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miércoles, 28 de febrero de 2018

Historias de andar, reales como la literatura misma



El Pla de la Calma
Me apeo del tren en la estación de Sant Martí de Centelles y voy derecho al Ayuntamiento.
Está vacío a estas horas de la mañana y me atienden enseguida. Pregunto por la ruta que sube al Pla de la Calma, si tienen algún mapa o algún folleto.
–No, lo siento –se disculpa la funcionaria después de consultar a un compañero que ni siquiera ha levantado la vista de los papeles que está leyendo.
–La ruta del GR-5, lo leí en una guía –les informo con toda humildad–, y que sale del barrio de l'Avencó, junto a un restaurante...
–Ah, sí, ya sé dónde dice –asiente con la mejor de las sonrisas la funcionaria, que vuelve la vista hacia su compañero en busca de ayuda y corroboración. Ni una ni otra cosa obtiene, pues sigue él ensimismado en su labor. 
–Entonces podrá indicarme... 
–Pero, mire –me interrumpe ella muy amablemente–, vaya mejor a preguntar a la oficina de turismo de Aiguafreda... Allí le informarán.
–¿Aiguafreda?
–Sí, es el pueblo de al lado, no tiene más que bajar por esta misma calle y pasar el río. Está ahí mismo.
En efecto, solo el río separa a los dos pueblos, tendido el de Sant Martí de Centelles en la ladera de la izquierda, y el de Aiguafreda en la de la derecha. El río se pasa por el Pont de l'Abella, un magnífico puente de piedra con arcos de hechura neoclásica que está ahora ahogado literalmente por la autopista que cruza por encima. Hasta da un poco de miedo atravesarlo si se mira hacia arriba, con las enormes vigas de hierro y hormigón a pocos metros de la cabeza.
Sigo las indicaciones y no tardo en dar con la oficina de turismo. Pero, ay, está cerrada. Y en los mapas que hay pegados en las cristaleras, ni rastro de la ruta que busco. No me queda más remedio que probar en el ayuntamiento, el de Aiguafreda (la funcionaria del de Sant Martí de Centelles lo ha dejado bien claro: son dos pueblos, cada uno con su propio ayuntamiento). Lo descarto, sin embargo. Si en uno no tenían información, por qué iba a ser diferente en el otro.
Y lo del poeta, mejor no haberlo sacado a relucir, aunque a punto estuviera de hacerlo (la candorosa sonrisa de la funcionaria me disuadió): que Joan Maragall era muy aficionado a visitar el Montseny, al que ascendía por el sendero que va desde el pueblo de Aiguafreda hasta el Pla ('Llano') de la Calma, y que allí, en una masía, la de La Figuera, se reunía, a principios del pasado siglo XX, con un grupo de intelectuales y artistas. Lo leí en la misma guía a la que hice mención en el ayuntamiento, una guía de rutas literarias, y también, y fue lo que más me llamó la atención (y casi podría decirse que el motivo principal por el que hoy he venido aquí), que el poeta hacía el camino a lomos de un burro.
Los poetas, tan amigos de los burros, Juan Ramón Jiménez y Platero, Tomás de Iriarte y su burro flautista, Stevenson y Modestine, la burra en la que viajó por el sur de Francia... Pero quién se acuerda hoy de los poetas, que ya no tienen predicamento, y de los burros, que solo salen en las fábulas antiguas, y ni eso siquiera porque casi nadie las lee, tampoco los niños en las escuelas... Conque cómo van a ocuparse de ellos, de los poetas y de los burros, y mucho menos en los ayuntamientos.
Y en estas figuraciones llego al fin al restaurante que figuraba en la guía como punto de partida. Está también cerrado, y no se ve a nadie en las inmediaciones. Se conservan allí a escasos metros unos pous de glaç (pozos de hielo), que son unas construcciones cilíndricas de piedra en las que se almacenaba el hielo recogido durante el invierno, hielo natural que, convenientemente troceado, se comercializaba luego en los meses de calor. Me detengo a observarlos un buen rato, en espera de que aparezca alguien a quien preguntar.
No encuentro la señal del GR-5, ni ninguna otra indicación, de modo que opto por la solución más fácil: seguir el camino que, tras bordear un camping, asciende por la ladera de la izquierda, que parece la más propicia, pues es la única soleada.
Tampoco el camping da señales de vida, ni el camino, que discurre solitario por la hondonada. Hay un desvío señalizado a la derecha hacia unas canteras, y poco después, en una encrucijada, un cartel admonitorio que reza así: Zona de adiestramiento de perros de caza. Pero no se oyen ladridos, ni disparos de escopeta, ni nada.
