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viernes, 29 de mayo de 2015

Efemérides literarias

Hoy hace cincuenta y siete años, el 29 de mayo de 1958, moría en Puerto Rico Juan Ramón Jiménez.
Nacido en Moguer (Huelva) en 1881, se interesó desde muy joven por la literatura (los primeros poemas los escribió ya a los catorce años), y  en 1900 se trasladó a Madrid "a luchar por el modernismo". La muerte de su padre ese mismo año le produjo una profunda crisis, que le obligó a permanecer en sanatorios del sur de Francia y de Madrid. En 1916 se casó en Nueva York con Zenobia Camprubí, que colaboró con él en la traducción del poeta indio Rabindranath Tagore. En 1936, al estallar la guerra civil, inició un largo exilio por varios países de América. En 1951 se instaló en Puerto Rico, donde le fue concedido el Premio Nobel de Literatura en 1956, el mismo año en que murió Zenobia. 


Juan Ramón Jiménez dedicó toda su vida a la poesía, a la Obra, como él decía. La búsqueda de la belleza mediante la poesía fue su única ocupación, la que le absorbió todo su tiempo: “Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y por el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados”.
Obsesionado por conseguir la perfección, ordenaba y corregía continuamente sus versos. No le toques ya más, que así es la rosa”, dijo en alguna ocasión, aunque él mismo aclaró que si tal decía era después de haber tocado el poema hasta la rosa”. (“La rosa no cansa”, recordaba también el poeta que le decía su madre.)
La obra de Juan Ramón Jiménez, desarrollada a lo largo de más de medio siglo, no puede adscribirse a ningún grupo o movimiento literario concreto, pues se mantuvo siempre al margen de modas y escuelas, fiel a su personal y original concepción de la poesía.
A su primera época, que él llamó “sensitiva”, pertenecen, entre otros libros, Rimas (1902) y Arias tristes (1903), centrados en los temas de la melancolía, la soledad, el paso del tiempo y la muerte. La segunda época, la de la poesía intelectual o desnuda, se inaugura con Diario de un poeta recién casado (1917), escrito a raíz de un viaje a Nueva York con motivo de su boda. Se trata de una poesía de ideas, más que de sentimientos; poesía depurada, dirigida a la inteligencia, y que exige un esfuerzo intelectual para desentrañar su significado:
                       
                        ¡Intelijencia, dame
                        el nombre exacto de las cosas!

Formalmente, es también una poesía desnuda de adornos innecesarios: el tono es natural y coloquial, y se busca la expresión sencilla y precisa. (Encajaría aquí su conocida frase: “Quien escribe como se habla llegará en lo porvenir más lejos que quien escribe como se escribe”.)
A la tercera etapa, la “suficiente o verdadera”, corresponden los libros escritos fuera de España: En el otro costado (1936-1942), que contiene el famoso poema en prosa Espacio y Animal de fondo (1949), posteriormente incluido en Dios deseado y deseante, en los que expresa vivencias de carácter místico: el dios del poeta es la belleza del mundo, la naturaleza, con la que se siente íntimamente identificado.

Sirva como muestra de lo dicho esta breve antología (antolojía, escribiría Juan Ramón, que tuvo siempre el capricho de sustituir la g por la j cuando el sonido de ambas grafías es el mismo: elejía, májico, intelijencia, nostaljia…).

En el primer poema, se sugiere un estado de ánimo melancólico proyectándolo en un paisaje que actúa como su espejo o símbolo:

                          Viene una música lánguida,
                        no sé de dónde, en el aire.
                        Da la una. Me he asomado
                        para ver qué tiene el parque.
                          La luna, la dulce luna
                        tiñe de blanco los árboles,
                        y, entre las ramas, la fuente
                        alza su hilo de diamante.
                          En silencio, las estrellas
                        tiemblan; lejos, el paisaje
                        mueve luces melancólicas,
                        ladridos y largos ayes.
                          Otro reló da la una.
                        Desvela mirar el parque
                        lleno de almas, a la música
                        triste que viene en el aire.
(Arias tristes, 1903)                           

