de Parma -La chartreuse de Parma, 1839-, cuya acción transcurre en Italia.
Stendhal es un maestro en el arte de hacer vívido y real un mundo imaginario -suya es la definición de la novela como "un espejo a lo largo del camino"-, particularmente en lo que respecta a los personajes, cuyo mundo interior se va perfilando a través de sus acciones y reacciones. El narrador, y tal vez sea esto lo más nuevo y original, se limita a seguirlos y anotar sus comportamientos, de los que solo ellos parecen responsables. Y los dos, narrador y lector, comparten la misma perspectiva y asisten sorprendidos o escépticos o alarmados a sus andanzas (y también, sin darse cuenta, el lector se va poco a poco contagiando de la mirada compasiva y el tono benevolente con que el narrador los contempla y acompaña).
Las dos obras antes mencionadas figuran entre las más grandes de la novela realista del XIX, y en ellas, aparte de su valor como documento histórico, tiene gran interés el estudio psicológico de los personajes. Destaca en este sentido el protagonista de Rojo y negro, Julien Sorel, prototipo del joven ambicioso, frío y calculador, capaz de servirse de todo y de todos con tal de conseguir sus aspiraciones.
Hijo de un carpintero, Julien Sorel entra como preceptor de los hijos de la rica familia Rênal, pero los rumores de su relación amorosa con la señora de la casa hacen que sea despedido. Empieza entonces sus estudios en el seminario para ser un día sacerdote, que es la carrera que siempre se había pensado para él y que llevaba aparejado el uso del traje negro, opuesto al rojo de la milicia, en el que tal vez en otro tiempo hubiera podido triunfar: de ahí el título de la novela.
El protagonista de La cartuja de Parma es el joven Fabricio del Dongo, que, entusiasmado por la personalidad de Napoleón, decide unirse a su ejército.
Uno de los episodios más célebres de esta novela es la descripción de la batalla de Waterloo, en la que, aturdido y confuso, Fabricio toma parte.

[…] Pero el estruendo fue tal en ese instante que Fabricio no pudo contestarle. Hemos de confesar que nuestro héroe era muy poco heroico en este momento. Sin embargo, no era el miedo lo que en él predominaba; estaba escandalizado principalmente por ese ruido que le hacía daño en los oídos. La escolta [del mariscal] empezó a galopar atravesando un gran campo labrado situado más allá del canal; este campo estaba lleno de cadáveres.
-¡Uniformes rojos! ¡Uniformes rojos! -gritaban alegres los húsares de la escolta.
Fabricio no entendía nada al principio; pero por fin observó que, en efecto, casi todos  los cadáveres estaban vestidos de rojo. Algo en ellos le hizo estremecerse de horror: muchos de aquellos infelices vivían aún y gritaban pidiendo auxilio; pero nadie se detenía a socorrerlos. Nuestro héroe, muy humano, se tomaba un enorme trabajo para que su caballo no pisara a ninguno de aquellos soldados de uniforme rojo. La escolta se detuvo; Fabricio, que no prestaba atención bastante a su deber de soldado, seguía galopando, mientras miraba a un desgraciado herido. […]
 “¡Ah!, ya estoy por fin en pleno fuego”, se dijo. “He visto el fuego”, repetía con satisfacción. “Ya soy un verdadero militar”. Iba entonces la escolta a galope tendido, y nuestro héroe se dio cuenta de que lo que levantaba la tierra por todas partes eran las balas de cañón. Por más que aguzaba la vista para ver de dónde venían aquellas balas, no veía más que el humo blanco de la batería a una enorme distancia, y, en medio del estruendo constante  de los cañonazos, creyó oír descargas mucho más cercanas. No entendía nada. […] El mariscal se detuvo y volvió a mirar con el catalejo. Esta vez Fabricio pudo contemplarlo a su gusto; le pareció muy rubio, con una cabeza gruesa y rojiza. “No tenemos en Italia caras como esta”, pensaba. “Nunca yo, tan pálido y con mi pelo castaño, seré así”, siguió pensando entristecido. Y para él significaban estas palabras: “Nunca seré yo un héroe”. Luego miró a los húsares: excepto uno, todos tenían bigotes rubios. Al mirarlos, ellos le miraron a él, y esta mirada le hizo ruborizarse. Para poner fin a su desazón, volvió la cabeza hacia el enemigo. […]
Después de atravesar con todos los demás un pequeño canal, se encontró Fabricio al lado de un sargento de húsares que tenía cara de buena persona. “A este voy a hablarle, se dijo, y así quizá dejarán de mirarme”. Meditó largo tiempo.
-Señor, es la primera vez que asisto a una batalla –dijo por fin al sargento-;  pero ¿es esto una verdadera batalla?
-Pues claro. Y usted, ¿quién es?