El camino, ancho y espacioso, con las roderas de algún vehículo bien marcadas en los sitios más húmedos, asciende a continuación serpenteando por la ladera. Tras los primeros repechos, que son duros y empinados, llega el sol, una delicia a estas horas. Y el canto tímido y esporádico de algún pájaro mañanero, y las vistas del valle allá abajo, y la repentina aparición, enfrente hacia el mediodía, de un edificio colgado en lo más alto de un cerro –la iglesia de Santa María de Tagamanent, lo leí en la guía–, y por todas partes el silencio.
La vida a todo esto reclama un tentempié, que las cuestas se suceden sin parar y van ya para dos horas de caminata.
Avisto luego de improviso una cantera. ¿Me habré equivocado? ¿Terminará aquí el camino su recorrido? ¿Serían roderas de camiones las que antes he visto? Hay dos operarios trabajando a la entrada.
–¿Es este el camino del Pla de la Calma? –les pregunto.
–Sí, este es –me responden un tanto sorprendidos, no tanto, me parece, por la pregunta en sí como por el hecho de verme allí.
–¿Y falta mucho?
Se miran los dos un instante, y me miran:
–Mucho, mucho, no... –vuelven a mirarse–. Una hora y media hasta el Bellit –y creo advertir en sus palabras, por el tono, como una pizca de compasión y no sé si también de desconfianza.
¿El Bellit han dicho? ¿Me habrán entendido bien? No recuerdo que la guía hiciera referencia a ese término, pero no es cuestión de volver atrás para preguntárselo, será otro nombre, el de algún otro paraje de por aquí... A lo mejor es que han calculado mal, o tirado por lo alto... Un burro, lo bien que iría. Y cómo cambiaría todo, lo bonito que se vería el paisaje, y lo tranquilo que se subiría, cómodamente sentado sobre la albarda y tirando del ronzal para que el animal no se desmandara y fuera siempre al mismo paso, cansino pero sin desfallecer en las cuestas arriba, con un trotecillo alegre en los rellanos, pausado y contenido siempre, que los burros son de natural apacible y manso, poco dados a las expansiones arriesgadas, y se parecen en eso a los poetas, de ahí las simpatías que en ellos han despertado a lo largo de la historia...
Los recodos y revueltas no acaban nunca, y el alto que se adivina ya cercano por entre las ramas de los árboles –encinas, robles y pinos– se aleja otra vez como si fuera un espejismo al coronar cada repecho, y la distancia con respecto a la iglesia colgada en el cerro que se ha convertido en punto de referencia se mantiene invariable...
En algunos tramos de la umbría hay pequeños charcos de agua helada, y retazos blanquecinos por la escarcha.
La espalda se queja de la mochila y a los pies les vendrían bien un descanso: las dos tentaciones más comunes que el caminante experimentado suele vencer con un poco de paciencia.
Más trabajo cuesta rechazar la del reloj, que ha corrido más de la hora y media advertida por los de la cantera.
Y en estas, un claro en el monte, y el camino que se remansa y se apresta a llegar al alto tras una leve pendiente, y la raya azul del horizonte allí mismo al alcance de la mano confundida con el perfil del llano que se extiende hospitalario ante la vista. Y a la izquierda, de cara al mediodía, a unos doscientos metros escasos, una masía.
Un indicador clavado en el suelo anuncia su nombre: El Bellit. Me acerco hasta donde lo permite la discreción. Corretearán gallinas por delante, y se oirá a lo mejor balar a alguna oveja, o mugir a alguna vaca. La chimenea no ahúma, pero no es esa una señal significativa, porque la calefacción habrá desplazado a la leña. Entonces lo distingo, asomando detrás de un tractor. Es un burro, de color negro, y se mueve; estará entretenido con cualquier cosa, no tendrá nada que hacer y pasará el tiempo holgazaneando por el corral.   
Y quién sabe, acaso sea un descendiente, o pariente lejano incluso, de aquel que prestara sus servicios hace ya más de cien años al poeta Joan Maragall.
¿Y si me acercara a la masía a preguntarlo? Pero salen a relucir los buenos modales (y el recuerdo de la visita al ayuntamiento), y desisto.
¡El Pla de la Calma! No hay duda: el paisaje hace honor al nombre, y la calma se palpa con los cinco sentidos. Contribuye a ello también la mañana, una mañana espléndida de invierno, y el cielo azul, y el aire limpísimo, todas esas cosas que invitan a creer que un Dios bondadoso creó el mundo.
