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miércoles, 14 de febrero de 2018

La corteza de la nieve



Modestina posó la pizarra, el cuaderno y el estuche encima de la mesa de la cocina.
La pizarra estaba rota por las dos esquinas inferiores y del cuaderno apenas si le quedaban media docena de hojas sin escribir. Ni una ni otro les servirían a sus dos hermanos pequeños, pero sí el estuche, que aparentaba casi nuevo todavía, y lo que en él guardaba: la goma de borrar, el lapicero con la tabla de multiplicar grabada en la madera, la regla de medir, el afilador…
No había sentido nada especial aquella tarde del catorce de junio señalada como sábado en el calendario de la pared, ni siquiera cuando doña Blasa la llamó a su mesa para entregarle la cartilla escolar y despedirse de ella:
–Que tengas mucha suerte, y que seas tan buena en la vida que ahora empiezas como lo has sido en la escuela que hoy acabas –le dijo, poniéndose de pie para que todas lo oyeran bien, y dándole la mano con mucha ceremonia. Modestina se puso colorada y no sabía dónde mirar, porque aquellas palabras le parecieron importantes y le hizo mucha impresión que la maestra, siempre tan seria, le sonriera de aquella manera, y sobre todo que invitara a sus compañeras a levantarse y aplaudirla.
Sabía bien que era el último día, que en septiembre ya no volvería, que los libros y las lecciones se habían terminado, pero llevaba tanto tiempo pensando en ello y esperándolo que le pareció lo más natural, como el florecer de los árboles o el arrancar al final del mes la hoja del calendario.   
En abril había cumplido los catorce años, y eran ya pocas las de su edad que aún iban entonces a la escuela. Acaso por eso aquella tarde, al cruzar por última vez sus puertas, lo único que experimentó fue un ligero sentimiento de alivio, y allá en el fondo una escondida tristeza.
El verano trajo el olvido y la despreocupación, los días azules, los vestidos de colores, dos coletas en el pelo, unos zapatos nuevos…
Después llegó septiembre. Otilia y Rosarito se fueron a estudiar con las Asuncionistas a Vitoria (además de estudiar, ayudaban en la cocina y colaboraban en las tareas de limpieza, y así el colegio no les cobraba nada), Lupe lo hizo a Plasencia, con las Siervas, Pilarina y Rogata marcharon las dos a servir y a estudiar corte y confección a León, a Jovita la llevaron unos familiares a Madrid y allí estudiaba taquigrafía y mecanografía.
Solo ella y Jacinta se quedaron en La Braña.
También se marchó Gaudencio, que no le soltaba nunca la mirada cuando se encontraban y todos los domingos la esperaba en las eras a la hora del baile y no se apartaba de ella hasta que llegaban las diez y había que volver a casa.
La víspera de su partida la acompañó al salir del rosario calle arriba, y allí en la esquina de su casa se despidieron cogidos de la mano. Si él se hubiera decidido le habría dejado que la besara, pero Gaudencio aquella noche parecía muy inquieto y apenas habló, y las veces que lo hizo las palabras le salían a trompicones, como si no acertara a escogerlas, y enseguida se volvía a quedar callado y a remover los pies por el suelo.
–Te escribiré –le dijo, volviendo momentáneamente sobre sus pasos cuando ya se habían dicho el último adiós con la mano.
Empezaron las clases del nuevo curso, veía pasar por la calle, en silencio y recién peinadas, a las que habían sido sus compañeras, oía la algarabía del recreo y el vocerío alegre de las cinco de la tarde y le parecía todo algo muy lejano, vivo solo en algún rincón de la memoria.
Cambió las horas marcadas de la escuela por la rutina pacífica de la casa, las advertencias de doña Blasa por las campanadas del reloj de la cocina, el hábito previsible de las lecciones y el cuaderno por la monotonía tranquila de las labores domésticas.
Y poco a poco, sin que ella se diera cuenta, aquella ilusión de hacerse mayor y terminar la escuela que había llevado tanto tiempo anudada al pensamiento se le fue apagando y borrándose en el olvido.
Las amigas ausentes le escribieron cartas. Todas le decían que se acordaban mucho de ella y de La Braña, y Otilia y Rosarito la invitaban a unirse con ellas, que les habían dicho las monjas que había una plaza libre.