lunes, 20 de marzo de 2017

Escenas de la vida cotidiana

Ese niño solo en el parque, sin nadie con quien jugar, vigilado de lejos por una mujer ajena a él ensimismada en su móvil que se contenta con mirarle de vez en cuando... Le vienen grande los pantalones y la camisa, le vienen grandes también los ojos, aunque no como a esos niños que salen a veces en los periódicos, refugiados de la guerra o víctimas inocentes del hambre y la miseria...
Ese anciano que camina con pasos muy cortos apoyado en un bastón y de tan frágil como se siente va mirando a todas partes, de miedo a que venga alguien y se le cruce de repente o le empuje y le haga caer...
Ese perro que ha sacado a pasear a su dueño y le obliga a dar vueltas sin parar; el perro va oliendo la tierra y el dueño atado a la correa le sigue obediente como un esclavo...
Ese hombre que levanta la tapa de los contenedores y asomado a ellos revuelve dentro con un palo...

jueves, 16 de marzo de 2017

Pájaro

Veo desde esta rama
que me estás escuchando:
¿lo harías si supieras
que para ti no canto?

Adivino además
lo que estarás pensando:
cómo, sin saber reglas,
cantan así los pájaros.

Mas no ocupes el tiempo,
pues será malgastarlo,
en buscar las razones
que expliquen tal milagro.

Sigue así como estabas
leyendo embelesado
y no alces la mirada
a la copa del árbol.

No pienses más en mí
y vuelve a tus cuidados,
pues nunca entenderás
a un mirlo enamorado.

                        (De Cien lecciones de cosas)


Aunque enamorado, o quizá por eso, el que así razonaba bien podía pertenecer a la especie del pájaro solitario de que hablaba san Juan de la Cruz. En sus comentarios al Cántico espiritual, enumera las propiedades de dicho pájaro, que son, según él, estas cinco: "La primera, que ordinariamente se pone en lo más alto [...] La segunda, que siempre tiene vuelto el pico hacia donde viene el aire [...] La tercera es que ordinariamente está solo y no consiente otra ave alguna junto a sí [...] La cuarta propiedad es que canta muy suavemente [...] La quinta es que no es de algún determinado color".

lunes, 13 de marzo de 2017

Historias de andar, reales como la literatura misma

El rincón de los pobres
Están los tres acodados en la barra y tienen el gesto cansino y un mirar perezoso y cabizbajo. Reconcentrados como parecen en su acendrada camaradería, vuelven sin embargo la cabeza en cuanto se oye el ruido de la puerta y escrutan de refilón y con desgana al que acaba de entrar. Aprovechan entonces para afianzarse en el taburete, echar un vistazo a la calle y verificar complacidos el estado de calma general en el local.
También para beber otro trago, y lo hacen los tres directamente del botellín.
–No contamos para nada.
–Querrás decir que no cuentan con nosotros.
–Nos llaman cuando les apetece para votar y hala, ya no vuelven a acordarse de que existimos. Y mientras tanto, ellos haciendo lo que les da la gana...
–Eso es. ¡Y aparentando que se preocupan! ¡Como si no supiéramos que lo hacen porque ese es su papel, de lo que viven!
–Nada, que no se nos tiene en cuenta.
A una seña perentoria del último en hablar, el camarero les sirve otra ronda. Desdeñan los tres el vaso que les ha puesto y blanden al unísono con soltura el botellín.
–Si no es con Trump es con Putin, y si no es con Putin es con el Brexit, o con lo que sea, da igual, el caso es meter miedo...
–Y tenerla entretenida...
–Sí, también.
–Con el fútbol, por ejemplo. O con la televisión, o con lo que se les antoje... ¡Venga a hacer ruido!
–La cuestión es que no pensemos en otra cosa. El fútbol, la política, los líos de los partidos, la televisión, los móviles y hasta el internet, todo con tal de amodorrar al personal...
–¡Cortinas de humo!
–Y la gente, hale, siguiéndoles el rollo...
–Y cayendo en la trampa como moscas.
–¡A ver, si nos están aturullando todo el día!
–Y encima nos creemos informados... Si solo nos cuentan lo que les interesa, si no sabemos de la misa la mitad...
–Eso lo vengo diciendo yo desde hace mucho tiempo. Que nos engañan, que las cosas importantes no nos las dicen, que de lo que se cuece de verdad en el horno no nos llega más que el olor...
–A chamuscado casi siempre...
Entra una cuadrilla y se vuelven los tres a la vez. Recompuesto el orden, y tras unos momentos de silencio, reanudan la conversación, la voz y el tono un poco más apesadumbrados y no tan ligeros en aportar cada cual su razonamiento o su opinión.
–¿Y qué nos queda, a los pobres?
–Nada, conformarnos solo.
–Y apañárnoslas cada uno en su rincón. El rincón de los pobres como lo llamo yo.
–Pero eso es lo que quieren...
–Ya, ya...
–Que les dejemos las manos libres...
–Sí, y qué podemos hacer si no...
–No sé, no sé, pero si todos hacemos eso, quedarnos en un rincón como tú dices...
–Es que no nos queda otra.