El camino va a parar a otro, el que discurre por el llano, y en el mismo cruce aparecen por fin las señales salvadoras, blancas y rojas, del GR-5. Si lo sigo hacia arriba, en dirección nordeste, llegaré, se avistan ya no muy lejos, a las cimas del Montseny. Pero temo que me engañen las distancias y opto por tomarlo en sentido contrario, rumbo a la iglesia subida en el cerro, que es además por donde he de volver.
El panorama es magnífico: al norte, brillando al sol, los picos nevados del Pirineo; al sur, difuminada un poco por una ligera neblina, la comarca del Vallés, con la sierra de Collserola al fondo y la franja azulada del mar cerrando el horizonte; al oeste, la serranía de Montserrat.
A los dos lados del camino, amplias praderías tachonadas de encinas que, a tenor de los carteles que conminan a los viandantes a llevar atados los perros, se aprovechan todavía como pastos para el ganado.
Lo corroboran algunos cercados al abrigo del aire del norte que a buen seguro se construyeron en su día para servir como aprisco.
¡La estampa bucólica que compondría ahora un rebaño que asomara por entre las encinas, con la paz de estas soledades rota por los silbidos del pastor y el tranquilo sonar de las esquilas!
De frente viene una pareja joven perfectamente equipada –gorros que abrigan y dan lustre, pantalones y anorak a juego y bien ceñidos, gafas negras con destellos azulados, bastones de senderismo o trekking o marcha nórdica, que servidor no los distingue...–, que me conceden un distraído saludo y prosiguen impasibles su garboso andar.
Luego de un suave descenso se llega a una masía, Ca l'Agustí de nombre. Situada en un entorno idílico de verdor y silencio, y restaurada por la Diputación de Barcelona, ofrece a los visitantes la recreación de un día en la vida campesina del siglo XVIII.
Las bondades del paisaje sosiegan el ánimo y las leyes y costumbres de la naturaleza van abriendo el apetito, conque ha llegado el momento de cumplir con uno mismo.
Busco un lugar cómodo y apacible, y lo encuentro al pie de una encina y tras unas piedras que lo resguardan de las indiscreciones del camino.
¡El bocadillo, siempre agradecido y generoso, y más al aire libre que respiran las montañas! ¿Por qué los poetas no han cantado nunca sus propiedades y virtudes, las del bocadillo, que son tantas? ¿Cuándo se alzará una voz que lo encumbre al lugar que se merece? Y si se han escrito odas al tomate, y a la ciruela, y al limón y la naranja, y al maíz, y al caldillo de congrio, y a la alcachofa, y a la cebolla, y al pan, y a las papas fritas, ¿por qué no una dedicada a ensalzar el bocadillo?
Confortado así por estas saludables reivindicaciones, y para escabullirme al sopor del sol benigno del invierno, acudo al amparo del café en otra masía cercana, El Bellver, que ofrece servicio de bar y restaurante en un altozano.
En la entrada soy testigo de una curiosa escena, con el hostelero y un cliente como protagonistas:
–Disculpe que le haya hecho salir hasta aquí –oigo que dice el primero–, pero es que dentro no tenemos internet.
–Ya, ya me lo ha parecido –asiente el segundo.
–Por culpa del burro, ¿sabe usted? –informa el hostelero.
–¿El burro?
–Sí, el burro, que nos ha roído el cable de la conexión. Allí lo escarbó –confirma, señalando el lugar de la fechoría–, donde aquellas hierbas levantadas. ¡La madre que lo parió!
¡Este sí que es un burro de la misma estirpe que el del poeta! ¡Un burro que no contento con su condición de dócil servidumbre aspira, quién sabe si como reminiscencia de las conversaciones que oyeran sus antepasados, a las mieles del conocimiento, y olfateando por entre las hierbas le vino alguna señal!
Pero deben de haberlo recluido en el establo, como castigo, porque no se le ve por ninguna parte.
De modo que, resignado a no tener el gusto de conocerle, me tengo que conformar con las vistas que se disfrutan desde la masía.
Que son espectaculares, para quedarse allí un buen rato si el tiempo no apremiara. Otro tanto sucede luego más abajo, en el punto donde confluyen la carretera que comunica con el pueblo de Tagamanent, el desvío hacia la iglesia –un cuarto de hora de empinada ascensión– y el GR-5. Y es una lástima, porque he de optar por este último, que, transformado en estrecho sendero, se apresura de inmediato a adentrarse en la espesura.
Quede para otro día la iglesia, y la ruta que se anuncia con un listón de color verde (no había reparado antes en él) por debajo de las rayas blancas y rojas en los hitos del GR, la ruta de otro poeta, Jacint Verdaguer, que fue al parecer un gran andarín.