El tema del que sigue, como ya el título indica, es la premonición de la muerte. El poeta se irá, pero la naturaleza se renovará cada año a pesar de que él ya no esté para contemplarla:

                                   El viaje definitivo

               ...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
            cantando;
            y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
            y con su pozo blanco.
              Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
            y tocarán, como esta tarde están tocando,
            las campanas del campanario.
               Se morirán aquellos que me amaron;
            y el pueblo se hará nuevo cada año;
            y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
            mi espíritu errará, nostáljico...
               Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
            verde, sin pozo blanco,
            sin cielo azul y plácido...
            Y se quedarán los pájaros cantando.
                                               (Poemas agrestes, 1910-11)

La búsqueda de la verdadera identidad, mediante el contraste de las distintas personalidades del yo poético, es el tema del que figura a continuación:  

                                     Yo no soy yo.
                                                                       Soy este
                                   que va a mi lado sin yo verlo;
                                   que, a veces, voy a ver,
                                   y que, a veces, olvido.
                                   El que calla, sereno, cuando hablo,
                                   el que perdona, dulce, cuando odio,
                                   el que pasea por donde no estoy,
                                   el que quedará en pie cuando yo muera.
                                                                       (Eternidades, 1918)

Y en el siguiente, el poeta se reafirma en su convicción de que la belleza –que, simbólicamente, reside en lo más elevado y en la naturaleza– es la plenitud y la razón de ser de su vida:

                                     ¡Esta es mi vida, la de arriba,
                                   la de la pura brisa,
                                   la del pájaro último,
                                   la de las cimas de oro de lo oscuro!
                                     ¡Esta es mi libertad, oler la rosa,
                                   cortar el agua fría con mi mano loca,
                                   desnudar la arboleda,
                                   cogerle al sol su luz eterna!
                                                                       (Poesía, 1923)

Pero el libro más famoso, y el más leído, de Juan Ramón Jiménez es, qué duda cabe, Platero y yo, publicado en 1914.
Las simpáticas anécdotas y pequeñas aventuras del poeta con su burro Platero han hecho las delicias del público lector, particularmente del más joven. ¡Y cuántas generaciones de adolescentes han aprendido desde entonces a escribir tratando de imitar esa prosa poética que tanto gusta a esas edades!
En la memoria de todos están todavía los comienzos de algunos capítulos: 

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. (I, Platero)

La luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los prados soñolientos se ven,  vagamente, no sé qué cabras negras, entre las zarzamoras… Alguien se esconde, tácito, a nuestro pasar… (XVII, Calosfrío)

Miedo. Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio. El amor se para. Tiembla la culpa. El remordimiento cierra los ojos. Más silencio… (XXVIII, Tormenta)

En el arroyo grande, que la lluvia había dilatado hasta la viña, nos encontramos, atascada, una vieja carretilla, toda  perdida bajo su carga de hierba y de naranjas. Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda… (XXXVIII, La carretilla

jueves, 28 de mayo de 2015

De pedagogía

En los treinta y muchos años que fui profesor (oscuro profesor, que dice el tópico, como la inmensa mayoría, y a mucha honra), aprendí muchas cosas, tantas como enseñé, o más si cabe.
Hablaré ahora de las que tienen que ver con la pedagogía, y las citaré por el orden cronológico en que las aprendí (todas, claro está, a fuerza de experiencia, madre de la sabiduría según los antiguos).
La primera, que las doctrinas o normas pedagógicas no sirven para gran cosa (o para casi nada, si se me permite la impertinencia de ser sincero).
La segunda, que lo que se enseña sin vivirlo y sin sentirlo (esto es, sin pasión, o peor aún, con desgana) produce los mismos resultados que pedir peras al olmo o predicar en el desierto.
La tercera –y ocupa, mal que me pese, este lugar, porque fue la última que aprendí, y bien que lo lamento–, que hay que querer a los alumnos. Queriéndolos, se transmite involuntariamente y sin esfuerzo alguno –en el tono de la voz, en los gestos, en la disposición afable y paciente... – algo tan fundamental en toda relación humana como es el afecto. Los alumnos lo perciben enseguida, y corresponden con creces.
De manera que el afecto, se podría concluir, es el único criterio pedagógico que surte efecto. (Quien lo probó lo sabe, que dijera Lope de Vega, aunque refiriéndose a los desconciertos y extravíos del amor.)