Modestina lo consultó en casa. El padre, ocupado en los preparativos de la marcha con el rebaño a Extremadura, apenas le prestó atención.
–Tienes que ayudar a tu madre, ya lo sabes –se excusó.
La madre, que no andaba del todo bien de salud, tardó en contestarle:
–Yo sola no puedo llevar la casa y atender a tus hermanos, y cuidar de los animales y las tierras los nueve meses que tu padre está en Extremadura…
Fue pasando el invierno, y aunque por Navidad volvieron a verse, las cartas tardaban cada vez más en llegar.
Los domingos, Modestina y Jacinta iban un rato antes del mediodía a la cantina con Teótimo, a hablar un rato y tomar una coca-cola, y allí se juntaban con Amalia, que iba a cumplir los veinte años, y con Marciano, que no había bajado a Extremadura porque en marzo le tocaba ir a cumplir el servicio militar al Sahara. Por la tarde se reunían los cinco en una casa y bailaban con la música del tocadiscos y jugaban a las cartas, y los días que hacía bueno bajaban paseando por la carretera hasta enfrente de la ermita.
En verano regresaron a La Braña las amigas. Tenían todas la cara blanca, lo mismo que las manos y las piernas, y estaban más altas y más guapas. Salían juntas como siempre, pero ellas enseguida se ponían a hablar de exámenes y de notas, de tiendas y de escaparates, de las películas que habían ido a ver al cine y de las revistas que ojeaban en los quioscos. Modestina entonces callaba, un poco avergonzada de no poder participar en la conversación, y tampoco sabía muy bien qué contestar cuando le preguntaban cómo había pasado el invierno, si no se le había hecho un poco largo y aburrido allí en el pueblo.
El que no volvió fue Gaudencio. Le habían dado únicamente quince días de vacaciones y los iba a aprovechar para empezar a estudiar latín en la academia, que quería presentarse al examen de cuarto y reválida para tener el bachillerato elemental. Todo esto lo sabía Modestina porque el propio Gaudencio se lo decía en una carta que le entregó Teótimo, y en la que se despedía dándole un beso y mandándole muchísimos recuerdos. Guardó la carta en el cajón del armario de su habitación escondida entre la ropa para que nadie la leyera y estaba dispuesta a contestarle enseguida.
Le pidió las señas a Teótimo y aprovechó para manifestarle su extrañeza:
–Teótimo, ¿tú sabes por qué Gaudencio no me manda a mí la carta?
A principios de octubre se fue Jacinta con las monjas Asuncionistas de Vitoria a ocupar el puesto que le habían ofrecido a ella un año antes, y a Teótimo le colocó un pariente lejano que vivía en Bilbao en una fábrica de tornillos de Baracaldo.
La salud de su madre empeoró con la llegada de las noches húmedas del otoño, y tuvo ella que empezar a ocuparse del ganado, y de no dejar descuidadas las tierras, y de recoger la leña, y algunas noches de ayudar a sus hermanos a hacer las cuentas en la pizarra.
Con Amalia se veía un rato a la entrada y a la salida del rosario, y los domingos iban juntas de paseo o se sentaban en el teleclub a ver la televisión desgranando pipas sin parar hasta que llenaban la mesa de montoncitos. Amalia volvía también por las noches, pero Modestina no podía porque casi siempre las películas eran de dos rombos y el señor cura vigilaba que nadie menor de dieciocho años las viese.
–Que estamos las dos solas –le suplicó Amalia en una ocasión–, y no tenemos otra diversión…
–Y en abril cumplí los quince años –recalcó Modestina.
–Por eso mismo –la atajó el señor cura, que se mostró inflexible.
Los días pasaban muy despacio, y le pesaba la soledad; tanto, que más de una tarde, a la hora en que salían de la escuela, se hubiera ido con las mayores –al fin y al cabo les llevaba solo dos o tres años– si ellas se lo hubieran propuesto.
La que sí le propuso una idea fue Amalia una tarde a primeros de noviembre:
–Que ha estado aquí la modista de Prioro y dice que podemos bajar a aprender con ella a su casa. Es por las tardes, tres días por semana, y nos saldría muy barato.
Modestina lo habló con su madre, que se avino sin mayores objeciones.
Empezaron con mucha ilusión. Comían en cuanto los hermanos de Modestina salían de la escuela y luego se iban las dos por la vereda, con el costurero a la cintura y una vara en la mano. Al acabar, como las tardes eran ya menguadas y el monte se llenaba enseguida de sombras y rumores desconocidos, volvían por la carretera, con la confianza, raras veces cumplida, de que subiera algún coche o el camión de la mina.