miércoles, 21 de febrero de 2018

Notas de lectura


"Ante todo, diré que los árboles se producen de varias maneras, porque unos, sin auxilio del hombre, brotan espontáneamente y cubren en grande extensión los campos y las corvas márgenes de los ríos, como los tiernos mimbres, las flexibles retamas, los álamos y los sauces, coronados de blanquecina verdura. Otros nacen de sembradura, como los altos castaños y el roble de Júpiter, gigante de los bosques, y las encinas que daban oráculos a los griegos".
Virgilio, Geórgicas

"Me pregunto de qué color es la lluvia. No he encontrado ni en la Biblia ni en la literatura griega ningún adjetivo. Los autores se abstuvieron".
Josep Pla, Un petit món del Pirineu (Obras Completas XXVII)

"Comprender la felicidad que supone saber que el suelo que nos sostiene no puede ser mayor que los dos pies que lo cubren".
F. Kafka, Aforismos de Zürau

"De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación".
J. L. Borges, El libro (en Borges oral)

"Los días se diferencian, pero la noche tiene un único nombre".
Elias Canetti, Apuntes I

"...rosa del campo, donde la naturaleza sola es hortelana".
Fray Luis de León, Exposición al Cantar de los Cantares

"Un tal Aristóteles de Bolonia, en Italia, trasladaba una iglesia entera desde su emplazamiento a otro situado unos 50 metros más allá, y en lo alto de la iglesia, en el campanario, iba su hijo pequeño haciendo repicar la campana. ¡Quién fuera él! Creo que cosa más bella y graciosa no le ha vuelto a suceder a niño alguno en el mundo".
Álvaro Cunqueiro, Repique de campanas (en Los otros rostros)

"Los ríos son caminos que marchan, y que llevan adonde se quiere ir".
B. Pascal, Pensamientos