miércoles, 27 de mayo de 2015

Futuro II. Efemérides literarias

Y si por algún milagroso arte volviera a la edad en que uno sueña con lo que va a ser en la vida, y de verdad pudiera elegir, lo echaría a suertes entre estos tres oficios, y los enumero por estricto orden alfabético, no de preferencia:
farero, de día ocupado en la contemplación del mar –los ojos, de tan acostumbrados, interpretando ellos solos los versos de las olas y el mapa del horizonte- y de noche en el recuento de las estrellas;
guarda de montes y de ríos, y que ningún rincón se quedara sin explorar, y ningún camino sin recorrer, y ningún animal ni pájaro ni árbol ni planta ni flor sin apuntar en la memoria, con la situación y características de cada cual, y que las aguas de los arroyos y los ríos discurrieran en paz llevando el recado de su caudal a las de los otros ríos con los que fueran a juntarse antes de llegar al mar;
profesor de instituto, para leer en clase a los alumnos las mejores historias que los escritores han escrito y las mejores poesías que los poetas han compuesto, y animarles a que también ellos, además de leer las de otros, escriban y compongan igualmente las suyas.




El 27 de mayo de 1939 murió en París Joseph Roth, sin duda uno de los más grandes escritores de nuestro tiempo. Judío de origen austríaco, participó como voluntario en la Primera Guerra Mundial, que supuso el derrumbamiento del imperio austrohúngaro. El fin de los Habsburgo tuvo consecuencias de catástrofe para los judíos de la Europa Central, que se vieron obligados a dispersarse por otros países. Esta amarga experiencia, personal y colectiva, que alcanzó los tintes de una nueva diáspora y desgarró la identidad y la historia de la próspera y culta comunidad judía centroeuropea, es el tema central de la obra de Joseph Roth. De ella me ocuparé en otra ocasión; baste hoy esta nota de recuerdo y el adelanto de los títulos más significativos, indispensables todos en la biblioteca del buen lector: Fuga sin fin (1924), Job (1930), La marcha Radetzky (1932), La cripta de los capuchinos (1938), La leyenda del santo bebedor (1939).   

martes, 26 de mayo de 2015

Futuro I

Yo, de mayor, si voy al cielo, quiero ser picapedrero, que seguro que allá arriba, no estando sujetas a la ley de la gravedad, las piedras no son tan duras y se rompen al primer golpe como si fueran avellanas.
Y si no hay plaza ya, peón de labrador con san Isidro, que los ángeles se encargan de arar con los bueyes mientras mi patrón reza y yo leo.
Y si también ese puesto estuviera ya ocupado, aprendiz de carpintero con san José, que enseña el oficio con bondad y paciencia en su humilde taller de un barrio apartado en las afueras del paraíso. 

lunes, 25 de mayo de 2015

Dimes y diretes

Frente al culto y algo pedante ‘el libre albedrío’, que suena tan pedregoso, el equivalente popular ‘la real gana’, recio y contundente como un martillazo.

De vena añeja y finísima chispa, prendida en el corro de alguna lumbre o escanciada con jarro de vino agrio en cualquier taberna, lo de ‘gente gorda’, acaso porque era eso lo que más les envidiaban a los ricos y poderosos aquellos que bastante tenían con procurarse el pan de cada día, y con ello se conformaban; y lo mismo vale para ‘pez gordo’.

