El Pla de la Calma
Me
apeo del tren en la estación de Sant Martí de Centelles y voy derecho al Ayuntamiento.
Está
vacío a estas horas de la mañana y me atienden enseguida. Pregunto por la ruta
que sube al Pla de la Calma, si tienen algún mapa o algún folleto.
–No,
lo siento –se disculpa la funcionaria después de consultar a un compañero que
ni siquiera ha levantado la vista de los papeles que está leyendo.
–La
ruta del GR-5, lo leí en una guía –les informo con toda humildad–, y que sale
del barrio de l'Avencó, junto a un restaurante...
–Ah,
sí, ya sé dónde dice –asiente con la mejor de las sonrisas la funcionaria, que
vuelve la vista hacia su compañero en busca de ayuda y corroboración. Ni una ni
otra cosa obtiene, pues sigue él ensimismado en su labor.
–Entonces
podrá indicarme...
–Pero,
mire –me interrumpe ella muy amablemente–, vaya mejor a preguntar a la oficina
de turismo de Aiguafreda... Allí le informarán.
–¿Aiguafreda?
–Sí,
es el pueblo de al lado, no tiene más que bajar por esta misma calle y pasar el
río. Está ahí mismo.
En
efecto, solo el río separa a los dos pueblos, tendido el de Sant Martí de
Centelles en la ladera de la izquierda, y el de Aiguafreda en la de la derecha.
El río se pasa por el Pont de l'Abella, un magnífico puente de piedra con arcos
de hechura neoclásica que está ahora ahogado literalmente por la autopista que
cruza por encima. Hasta da un poco de miedo atravesarlo si se mira hacia
arriba, con las enormes vigas de hierro y hormigón a pocos metros de la cabeza.
Sigo
las indicaciones y no tardo en dar con la oficina de turismo. Pero, ay, está
cerrada. Y en los mapas que hay pegados en las cristaleras, ni rastro de la
ruta que busco. No me queda más remedio que probar en el ayuntamiento, el de
Aiguafreda (la funcionaria del de Sant Martí de Centelles lo ha dejado bien
claro: son dos pueblos, cada uno con su propio ayuntamiento). Lo descarto, sin
embargo. Si en uno no tenían información, por qué iba a ser diferente en el
otro.
Y
lo del poeta, mejor no haberlo sacado a relucir, aunque a punto estuviera de
hacerlo (la candorosa sonrisa de la
funcionaria me disuadió): que Joan Maragall era muy aficionado a visitar el
Montseny, al que ascendía por el sendero que va desde el pueblo de Aiguafreda
hasta el Pla ('Llano') de la Calma, y que allí, en una masía, la de La Figuera,
se reunía, a principios del pasado siglo XX, con un grupo de intelectuales y
artistas. Lo leí en la misma guía a la que hice mención en el ayuntamiento, una
guía de rutas literarias, y también, y fue lo que más me llamó la atención (y
casi podría decirse que el motivo principal por el que hoy he venido aquí), que
el poeta hacía el camino a lomos de un burro.
Los
poetas, tan amigos de los burros, Juan Ramón Jiménez y Platero, Tomás de
Iriarte y su burro flautista, Stevenson y Modestine, la burra en la que viajó
por el sur de Francia... Pero quién se acuerda hoy de los poetas, que ya no
tienen predicamento, y de los burros, que solo salen en las fábulas antiguas, y
ni eso siquiera porque casi nadie las lee, tampoco los niños en las escuelas...
Conque cómo van a ocuparse de ellos, de los poetas y de los burros, y mucho
menos en los ayuntamientos.
Y
en estas figuraciones llego al fin al restaurante que figuraba en la guía como
punto de partida. Está también cerrado, y no se ve a nadie en las
inmediaciones. Se conservan allí a escasos metros unos pous de glaç (pozos de hielo), que son unas construcciones
cilíndricas de piedra en las que se almacenaba el hielo recogido durante el
invierno, hielo natural que, convenientemente troceado, se comercializaba luego
en los meses de calor. Me detengo a observarlos un buen rato, en espera de que
aparezca alguien a quien preguntar.
No
encuentro la señal del GR-5, ni ninguna otra indicación, de modo que opto por
la solución más fácil: seguir el camino que, tras bordear un camping, asciende
por la ladera de la izquierda, que parece la más propicia, pues es la única
soleada.
Tampoco
el camping da señales de vida, ni el camino, que discurre solitario por la
hondonada. Hay un desvío señalizado a la derecha hacia unas canteras, y poco
después, en una encrucijada, un cartel admonitorio que reza así: Zona de
adiestramiento de perros de caza. Pero no se oyen ladridos, ni disparos de
escopeta, ni nada.