miércoles, 14 de febrero de 2018

La corteza de la nieve



Modestina posó la pizarra, el cuaderno y el estuche encima de la mesa de la cocina.
La pizarra estaba rota por las dos esquinas inferiores y del cuaderno apenas si le quedaban media docena de hojas sin escribir. Ni una ni otro les servirían a sus dos hermanos pequeños, pero sí el estuche, que aparentaba casi nuevo todavía, y lo que en él guardaba: la goma de borrar, el lapicero con la tabla de multiplicar grabada en la madera, la regla de medir, el afilador…
No había sentido nada especial aquella tarde del catorce de junio señalada como sábado en el calendario de la pared, ni siquiera cuando doña Blasa la llamó a su mesa para entregarle la cartilla escolar y despedirse de ella:
–Que tengas mucha suerte, y que seas tan buena en la vida que ahora empiezas como lo has sido en la escuela que hoy acabas –le dijo, poniéndose de pie para que todas lo oyeran bien, y dándole la mano con mucha ceremonia. Modestina se puso colorada y no sabía dónde mirar, porque aquellas palabras le parecieron importantes y le hizo mucha impresión que la maestra, siempre tan seria, le sonriera de aquella manera, y sobre todo que invitara a sus compañeras a levantarse y aplaudirla.
Sabía bien que era el último día, que en septiembre ya no volvería, que los libros y las lecciones se habían terminado, pero llevaba tanto tiempo pensando en ello y esperándolo que le pareció lo más natural, como el florecer de los árboles o el arrancar al final del mes la hoja del calendario.   
En abril había cumplido los catorce años, y eran ya pocas las de su edad que aún iban entonces a la escuela. Acaso por eso aquella tarde, al cruzar por última vez sus puertas, lo único que experimentó fue un ligero sentimiento de alivio, y allá en el fondo una escondida tristeza.
El verano trajo el olvido y la despreocupación, los días azules, los vestidos de colores, dos coletas en el pelo, unos zapatos nuevos…
Después llegó septiembre. Otilia y Rosarito se fueron a estudiar con las Asuncionistas a Vitoria (además de estudiar, ayudaban en la cocina y colaboraban en las tareas de limpieza, y así el colegio no les cobraba nada), Lupe lo hizo a Plasencia, con las Siervas, Pilarina y Rogata marcharon las dos a servir y a estudiar corte y confección a León, a Jovita la llevaron unos familiares a Madrid y allí estudiaba taquigrafía y mecanografía.
Solo ella y Jacinta se quedaron en La Braña.
También se marchó Gaudencio, que no le soltaba nunca la mirada cuando se encontraban y todos los domingos la esperaba en las eras a la hora del baile y no se apartaba de ella hasta que llegaban las diez y había que volver a casa.
La víspera de su partida la acompañó al salir del rosario calle arriba, y allí en la esquina de su casa se despidieron cogidos de la mano. Si él se hubiera decidido le habría dejado que la besara, pero Gaudencio aquella noche parecía muy inquieto y apenas habló, y las veces que lo hizo las palabras le salían a trompicones, como si no acertara a escogerlas, y enseguida se volvía a quedar callado y a remover los pies por el suelo.
–Te escribiré –le dijo, volviendo momentáneamente sobre sus pasos cuando ya se habían dicho el último adiós con la mano.
Empezaron las clases del nuevo curso, veía pasar por la calle, en silencio y recién peinadas, a las que habían sido sus compañeras, oía la algarabía del recreo y el vocerío alegre de las cinco de la tarde y le parecía todo algo muy lejano, vivo solo en algún rincón de la memoria.
Cambió las horas marcadas de la escuela por la rutina pacífica de la casa, las advertencias de doña Blasa por las campanadas del reloj de la cocina, el hábito previsible de las lecciones y el cuaderno por la monotonía tranquila de las labores domésticas.
Y poco a poco, sin que ella se diera cuenta, aquella ilusión de hacerse mayor y terminar la escuela que había llevado tanto tiempo anudada al pensamiento se le fue apagando y borrándose en el olvido.
Las amigas ausentes le escribieron cartas. Todas le decían que se acordaban mucho de ella y de La Braña, y Otilia y Rosarito la invitaban a unirse con ellas, que les habían dicho las monjas que había una plaza libre.
Modestina lo consultó en casa. El padre, ocupado en los preparativos de la marcha con el rebaño a Extremadura, apenas le prestó atención.
–Tienes que ayudar a tu madre, ya lo sabes –se excusó.
La madre, que no andaba del todo bien de salud, tardó en contestarle:
–Yo sola no puedo llevar la casa y atender a tus hermanos, y cuidar de los animales y las tierras los nueve meses que tu padre está en Extremadura…
Fue pasando el invierno, y aunque por Navidad volvieron a verse, las cartas tardaban cada vez más en llegar.
Los domingos, Modestina y Jacinta iban un rato antes del mediodía a la cantina con Teótimo, a hablar un rato y tomar una coca-cola, y allí se juntaban con Amalia, que iba a cumplir los veinte años, y con Marciano, que no había bajado a Extremadura porque en marzo le tocaba ir a cumplir el servicio militar al Sahara. Por la tarde se reunían los cinco en una casa y bailaban con la música del tocadiscos y jugaban a las cartas, y los días que hacía bueno bajaban paseando por la carretera hasta enfrente de la ermita.
En verano regresaron a La Braña las amigas. Tenían todas la cara blanca, lo mismo que las manos y las piernas, y estaban más altas y más guapas. Salían juntas como siempre, pero ellas enseguida se ponían a hablar de exámenes y de notas, de tiendas y de escaparates, de las películas que habían ido a ver al cine y de las revistas que ojeaban en los quioscos. Modestina entonces callaba, un poco avergonzada de no poder participar en la conversación, y tampoco sabía muy bien qué contestar cuando le preguntaban cómo había pasado el invierno, si no se le había hecho un poco largo y aburrido allí en el pueblo.
El que no volvió fue Gaudencio. Le habían dado únicamente quince días de vacaciones y los iba a aprovechar para empezar a estudiar latín en la academia, que quería presentarse al examen de cuarto y reválida para tener el bachillerato elemental. Todo esto lo sabía Modestina porque el propio Gaudencio se lo decía en una carta que le entregó Teótimo, y en la que se despedía dándole un beso y mandándole muchísimos recuerdos. Guardó la carta en el cajón del armario de su habitación escondida entre la ropa para que nadie la leyera y estaba dispuesta a contestarle enseguida.