También, la gracia y el sabor de buena cepa de esta otra expresión, ‘gente menuda’, para designar a la chiquillería.

Claro que luego está la influencia de la televisión:
“Para mañana han dado tiempo inestable y descenso generalizado de temperaturas”, se oye decir a personas que han vivido toda su vida en el campo, donde el tiempo hasta ahora siempre ha sido bueno o malo y las temperaturas subían o bajaban, sin más.
Que viene a ser lo mismo que decir “Han coronado la cima de la montaña” en lugar de como se ha venido diciendo toda la vida: “Han subido al pico de la montaña”.

viernes, 22 de mayo de 2015

Un romance

En los sembrados verdean los tallos del trigo, el campo se viste de flores, compiten con sus cantos la calandria (alondra) y el ruiseñor, los enamorados no ocultan que lo están.
El mundo es para todos los que en él habitan un lugar alegre y placentero.
Excepto para un pobre prisionero que, encerrado en la oscuridad de alguna mazmorra, se siente triste y desdichado. Las horas serían una sombra negra inalterable, y el tiempo una noche eterna, si no fuera por una avecilla que le anuncia con su canto el milagro diario del amanecer. Con ese mensaje, el único que le llega del mundo tan lejano, se sustenta.
Un mal día, la avecilla deja de cantar. Y el prisionero, resignado –qué otra cosa puede hacer–, se atreve a desearle un castigo divino al ballestero que se la mató.

Esto es lo que cuenta, con la sencillez y contención expresivas que caracterizan a la poesía anónima tradicional, el romance que transcribo a continuación, uno de los más bellos del Romancero viejo anterior al siglo XV.

                                               Romance del prisionero
                        Que por mayo era, por mayo,
                        cuando hace la calor,
                        cuando los trigos encañan     
                        y están los campos en flor,
5                      cuando canta la calandria
                        y responde el ruiseñor,
                        cuando los enamorados
                        van a servir al amor,
                        sino yo, triste, cuitado,         
10                    que vivo en esta prisión,
                        que ni sé cuándo es de día
                        ni cuándo las noches son,
                        sino por una avecilla
                        que me cantaba al albor.    
15                    Matómela un ballestero;
                        déle Dios mal galardón.

3 encañar: empezar el tallo del trigo a convertirse en caña
9 sino yo: excepto yo; cuitado: desdichado
14 al albor: al amanecer

¿Qué será del prisionero sin su avecilla mensajera? ¿Quién le anunciará el amanecer?

¿Cómo se sobrelleva una vida no sabiendo “cuándo es de día ni cuándo las noches son”?  

jueves, 21 de mayo de 2015

Los entremeses y el vermut

Sucede  a veces que, entre lo que uno dice y lo que el otro entiende, hay, como quien dice, un buen trecho.
Trecho que se presta a la interpretación, el equívoco, la confusión, la divergencia, el malentendido…
Viene esta reflexión a cuento de lo que hace años me ocurrió en clase al hablar de Cervantes, más concretamente, de los entremeses que compuso. Les expliqué a los alumnos lo que eran (“representación de risa y graciosa, que se entremete entre un acto y otro de la comedia para alegrar y espaciar al auditorio”, los define Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana, del que ya se habló aquí), les señalé que el autor del Quijote había contribuido como nadie a popularizarlos, les anoté en la pizarra los tres de más renombre (El retablo de las maravillas, La guarda cuidadosa y La cueva de Salamanca) y les leí algún fragmento de uno de ellos.
Debí también de recurrir a la etimología de la palabra (por vía directa del catalán entremès o del francés entremets, pero ambas procedentes del latín intermissus, participio del verbo intermittiere, ‘intercalar’) y, para hacérselo todo más llano y comprensible, a la comparación con la otra acepción del término, la gastronómica o culinaria, que guarda con la literaria un gran parecido, y más en la propia época de Cervantes, cuando los entremeses, a diferencia de lo que ahora sucede, se ponían en las mesas para picar de ellos mientras se servían los platos principales.
Y aquí se cumplió lo que decía al principio y sobrevino el malentendido, fruto inocente de la libre interpretación –y que me hizo replantear incluso la conveniencia del método explicativo–, cuando un alumno aseguró luego en el examen, textualmente y sin rodeos, que Cervantes había inventado el vermut.  