El
camino, ancho y espacioso, con las roderas de algún vehículo bien marcadas en
los sitios más húmedos, asciende a continuación serpenteando por la ladera. Tras
los primeros repechos, que son duros y empinados, llega el sol, una delicia a
estas horas. Y el canto tímido y esporádico de algún pájaro mañanero, y las
vistas del valle allá abajo, y la repentina aparición, enfrente hacia el
mediodía, de un edificio colgado en lo más alto de un cerro –la iglesia de
Santa María de Tagamanent, lo leí en la guía–, y por todas partes el silencio.
La
vida a todo esto reclama un tentempié, que las cuestas se suceden sin parar y van
ya para dos horas de caminata.
Avisto
luego de improviso una cantera. ¿Me habré equivocado? ¿Terminará aquí el camino
su recorrido? ¿Serían roderas de camiones las que antes he visto? Hay dos
operarios trabajando a la entrada.
–¿Es
este el camino del Pla de la Calma? –les pregunto.
–Sí,
este es –me responden un tanto sorprendidos, no tanto, me parece, por la
pregunta en sí como por el hecho de verme allí.
–¿Y
falta mucho?
Se
miran los dos un instante, y me miran:
–Mucho,
mucho, no... –vuelven a mirarse–. Una hora y media hasta el Bellit –y creo
advertir en sus palabras, por el tono, como una pizca de compasión y no sé si
también de desconfianza.
¿El
Bellit han dicho? ¿Me habrán entendido bien? No recuerdo que la guía hiciera
referencia a ese término, pero no es cuestión de volver atrás para
preguntárselo, será otro nombre, el de algún otro paraje de por aquí... A lo
mejor es que han calculado mal, o tirado por lo alto... Un burro, lo bien que
iría. Y cómo cambiaría todo, lo bonito que se vería el paisaje, y lo tranquilo
que se subiría, cómodamente sentado sobre la albarda y tirando del ronzal para
que el animal no se desmandara y fuera siempre al mismo paso, cansino pero sin
desfallecer en las cuestas arriba, con un trotecillo alegre en los rellanos,
pausado y contenido siempre, que los burros son de natural apacible y manso,
poco dados a las expansiones arriesgadas, y se parecen en eso a los poetas, de
ahí las simpatías que en ellos han despertado a lo largo de la historia...
Los
recodos y revueltas no acaban nunca, y el alto que se adivina ya cercano por
entre las ramas de los árboles –encinas, robles y pinos– se aleja otra vez como
si fuera un espejismo al coronar cada repecho, y la distancia con respecto a la
iglesia colgada en el cerro que se ha convertido en punto de referencia se
mantiene invariable...
En
algunos tramos de la umbría hay pequeños charcos de agua helada, y retazos
blanquecinos por la escarcha.
La
espalda se queja de la mochila y a los pies les vendrían bien un descanso: las
dos tentaciones más comunes que el caminante experimentado suele vencer con un
poco de paciencia.
Más
trabajo cuesta rechazar la del reloj, que ha corrido más de la hora y media
advertida por los de la cantera.
Y
en estas, un claro en el monte, y el camino que se remansa y se apresta a
llegar al alto tras una leve pendiente, y la raya azul del horizonte allí mismo
al alcance de la mano confundida con el perfil del llano que se extiende
hospitalario ante la vista. Y a la izquierda, de cara al mediodía, a unos
doscientos metros escasos, una masía.
Un
indicador clavado en el suelo anuncia su nombre: El Bellit. Me acerco hasta
donde lo permite la discreción. Corretearán gallinas por delante, y se oirá a
lo mejor balar a alguna oveja, o mugir a alguna vaca. La chimenea no ahúma,
pero no es esa una señal significativa, porque la calefacción habrá desplazado
a la leña. Entonces lo distingo, asomando detrás de un tractor. Es un burro, de
color negro, y se mueve; estará entretenido con cualquier cosa, no tendrá nada
que hacer y pasará el tiempo holgazaneando por el corral.
Y
quién sabe, acaso sea un descendiente, o pariente lejano incluso, de aquel que
prestara sus servicios hace ya más de cien años al poeta Joan Maragall.
¿Y
si me acercara a la masía a preguntarlo? Pero salen a relucir los buenos
modales (y el recuerdo de la visita al ayuntamiento), y desisto.
¡El
Pla de la Calma! No hay duda: el paisaje hace honor al nombre, y la calma se
palpa con los cinco sentidos. Contribuye a ello también la mañana, una mañana
espléndida de invierno, y el cielo azul, y el aire limpísimo, todas esas cosas que
invitan a creer que un Dios bondadoso creó el mundo.