jueves, 9 de marzo de 2017

Diccionario de un leído de aldea

anacronismo. Un monje hablando por el móvil en el claustro del monasterio.
analogía. Correspondencia, parecido o semejanza entre dos cosas; por ejemplo, la que establecía la filosofía antigua entre la sangre del cuerpo humano y los ríos, la vejiga y los lagos, el recto (con los humores viscerales) y los mares.
andar. 1 Andando, siempre andando, el modo más limpio de ir a los sitios, la manera más entretenida de ver pasar las cosas y la vida. 2 Andar, ir, marcharse… Acaso sea esa la única meta, el único fin, el único destino de todos los viajes, incluido el de la vida.
andarín, na / andariego, ga. Dan ganas de salir a los caminos, para que le apliquen a uno cualquiera de esas dos palabras.
ángel. 1 Cuando en una conversación se hace de repente un silencio completo es que pasa uno. 2 Tienen por oficio y ministerio venir a la tierra con los mensajes del cielo, pero no a la inversa, que para eso está el rezar, motivo por el cual vuelven habitualmente de vacío. año. No son los años los que hacen daño.
apacentarse. Alimentarse en paz.
aparente. Apropiado, adecuado: ‘Tenía una cachava la mar de aparente para andar caminos’.
apicultor. Según la tradición, el apicultor, la noche anterior a la recogida de la miel, no puede estar con una mujer.
aprender. “A ver qué aprendo hoy”, se decía a sí mismo todas las mañanas al despertar, y con esta idea en la cabeza salía airoso de casa. Y volvía por las tardes pensando que tenía que poner por escrito todo lo que la vida le había enseñado, que unos días era mucho y otros, poco. (Pero le solía ocurrir que, al coger la pluma, se daba cuenta de que lo había olvidado casi todo.)
aquí. ¿Qué hacemos aquí que no estamos en otra parte?, dijo alguien.
arándano. 1 Tesoro morado de la memoria infantil oculto entre brezales. 2 No todo el monte es arándano.
árbol. 1 Seccionamos con saña su corazón cuando lo cortamos, y no se queja. 2 De los seres vivos, el más indefenso y el que no se protege ni ataca (solo y tímidamente el acebo, el rosal silvestre y el espino albar) cuando se le hace daño o se le hiere.
arder. Arder en un deseo, no importa cuál sea.
ardilla. Le arde la cola, de ahí su nombre.
armario. En su origen, donde se guardaban las armas. 
armonía. La que, espontáneamente y sin previa elaboración, forma la ropa tendida al sol.
arquitectura. Ninguna más innovadora y original, ninguna que haga tantas probaturas y ensaye tantos estilos como la del humo cuando sale de la chimenea.
arrebol. Preciosos los del rostro y los del atardecer en las nubes: “arreboles, mañanas son con flores”.
arriscado, da. ¡Qué arriscado o arriscada!, se dice de la persona de apariencia gallarda y temperamento simpático. 

lunes, 6 de marzo de 2017

Retrato

Quiso una vez un hombre hacerse un retrato y acudió con ese fin al diccionario. Anduvo arriba y abajo por todas las letras sin saltarse ni una sola página y resultó que era afable, bondadoso, confiado, decidido, educado, fiel, generoso, humilde, ingenuo, jovial, laborioso, metódico, noble, obediente, pacífico, reservado, simpático, tolerante, valiente y algo zumbón.
Se puso al principio muy contento, pero le dio al cabo por pensar que también algún defecto tendría que tener aunque fueran pocos, conque volvió otra vez al diccionario a ver si le sacaba alguno, y después de recorrerlo de nuevo de una punta a la otra leyó que era adusto, bruto, chismoso, díscolo, engreído, fanfarrón, gandul, huraño, irritable, jactancioso, lenguaraz, malicioso, negligente, ñoño, obstinado, presumido, quimerista, rebelde, suspicaz, testarudo, ufano, voluble y zascandil.
Hizo un tercer y último intento, del que salió más confuso todavía, pues por él supo que era además arisco y zalamero, resuelto y pusilánime, sociable y retraído, apático y vehemente, magnánimo y mezquino, apacible y pendenciero, animoso y apocado, torpe y avispado, cuerdo y tarambana, dócil y desvergonzado, crédulo y desconfiado, candoroso y guasón, nervioso y cachazudo, discreto y locuaz, insolente y comedido, amable y desabrido, escrupuloso y descuidado, excéntrico y juicioso, ecuánime y fanático, hacendoso y holgazán, indeciso y audaz, miedoso y osado, modoso y descortés, prudente y temerario, quisquilloso y despreocupado, tímido y descarado, terco y comprensivo, taciturno y parlanchín, inconstante y tenaz.