miércoles, 20 de mayo de 2015

Efemérides literarias. Dos novelistas

El 20 de mayo de 1799 nacía en Tours (Francia) Honoré de Balzac, y el 16 de mayo de 1917 veía la luz en Jalisco (México) Juan Rulfo.
Dos novelistas representativos de sus épocas respectivas, dos formas de ver el mundo y de contarlo.
Balzac representa la novela clásica, que es lo mismo que decir la novela realista del XIX, una novela que se propone, como principal objetivo, ser un reflejo fiel de la realidad contemporánea, "un espejo a lo largo del camino", en palabras de Stendhal, que cuente unos hechos verosímiles protagonizados por personajes "copiados del natural", y en lugares reconocibles. Las calles de las ciudades, la vida y las preocupaciones cotidianas de sus habitantes sustituyen al claro de luna y al ensueño románticos. La observación reemplaza a la fantasía, la crónica social al sentimiento. El mundo es más o menos ordenado, y la forma de contarlo responde a esa visión.
Nada de extraño tiene, según esto, que Balzac se propusiera la ímproba tarea de presentar la Francia de su época en sus novelas ("Quiero explicar mi siglo", dijo), y que las agrupara bajo el título general de La comedia humana, por contraposición a la Divina Comedia de Dante, a quien acaso pretendiera emular. Escribió en total noventa y siete, con el propósito declarado de “hacerle la competencia al registro civil”, para lo cual debían aparecer en ellas "todos los tipos y todas las posiciones sociales", sin olvidar ni "un carácter de hombre o de mujer, una profesión, un aspecto social". Él mismo las subdividió a su vez en diferentes series: Escenas de la vida privada, Escenas de la vida en provincias, Escenas de la vida parisina, Escenas de las vida política, Escenas de la vida militar, Escenas de la vida en el campo… A esa ambiciosa labor responden los títulos más conocidos, como La piel de zapa, Eugénie Grandet, Papá Goriot o la que me atrevo a recomendarles, Las ilusiones perdidas (1843), novela de aprendizaje en la que se narra la desventurada peripecia vital de Lucien de Rubempré, un poeta de origen provinciano que se traslada a París con el ánimo de alcanzar la gloria literaria. Aunque sus esperanzas, como suele ocurrir y el propio título de la novela advierte, se verán pronto frustradas...

La novela del siglo XX a la que Rulfo pertenece es otra cosa. Las corrientes irracionalistas en el pensamiento ponen en duda la pretensión de explicar objetivamente el mundo, la coherencia lógica del desarrollo narrativo es sustituida por una visión nueva que destruye la impresión de ordenada solidez de la realidad.
Los temas se renuevan, y uno de los más recurrentes es la crisis de valores de la sociedad contemporánea. El mundo que se refleja es, si no caótico, por lo menos inquietante y misterioso. De ahí que prevalezca en la mayoría de los casos una perspectiva desengañada y pesimista. Con frecuencia se bucea en el subconsciente y la parte más oscura del ser para indagar en las raíces de la condición humana.
Y lo mismo ocurre con los procedimientos narrativos, a los que se concede particular importancia, tendiendo por ello a experimentar nuevas formas en el arte de contar, hasta tal punto que en ocasiones el cómo se cuenta tiene tanto interés como lo que se cuenta. El narrador se vuelve subjetivo y se fragmenta o se diversifica en múltiples perspectivas. Si la existencia y el mundo son complejos y confusos, por qué no va a serlo también su reflejo literario.
Juan Rulfo, fallecido en 1986, es autor de un libro de cuentos, El llano en llamas (1953), y de una novela no muy extensa, Pedro Páramo (1955), ambientada en un pueblo muerto habitado por fantasmas, el mítico Comala, adonde llega Juan Preciado en busca de su padre muerto: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera”, son las palabras, ya anotadas en otra entrada de este blog -la correspondiente a Los mejores comienzos de novela- con que da comienzo el relato.
Comala, un pueblo “sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”, un lugar de muertos vivientes cuyos rostros se transparentan “como si no tuvieran sangre”,  forma parte por derecho propio, junto con el condado de Yoknapatawpha (William Faulkner),  Santa María (Juan Carlos Onetti) o Macondo (García Márquez), de los espacios universalmente simbólicos de la literatura moderna.
Transcribo unas líneas -y ya termino, que parece esto una clase aburrida- de Pedro Páramo (la que así se expresa es Dorotea, uno de los personajes femeninos de la novela):

Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos.
Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño. Creo sentir la pena de su muerte… Pero esto es falso.
Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.
Siento el lugar en que estoy y pienso…
Pienso cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban son su olor el viejo patio. [...]
Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época.
En febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo.
Mi madre murió entonces. […]
Nadie vino a verla. Así estuvo mejor. La muerte no se reparte como si fuera un bien. Nadie anda en busca de tristezas.

martes, 19 de mayo de 2015

Invitación

Vengan al campo (el de mi pueblo si les parece bien, por el camino de los huertos hasta un paraje de prados que le dicen El Rellano, donde nace entre espinos un riachuelo y empieza el monte), al atardecer en primavera, si quieren oír un buen concierto de música sinfónica, que toca allí todas las tardes la rural orquesta filarmónica de los pajarines, con solos de ruiseñor y acompañamiento de mirlos, currucas, andarríos, verderones, petirrojos, reyezuelos, zorzales, sietecolores, herrerillos, relinchones, carboneras, pinzones, arrendajos, revolinguinas, pitos reales y gorriones. (Y los señores cuervos posados en lo alto de los chopos y observándolo todo desde lejos con displicencia y graznidos de desaprobación.) 

lunes, 18 de mayo de 2015

A vueltas con los libros

Algunos días, cuando no tengo más que hacer, por matar el tiempo, o por el puro afán de revolver, o para echar de casa la melancolía la tarde de los domingos, o por emular a los académicos –que se pasan la vida limpiando, fijando y dando esplendor-, me da por aventar la biblioteca (los bibliotecarios lo llaman expurgar), para que se airee un poco, y para hacer sitio a los nuevos inquilinos que esperan casa propia, a ser posible con buenas vistas, amontonados de cualquier manera en el suelo, o apilados en un rincón del pasillo.
A los desalojados tengo por costumbre llevarlos a una plaza concurrida o a un parque y dejarlos allí en un banco. Por el camino, y para darles ánimos y quedarme yo con la conciencia tranquila, voy pensando –a decírselo a ellos no me atrevo, pero los aprieto un instante contra el costado o los acaricio distraídamente con los dedos a ver si de esta manera les llega algún eco de mi discurrir- que van a tener suerte, que van a encontrar quien los acoja y los lleve a su casa para leerlos.
Una vez depositados en el banco, y mientras ellos aguardan, suelo retirarme un poco y me quedo acechando con la esperanza de que caigan en buenas manos.
Los que pasan se los quedan mirando, al principio con una cierta desconfianza, y los hay que se apartan, como si no fuera con ellos o sospecharan algo, y los hay, en cambio, que se acercan y más o menos disimuladamente echan una ojeada a su alrededor, como para  cerciorarse de que nadie los observa, y enseguida, una vez comprobado que nadie se fija en ellos, se agachan discretamente, ojean los títulos, los separan un poco si están apilados para verlos mejor, hojean con recato algunos, los palpan, los sopesan, y o bien tornan a dejarlos con mucho miramiento o los recogen para llevárselos, y en este último caso vuelven a comprobar que nadie los mira, componen la figura, los aferran contra un lado del pecho o los dejan colgando de la mano y se van, yo creo que apresurando un poco el paso, como si no estuvieran seguros de haber obrado bien o como si hubieran cometido algún pequeño delito. Aunque también los hay que sin más y apenas sin detenerse y sin ninguna consideración les echan mano como quien encuentra un billete de cinco euros en el suelo y no quiere saber nada, satisfecho con su buena suerte.
Solo cuando todos han encontrado nuevo dueño me quedo tranquilo. Y si no es así, es decir, si alguno se ha quedado huérfano en el banco, vuelvo a por él y me lo llevo a casa, a no ser que encuentre por el camino algún otro emplazamiento estratégico y repita allí, ahora con éxito, la misma operación. La puerta de una clínica es de los mejores, porque la gente que entra piensa que un libro puede hacerles compañía en las esperas y la que sale es propensa a la compasión y los buenos sentimientos. Y, si hace falta, entro en un bar y lo dejo como en un descuido sobre la barra, en la seguridad de que los camareros lo recogerán y lo guardarán detrás de la caja para no aburrirse cuando escasee el personal, o se lo regalarán a los mejores clientes, a los clientes más lectores, que eso es algo que enseguida se nota, y los camareros tienen para todas esas cosas un ojo muy fino.  
Cualquier cosa antes que dejarlos desamparados y que tengan que pasar la noche a la intemperie y sin una balda, una mesa o un cajón donde descansar.  

