Stendhal, seudónimo de Henri
Beyle, nació en Grenoble (Francia) el 23 de enero de 1783. En 1800 se
trasladó a Milán, como subteniente del ejército de Napoleón. La vida militar le
decepcionó, pero le sirvió para descubrir Italia, una experiencia que nunca
olvidaría. Un año después regresó a Francia, donde intentó darse a conocer como
escritor, sin conseguirlo. Su vida discurrió luego entre Italia y París, ciudad
en la que murió el 23 de marzo de 1842.
Stendhal
inició el camino del realismo con su novela El
rojo y el negro -Le rouge et le noir, 1830-, crónica, según el
autor, de las costumbres de la sociedad francesa bajo la restauración
borbónica. Otra importante novela suya es La
cartuja de Parma -La chartreuse de Parma, 1839-, cuya acción
transcurre en Italia.

Las
dos obras antes mencionadas figuran entre las más grandes de la novela realista
del XIX, y en ellas, aparte de su valor como documento histórico, tiene gran
interés el estudio psicológico de los personajes. Destaca en este sentido el
protagonista de Rojo y negro, Julien Sorel, prototipo del joven
ambicioso, frío y calculador, capaz de servirse de todo y de todos con tal de
conseguir sus aspiraciones.
Hijo
de un carpintero, Julien Sorel entra como preceptor de los hijos de la rica
familia Rênal, pero los rumores de su relación amorosa con la señora de la casa
hacen que sea despedido. Empieza entonces sus estudios en el seminario para ser
un día sacerdote, que es la carrera que siempre se había pensado para él y que
llevaba aparejado el uso del traje negro, opuesto al rojo de la milicia, en el
que tal vez en otro tiempo hubiera podido triunfar: de ahí el título de la
novela.
El protagonista de La
cartuja de Parma es el joven Fabricio del Dongo, que, entusiasmado por la
personalidad de Napoleón, decide unirse a su ejército.
Uno de los episodios más célebres de esta novela es la
descripción de la batalla de Waterloo, en la que, aturdido y confuso, Fabricio
toma parte.
[…]
Pero el estruendo fue tal en ese instante que Fabricio no pudo contestarle.
Hemos de confesar que nuestro héroe era muy poco heroico en este momento. Sin
embargo, no era el miedo lo que en él predominaba; estaba escandalizado
principalmente por ese ruido que le hacía daño en los oídos. La escolta [del
mariscal] empezó a galopar atravesando un gran campo labrado situado más allá
del canal; este campo estaba lleno de cadáveres.
-¡Uniformes
rojos! ¡Uniformes rojos! -gritaban alegres los húsares de la escolta.
Fabricio
no entendía nada al principio; pero por fin observó que, en efecto, casi
todos los cadáveres estaban vestidos de
rojo. Algo en ellos le hizo estremecerse de horror: muchos de aquellos
infelices vivían aún y gritaban pidiendo auxilio; pero nadie se detenía a
socorrerlos. Nuestro héroe, muy humano, se tomaba un enorme trabajo para que su
caballo no pisara a ninguno de aquellos soldados de uniforme rojo. La escolta
se detuvo; Fabricio, que no prestaba atención bastante a su deber de soldado,
seguía galopando, mientras miraba a un desgraciado herido. […]
“¡Ah!, ya estoy por fin en pleno fuego”, se
dijo. “He visto el fuego”, repetía con satisfacción. “Ya soy un verdadero
militar”. Iba entonces la escolta a galope tendido, y nuestro héroe se dio
cuenta de que lo que levantaba la tierra por todas partes eran las balas de
cañón. Por más que aguzaba la vista para ver de dónde venían aquellas balas, no
veía más que el humo blanco de la batería a una enorme distancia, y, en medio
del estruendo constante de los cañonazos,
creyó oír descargas mucho más cercanas. No entendía nada. […] El mariscal se
detuvo y volvió a mirar con el catalejo. Esta vez Fabricio pudo contemplarlo a
su gusto; le pareció muy rubio, con una cabeza gruesa y rojiza. “No tenemos en
Italia caras como esta”, pensaba. “Nunca yo, tan pálido y con mi pelo castaño,
seré así”, siguió pensando entristecido. Y para él significaban estas palabras:
“Nunca seré yo un héroe”. Luego miró a los húsares: excepto uno, todos tenían
bigotes rubios. Al mirarlos, ellos le miraron a él, y esta mirada le hizo ruborizarse.
Para poner fin a su desazón, volvió la cabeza hacia el enemigo. […]
Después
de atravesar con todos los demás un pequeño canal, se encontró Fabricio al lado
de un sargento de húsares que tenía cara de buena persona. “A este voy a
hablarle, se dijo, y así quizá dejarán de mirarme”. Meditó largo tiempo.
-Señor,
es la primera vez que asisto a una batalla –dijo por fin al sargento-; pero ¿es esto una verdadera batalla?
-Pues claro. Y usted, ¿quién es?
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