Le pidió las señas a Teótimo y aprovechó para manifestarle su extrañeza:
–Teótimo, ¿tú sabes por qué Gaudencio no me manda a mí la carta?
A principios de octubre se fue Jacinta con las monjas Asuncionistas de Vitoria a ocupar el puesto que le habían ofrecido a ella un año antes, y a Teótimo le colocó un pariente lejano que vivía en Bilbao en una fábrica de tornillos de Baracaldo.
La salud de su madre empeoró con la llegada de las noches húmedas del otoño, y tuvo ella que empezar a ocuparse del ganado, y de no dejar descuidadas las tierras, y de recoger la leña, y algunas noches de ayudar a sus hermanos a hacer las cuentas en la pizarra.
Con Amalia se veía un rato a la entrada y a la salida del rosario, y los domingos iban juntas de paseo o se sentaban en el teleclub a ver la televisión desgranando pipas sin parar hasta que llenaban la mesa de montoncitos. Amalia volvía también por las noches, pero Modestina no podía porque casi siempre las películas eran de dos rombos y el señor cura vigilaba que nadie menor de dieciocho años las viese.
–Que estamos las dos solas –le suplicó Amalia en una ocasión–, y no tenemos otra diversión…
–Y en abril cumplí los quince años –recalcó Modestina.
–Por eso mismo –la atajó el señor cura, que se mostró inflexible.
Los días pasaban muy despacio, y le pesaba la soledad; tanto, que más de una tarde, a la hora en que salían de la escuela, se hubiera ido con las mayores –al fin y al cabo les llevaba solo dos o tres años– si ellas se lo hubieran propuesto.
La que sí le propuso una idea fue Amalia una tarde a primeros de noviembre:
–Que ha estado aquí la modista de Prioro y dice que podemos bajar a aprender con ella a su casa. Es por las tardes, tres días por semana, y nos saldría muy barato.
Modestina lo habló con su madre, que se avino sin mayores objeciones.
Empezaron con mucha ilusión. Comían en cuanto los hermanos de Modestina salían de la escuela y luego se iban las dos por la vereda, con el costurero a la cintura y una vara en la mano. Al acabar, como las tardes eran ya menguadas y el monte se llenaba enseguida de sombras y rumores desconocidos, volvían por la carretera, con la confianza, raras veces cumplida, de que subiera algún coche o el camión de la mina.
Amalia le hablaba por el camino de lo que tenía pensado hacer cuando Marciano volviera del servicio militar, y se lamentaba de que le hubiera tocado ir tan lejos.
–Si estuviera más cerca vendría de permiso alguna vez, pero así…
Modestina la escuchaba en silencio.
–Cuando se licencie buscará un trabajo en la capital, que lo de pastor es muy esclavo. Y el jornal no se puede comparar. Marciano me ha dicho que en la construcción pagan buenas semanadas, y él conoce a uno de Riaño que está de encargado de una obra en Madrid… Imagínate, Modestina, irnos a vivir nada menos que a la capital de España, que se dice bien…
–¿Y os casaréis cuando Marciano vuelva?
–Bueno, cuando vuelva, así tan pronto, no, que lo primero es buscarse una colocación y asegurarse un porvenir… Pero sí, en cuanto él se coloque tendremos que empezar a mirar un piso, con lo que dicen que cuestan, Dios mío, y luego nos iremos ya los dos para Madrid… Solo de pensarlo se me saltan las lágrimas de felicidad… Pero no quiero hablar mucho de esto, porque me pongo a soñar, y dicen que los sueños, si piensas mucho en ellos, no se cumplen. Que basta que una se haga la ilusión y la pinte y la lleve bien dibujada en la cabeza para que después pase cualquier cosa y todo se escurra como el agua en un cesto…
–Mujer, no siempre va a pasar eso.
–De un hilo, Modestina, de un hilo depende muchas veces todo, la vida si me apuras… Y ya sabes lo fácil que es que un hilo se rompa…
–Oye, pero en África, en el Sahara, no hay guerra, ¿verdad?
–Pues claro que no, qué cosas dices, Dios nos libre…
Modestina se acordaba entonces de Gaudencio, que le había escrito por fin poniendo en el sobre su nombre, pero que no había contestado aún la carta que ella le había enviado hacía ya más de tres semanas. En esa carta se despedía mandándole un beso, y le decía también que se acordaba mucho de él y que le escribiera pronto y le contara todo lo que hacía, en el trabajo y en la academia por las noches.
No tardó el invierno en abrir el zurrón de los fríos, y la nieve de cumplir con su costumbre de preservar el descanso de los caminos y arrebujar el sueño de los montes.   
Las tardes que la nieve las retenía en La Braña, Amalia y Modestina, sentadas las dos junto a la lumbre, cosían y ensayaban a cortar la tela siguiendo el patrón de la revista que la modista de Prioro les había prestado.
–Y tú, Modestina, ¿qué has pensado para el día de mañana?
–No lo sé.
–¿Te vas a quedar siempre en La Braña?
Modestina no sabía qué responder.
–A mí me gustaría estudiar, y trabajar luego en algo que me gustara, y vivir en una ciudad, y tener amigas, y viajar…
La lumbre se apagaba y Modestina avivaba el fuego soplando con el fuelle, y, mientras lo hacía, no era capaz de apartar sus ojos de las brasas que se iban allí lentamente consumiendo.
Después acompañaba a Amalia hasta su casa.
Una tarde, al volver, se entretuvo mirando la nieve. La mortecina luz de la bombilla que colgaba en la esquina de la calle se repartía por su superficie en mil destellos diminutos que se encendían y se apagaban sin cesar. Extendió la mano para que, con la helada, quedara allí grabada su huella.
A la mañana siguiente, al descorrer las contraventanas, vio que la vereda abierta en la calle estaba otra vez tapada y las ramas desnudas de los árboles se habían vuelto a vestir de blanco. Cubierta por la nieve nueva, la corteza que ella había palpado la noche anterior se iría a lo mejor poco a poco reblandeciendo, o se quedaría así, dura y helada, hasta que la lluvia o la primavera la derritieran. Y sobre la nieve blanda que ella veía caer desde la ventana se formaría también otra corteza, a lo mejor aquella misma noche, si el cielo se quedaba raso y estrellado y bajaba la helada.
Cerró las contraventanas. No quería que aquella tristeza que se le metía a veces dentro y le tardaba luego un rato largo en salir le viniera tan pronto aquella mañana. 