El
camino va a parar a otro, el que discurre por el llano, y en el mismo cruce
aparecen por fin las señales salvadoras, blancas y rojas, del GR-5. Si lo sigo
hacia arriba, en dirección nordeste, llegaré, se avistan ya no muy lejos, a las
cimas del Montseny. Pero temo que me engañen las distancias y opto por tomarlo
en sentido contrario, rumbo a la iglesia subida en el cerro, que es además por
donde he de volver.
El
panorama es magnífico: al norte, brillando al sol, los picos nevados del
Pirineo; al sur, difuminada un poco por una ligera neblina, la comarca del
Vallés, con la sierra de Collserola al fondo y la franja azulada del mar
cerrando el horizonte; al oeste, la serranía de Montserrat.
A
los dos lados del camino, amplias praderías tachonadas de encinas que, a tenor
de los carteles que conminan a los viandantes a llevar atados los perros, se
aprovechan todavía como pastos para el ganado.
Lo
corroboran algunos cercados al abrigo del aire del norte que a buen seguro se
construyeron en su día para servir como aprisco.
¡La
estampa bucólica que compondría ahora un rebaño que asomara por entre las
encinas, con la paz de estas soledades rota por los silbidos del pastor y el
tranquilo sonar de las esquilas!
De
frente viene una pareja joven perfectamente equipada –gorros que abrigan y dan
lustre, pantalones y anorak a juego y bien ceñidos, gafas negras con destellos azulados,
bastones de senderismo o trekking o marcha nórdica, que servidor no los
distingue...–, que me conceden un distraído saludo y prosiguen impasibles su
garboso andar.
Luego
de un suave descenso se llega a una masía, Ca l'Agustí de nombre. Situada en un
entorno idílico de verdor y silencio, y restaurada por la Diputación de
Barcelona, ofrece a los visitantes la recreación de un día en la vida campesina
del siglo XVIII.
Las
bondades del paisaje sosiegan el ánimo y las leyes y costumbres de la
naturaleza van abriendo el apetito, conque ha llegado el momento de cumplir con
uno mismo.
Busco
un lugar cómodo y apacible, y lo encuentro al pie de una encina y tras unas
piedras que lo resguardan de las indiscreciones del camino.
¡El
bocadillo, siempre agradecido y generoso, y más al aire libre que respiran las
montañas! ¿Por qué los poetas no han cantado nunca sus propiedades y virtudes, las
del bocadillo, que son tantas? ¿Cuándo se alzará una voz que lo encumbre al
lugar que se merece? Y si se han escrito odas al tomate, y a la ciruela, y al
limón y la naranja, y al maíz, y al caldillo de congrio, y a la alcachofa, y a
la cebolla, y al pan, y a las papas fritas, ¿por qué no una dedicada a ensalzar
el bocadillo?
Confortado
así por estas saludables reivindicaciones, y para escabullirme al sopor del sol
benigno del invierno, acudo al amparo del café en otra masía cercana, El Bellver,
que ofrece servicio de bar y restaurante en un altozano.
En
la entrada soy testigo de una curiosa escena, con el hostelero y un cliente
como protagonistas:
–Disculpe
que le haya hecho salir hasta aquí –oigo que dice el primero–, pero es que
dentro no tenemos internet.
–Ya,
ya me lo ha parecido –asiente el segundo.
–Por
culpa del burro, ¿sabe usted? –informa el hostelero.
–¿El
burro?
–Sí,
el burro, que nos ha roído el cable de la conexión. Allí lo escarbó –confirma,
señalando el lugar de la fechoría–, donde aquellas hierbas levantadas. ¡La
madre que lo parió!
¡Este
sí que es un burro de la misma estirpe que el del poeta! ¡Un burro que no
contento con su condición de dócil servidumbre aspira, quién sabe si como
reminiscencia de las conversaciones que oyeran sus antepasados, a las mieles
del conocimiento, y olfateando por entre las hierbas le vino alguna señal!
Pero
deben de haberlo recluido en el establo, como castigo, porque no se le ve por
ninguna parte.
De
modo que, resignado a no tener el gusto de conocerle, me tengo que conformar
con las vistas que se disfrutan desde la masía.
Que
son espectaculares, para quedarse allí un buen rato si el tiempo no apremiara.
Otro tanto sucede luego más abajo, en el punto donde confluyen la carretera que
comunica con el pueblo de Tagamanent, el desvío hacia la iglesia –un cuarto de
hora de empinada ascensión– y el GR-5. Y es una lástima, porque he de optar por
este último, que, transformado en estrecho sendero, se apresura de inmediato a
adentrarse en la espesura.
Quede
para otro día la iglesia, y la ruta que se anuncia con un listón de color verde
(no había reparado antes en él) por debajo de las rayas blancas y rojas en los
hitos del GR, la ruta de otro poeta, Jacint Verdaguer, que fue al parecer un
gran andarín.