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lunes, 29 de julio de 2019

20 de julio de 1969


–¡Los americanos ya están en la Luna!
Nos detuvimos un momento a mirarla, recién salida de detrás de los montes y quieta allí en una esquina del cielo, como pidiendo permiso para entrar.
El salón parroquial estaba abarrotado y un locutor de voz algo pastosa repetía sin misericordia datos sobre el cohete y la distancia recorrida, la órbita terrestre y la fuerza de gravedad…
El señor cura bajó el volumen hasta casi enmudecer el aparato y dijo que íbamos a asistir a un acontecimiento histórico, la llegada del hombre a la Luna, pero que nadie se engañara, porque a pesar de los avances de la ciencia, arriba estaba Dios, al que le hubiera bastado con soplar aquella tarde para que el cohete de los americanos volase por los espacios como una paja por el aire de las eras… 
El alcalde quiso también decir unas palabras, pero el señor cura zanjó la tentativa con un aspaviento.
La imagen que todos esperábamos ver, la de los astronautas pisando la Luna, tardaba en aparecer y algunos, solicitados por el sueño, se fueron marchando.
En la pantalla volvían a aparecer las imágenes del despegue del Apolo X en Cabo Cañaveral, con la larguísima estela de humo que soltaba según se iba alejando cielo arriba, y las caras serias de los científicos de la NASA pegadas a las máquinas llenas de botones desde las que controlaban todos los detalles del viaje.
Eran casi las tres de la madrugada cuando Neil Amstrong bajó de la nave y pisó el suelo de la Luna.
El silencio expectante estalló finalmente en aplausos, con el alcalde y el señor cura pugnando por ver quién era el que más ímpetus ponía en la celebración.
Se lo expliqué todo a mi abuela a la mañana siguiente y ella se me quedó mirando, muy seria:
–¡Ay, alma de cántaro!

                                              (La Razón, 21 de julio de 2019)


lunes, 22 de julio de 2019

El verano


A mediados de junio se acababa la escuela y empezaba el verano, que era una sucesión de días azules que no iba a terminar nunca.

El verano entonces, cuando el mundo estaba bien hecho y las horas se detenían lo que les daba la gana en los relojes, eran las cerezas, que coloreaban en apretados racimos en las huertas que rodeaban el pueblo; y si no las teníamos propias, las buscábamos de noche en finca ajena, vigilando uno que no viniera el amo mientras los demás tiraban de las ramas bajeras, que solían ser las más castigadas por la codicia de los viandantes, por eso a veces no había más remedio que trepar tronco arriba hasta la copa, donde se ofrecían siempre las mejores, las más gordas y maduras, también las más dulces, de ahí que fueran las preferidas de los pájaros.

El verano eran los partidos de fútbol, con pelota de goma (los balones de cuero, o de reglamento, tardaron unos años en llegar, y los traía solo algún veraneante para darnos envidia), en las eras al mediodía mientras los mayores dormían la siesta, o los domingos por la tarde en alguna pradería del contorno, con improvisadas porterías de dos palos clavados en el suelo.

El verano eran las labores de la recolección de la hierba y de la trilla en la era, con los ásperos paréntesis en que tocaba guardar el ganado, un día entero de exilio en el monte que se teñía de destierro si caía en festivo o conllevaba la obligación de dormir en el chozo, toda la noche oyendo los cencerros de las vacas que luego al volver a casa seguían resonando sin parar en la cabeza a todas horas hasta bien entrado el sueño.

El verano eran los días que galopaban cada vez más deprisa en el calendario en cuanto septiembre empezaba a amarillear en el horizonte.

                                           (La Razón, 14 de julio de 2019)

lunes, 15 de julio de 2019

Tiempo de eufemismos

Con la Guía de Comunicación Inclusiva para construir un mundo más igualitario, que armó un cierto revuelo cuando se editó el pasado mes de junio, el Ayuntamiento de Barcelona pretende desterrar una serie de expresiones y vocablos susceptibles de herir a determinados colectivos por contener ideas estereotipadas o transmitir prejuicios racistas, étnicos o culturales. Así, "inmigrante ilegal" debería ser sustituido por 'persona migrante', "negrito" o "persona de color", por 'persona negra', y términos como "inválido", "minusválido", "paralítico", "cojo" o "disminuido" se englobarían todos en 'persona con discapacidad física/persona con movilidad reducida'. Del mismo modo,  los ciegos o invidentes serían 'personas ciegas o con ceguera', y los locos o enfermos mentales, 'personas con problemas de salud mental'.
Es la apoteosis de los eufemismos, y los ejemplos vienen de lejos.
Primero fue criada o doncella, luego sirvienta, y ahora es subalterna, o empleada de hogar. Los porteros y porteras de toda la vida han ascendido a conserjes o empleados y empleadas de fincas urbanas. Se acabaron los viejos, que ahora son mayores o ancianos (lato sensu, jubilados), y los pobres, que se han transformado en desfavorecidos o en personas en riesgo de exclusión social, y los gordos, que son obesos o tienen sobrepeso. Y otro tanto ha ocurrido con los asilos, que se han convertido en residencias, las cárceles o prisiones, que han devenido en centros de readaptación social o instituciones correccionales o establecimientos penitenciarios donde se albergan internos, no presos, y los manicomios, un tiempo clínicas mentales y actualmente centros de salud mental.
Tampoco hay ya vejez, solo esa cursilería de la tercera edad.
Por no hablar del cese temporal de convivencia (separación o divorcio), la disfunción eréctil (impotencia), los residuos sólidos urbanos (basura), el tráfico de influencias (soborno), los daños colaterales (muerte de civiles), el crecimiento negativo (pérdidas), la regulación de plantilla o reajuste de personal (despidos) y el reajuste de precios (subida de los mismos).