                                                          (De Años de guardar)




miércoles, 7 de febrero de 2018

El último viaje



Así estaba, envuelto en un manto blanco para no pasar frío, cuando en la pasada Navidad tocaba emprender la vuelta.
Fue su último viaje, y lo hizo, como siempre, dócil y servicial, sin poner ningún reparo ni escatimar esfuerzos, ofreciendo generoso toda su comodidad.
Pero llegó ya la hora de la despedida. Se ha hecho viejo y cualquier día le van a prohibir circular. Que contamina mucho, dicen las autoridades.
Y si no puede salir a las carreteras, ¿qué va a hacer? ¿Estarse parado todo el tiempo en el garaje sin ver la luz del día?
Juntos hemos pasado veinte años, y en amigable compañía hemos ido perezosos al trabajo, y alegres de vacaciones, y aventureros en los viajes (¡los más de mil kilómetros a Friburgo, de una tirada, y en cuatro ocasiones!).
Siempre durante estos veinte años me sirvió bien, y nunca me puso en un aprieto, incluso tuvo la delicadeza de no meterse en averías.
Y ahora le van a dejar en un taller para el desguace, a él, tan fiel y fiable y compañero.
Te retiran de la circulación, viejo Volvo, pero no de mi memoria, en la que tendrás siempre reservada una plaza libre. Por lo menos hasta que yo también me haga viejo y tenga, como tú, que retirarme.