Amalia le hablaba por el camino de lo que tenía pensado hacer cuando Marciano volviera del servicio militar, y se lamentaba de que le hubiera tocado ir tan lejos.
–Si estuviera más cerca vendría de permiso alguna vez, pero así…
Modestina la escuchaba en silencio.
–Cuando se licencie buscará un trabajo en la capital, que lo de pastor es muy esclavo. Y el jornal no se puede comparar. Marciano me ha dicho que en la construcción pagan buenas semanadas, y él conoce a uno de Riaño que está de encargado de una obra en Madrid… Imagínate, Modestina, irnos a vivir nada menos que a la capital de España, que se dice bien…
–¿Y os casaréis cuando Marciano vuelva?
–Bueno, cuando vuelva, así tan pronto, no, que lo primero es buscarse una colocación y asegurarse un porvenir… Pero sí, en cuanto él se coloque tendremos que empezar a mirar un piso, con lo que dicen que cuestan, Dios mío, y luego nos iremos ya los dos para Madrid… Solo de pensarlo se me saltan las lágrimas de felicidad… Pero no quiero hablar mucho de esto, porque me pongo a soñar, y dicen que los sueños, si piensas mucho en ellos, no se cumplen. Que basta que una se haga la ilusión y la pinte y la lleve bien dibujada en la cabeza para que después pase cualquier cosa y todo se escurra como el agua en un cesto…
–Mujer, no siempre va a pasar eso.
–De un hilo, Modestina, de un hilo depende muchas veces todo, la vida si me apuras… Y ya sabes lo fácil que es que un hilo se rompa…
–Oye, pero en África, en el Sahara, no hay guerra, ¿verdad?
–Pues claro que no, qué cosas dices, Dios nos libre…
Modestina se acordaba entonces de Gaudencio, que le había escrito por fin poniendo en el sobre su nombre, pero que no había contestado aún la carta que ella le había enviado hacía ya más de tres semanas. En esa carta se despedía mandándole un beso, y le decía también que se acordaba mucho de él y que le escribiera pronto y le contara todo lo que hacía, en el trabajo y en la academia por las noches.
No tardó el invierno en abrir el zurrón de los fríos, y la nieve de cumplir con su costumbre de preservar el descanso de los caminos y arrebujar el sueño de los montes.   
Las tardes que la nieve las retenía en La Braña, Amalia y Modestina, sentadas las dos junto a la lumbre, cosían y ensayaban a cortar la tela siguiendo el patrón de la revista que la modista de Prioro les había prestado.
–Y tú, Modestina, ¿qué has pensado para el día de mañana?
–No lo sé.
–¿Te vas a quedar siempre en La Braña?
Modestina no sabía qué responder.
–A mí me gustaría estudiar, y trabajar luego en algo que me gustara, y vivir en una ciudad, y tener amigas, y viajar…
La lumbre se apagaba y Modestina avivaba el fuego soplando con el fuelle, y, mientras lo hacía, no era capaz de apartar sus ojos de las brasas que se iban allí lentamente consumiendo.
Después acompañaba a Amalia hasta su casa.
Una tarde, al volver, se entretuvo mirando la nieve. La mortecina luz de la bombilla que colgaba en la esquina de la calle se repartía por su superficie en mil destellos diminutos que se encendían y se apagaban sin cesar. Extendió la mano para que, con la helada, quedara allí grabada su huella.
A la mañana siguiente, al descorrer las contraventanas, vio que la vereda abierta en la calle estaba otra vez tapada y las ramas desnudas de los árboles se habían vuelto a vestir de blanco. Cubierta por la nieve nueva, la corteza que ella había palpado la noche anterior se iría a lo mejor poco a poco reblandeciendo, o se quedaría así, dura y helada, hasta que la lluvia o la primavera la derritieran. Y sobre la nieve blanda que ella veía caer desde la ventana se formaría también otra corteza, a lo mejor aquella misma noche, si el cielo se quedaba raso y estrellado y bajaba la helada.
Cerró las contraventanas. No quería que aquella tristeza que se le metía a veces dentro y le tardaba luego un rato largo en salir le viniera tan pronto aquella mañana. 

                                                          (De Años de guardar)




1 comentario:

  1. Se agradece que levantes esa corteza que por la época puede ser de nieve, y saques aquellos años de guardar.

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