viernes, 15 de mayo de 2015

Efemérides literarias

Emily Dickinson 
El 15 de mayo de 1886 moría en Amherst (Massachusetts), el mismo pueblecito cercano a Boston donde había nacido en 1830, Emily Dickinson.
Hija de un prestigioso abogado, por el que sintió siempre un profundo respeto, se educó en un ambiente rígidamente puritano. Una decepción sentimental la empujó a llevar una vida solitaria y retirada en su casa familiar. Vestida siempre de blanco -parece que en homenaje a su platónico amor perdido-, las tareas domésticas y la escritura de sus poemas constituyeron durante toda su vida su única ocupación. (Cuando en cierta ocasión le preguntaron por qué no salía a recorrer mundo, contestó que el simple hecho de existir ya le bastaba, que con eso tenía bastante.) La muerte de su padre acentuó su soledad y retraimiento, lo que no impidió una segunda experiencia amorosa, también de tinte platónico.
Como tantas veces ocurre, en vida solo pudo ver impresos dos poemas, nada más. Cuatro años después de su muerte, en 1890, su hermana Lavinia logró publicar un volumen con ciento quince, al que siguieron posteriormente diferentes recopilaciones. Pero hubo que esperar aún un tiempo, hasta la década de 1920, para que su poesía obtuviese el reconocimiento público de críticos y lectores. Hoy, la obra de Emily Dickinson –unos mil seiscientos poemas, la mayoría de corta extensión- es unánimemente reconocida como una de las cumbres de la lírica norteamericana.
En correspondencia con su vida apartada y discreta, su poesía es del todo extraña a las corrientes literarias de su tiempo y de su país, tan extraña que pocos de sus contemporáneos llegaron a pensar que pudiera ser algún día publicada. Respirando siempre el mismo aire de las colinas de Amherst, paseando por su jardín y escribiendo en su habitación, Emily Dickinson encontró en las pequeñas maravillas y tragedias de la existencia el tema de su quehacer poético. Con una caprichosa abundancia de guiones, comillas y mayúsculas, sus poemas, moldeados siempre por la idea y el sentimiento, hablan del sufrimiento y del miedo, de la angustia y de la duda, de la muerte, pero también del júbilo de vivir, del asombro ante los misterios del mundo, de la esperanza y de los sueños. El laconismo, el ritmo entrecortado, los destellos intuitivos que sacuden como un escalofrío la aparente simplicidad formal son algunos de sus rasgos más característicos.