           (La Razón, 8 de julio de 2019)

lunes, 8 de julio de 2019

Árboles de Barcelona


Si, como es sabido, fue la especie humana la que apareció en la vida de los árboles, y no al revés, los más de 300.000 que hoy adornan y oxigenan la ciudad de Barcelona deberían tener tanto o más derecho que nadie a vivir cómoda y tranquilamente en ella. Y también a respirar sano, y a ser tratados con el debido respeto, y a recibir los cuidados oportunos. Dos terceras partes de esa considerable arquitectura verde, o sea, 200.000, decoran y mitigan los rigores de calles y plazas, 30.000 sombrean los parques y el resto, en torno a 70.000, crecen en las zonas forestales.
Los hay de casi todas las especies: plátanos de sombra (como los 300 ejemplares, plantados hacia mediados del siglo XIX, que se alinean en la Rambla), encinas (por ejemplo, las 45 que arraigan en la mismísima plaza de Catalunya desde principios del pasado siglo), palmeras y acacias de diferentes clases, tilos, castaños, cipreses, magnolios, almeces, naranjos amargos, sauces llorones, arces, olmos, álamos, chopos, moreras, árboles del amor... También robles, algarrobos, fresnos y olivos (en el parque Cervantes), y hasta un tejo, en los jardines de la vieja Universidad.
Por no hablar de los pertenecientes a diversas especies exóticas: la casuarina o pino marítimo de Australia, el cedro del Himalaya (también el del Atlas y el del Líbano), el aligustre de Japón, el olmo de Siberia, el jabonero de la China, la séfora o árbol de las pagodas, la tipuana o palo rosa, el árbol de la seda o acacia de Constantinopla, el naranjo de Luisiana, el jacarandá y el palo borracho, originarios de Sudamérica...
Algunos de ellos, como el ginkgo de los jardines de la Universidad, plantado hacia 1900 y con más de 20 metros de altura, o el majestuoso ombú o bellasombra, de procedencia argentina, en la plaza de Francesc Macià, figuran entre los más emblemáticos de la ciudad.

                                            (La Razón, 1 de julio de 2019)

lunes, 1 de julio de 2019

San Juan, hacia 1610


Es la fecha aproximada en que llegan don Quijote y Sancho a Barcelona, al término de su tercer y último viaje.
Tras dejar la Mancha, atraviesan Aragón y entran en Cataluña. Nada más hacerlo, se encuentran con una partida de bandoleros y su capitán, Roque Guinart, que despierta la admiración de don Quijote por su sentido de la justicia. El bandolerismo era una realidad social en la Cataluña de la época, y bajo el nombre de Roque Guinart se alude a Perot Rocaguinarda, un personaje rigurosamente histórico y contemporáneo de Cervantes. Con los bandoleros conviven tres días y tres noches, y el propio Roque Guinart les conduce "por atajos y sendas encubiertas" hasta las puertas de Barcelona, a cuyas playas llegan la víspera de san Juan por la noche. Allí les sorprende la ruidosa algazara con que los barceloneses celebran el amanecer de un día de fiesta.
De la capital catalana, que contaba entonces con unos 33.000 habitantes, les llama la atención el bullicio de las calles, las galeras del puerto y, sobre todo, el mar, que ni don Quijote ni Sancho habían visto antes. En compañía de don Antonio Moreno, a quien Roque Guinart ha enviado una carta de recomendación para que los acoja en su casa, pasean por las calles, visitan una imprenta (probablemente, en la calle del Call) y una galera. Estando en esta última, suena la alarma de que se acerca un barco turco, el enemigo más temible del mundo cristiano en aquella época, y la galera, junto con otras dos, sale en su captura.
La estancia en Barcelona, la única ciudad que visita don Quijote, termina cuando, dos días después, el hidalgo es derrotado en la playa por el Caballero de la Blanca Luna (en realidad, su amigo el bachiller Sansón Carrasco, que ha recurrido a esta estratagema para curar su locura y obligarle a volver a su tierra).

                                                  (La Razón, 24 de junio de 2019)