 
¡Soy Nadie! ¿Quién eres tú?

¿Eres tú... Nadie... también?
¡Entonces ya somos dos!
¡No lo digas! Nos desterrarían, ya sabes.

¡Qué terrible ser... Alguien!
¡Qué público, como una rana,
decir tu nombre, todo el santo junio,
a una charca en admiración!
            (Traducción de José Mª Valverde)



                                   Un sueño largo, largo, un famoso sueño,
                                   que señales no da de que se está acercando
                                   el día, pues no mueve ni un párpado el durmiente:
                                   un sueño independiente y apartado.
                                  
                                   ¿Pereza como ésta se vio nunca?
                                   En orilla de piedra,
                                   bajo el calor, dejar pasar los siglos
                                   y ni una vez mirar si el mediodía llega.
                                               (Traducción de Marià Manent)

Morir no duele mucho:
nos duele más la vida.
Pero el morir es cosa diferente,
tras la puerta escondida;

la costumbre del Sur, cuando los pájaros
antes que el hielo venga,
van a un clima mejor. Nosotros somos
pájaros que se quedan:

los temblorosos junto al umbral campesino,
que la migaja buscan,
brindada avaramente, hasta que ya la nieve
piadosa hacia el hogar nos empuja las plumas.
                        (Traducción de Marià Manent)
                                                


jueves, 14 de mayo de 2015

La voz de los animales

Curiosas e interesantes son también las palabras que nombran las voces de los animales.
Los pájaros pían, trinan, gorjean o gorgoritean, según sea la intensidad, la cadencia o el quiebro de su canto.
El gallo canta, la gallina cacarea (si está clueca, cloquea o cloca) y el pollo pía (piído, se llama cuando lo hace una vez) o piula.
El cuervo, la corneja y el grajo graznan, crascitan o grajean.
El pato parpa y grazna.
La paloma zurea o arrulla.
La golondrina trisa.
El búho, el cárabo o autillo (la carabiella leonesa y asturiana), la lechuza y el mochuelo ululan.
La cigüeña crotora cuando hace chocar la parte superior del pico contra la inferior.
El ganso y la gaviota graznan.
La grulla gruye.
El loro y la cotorra parlan.
El pavo grazna o tita (cuando convoca a la manada).
La perdiz ajea (cuando se queja), cuchichía (cuando canta) o titea (cuando llama a los pollos).
La urraca matraquea.
La abeja, la avispa, la mosca, el mosquito y otros dípteros zumban (el tábano no, que es taimado y silencioso).
La cigarra y el grillo chirrían (y desafinan un poco).
La rana croa o charlea (y se supone que lo mismo hace el sapo).
El ratón chilla.
La serpiente silba.
La cabra y la oveja balan.
El cerdo y el jabalí gruñen (este último, para reclamar la presencia de la hembra, ronca, y cuando oye gente o nota que le siguen la pista, rebudia y arrúa, respectivamente).
El gato maúlla, maya (y mía o miaga), fufa (si da bufidos), marramiza (si está en celo) y ronronea (si está contento, que debería ser su estado natural, siendo como es el príncipe de la casa).
El perro ladra, gañe (o aúlla, cuando lo maltrata) y arrufa (cuando se le hinchan las narices por algo y enseña los dientes).
El becerro, añojo, novillo o ternero berrea.
El buey y la vaca mugen (y braman).
El toro brama, muge y bufa (cuando, enfurecido, resopla).
El asno, burro, borrico, jumento, pollino o rucio rebuzna o rozna.
El caballo relincha.
El ciervo y el gamo berrean, balan y braman (y el gamo, para llamar a la hembra cuando está en celo, ronca).
El corzo ladra (su ladrido -o ladra- es áspero y ronco).
La liebre y el conejo chillan.
El zorro grita, aúlla o tautea (por onomatopeya del sonido que emite: tau-tau).
El lobo, la hiena, el coyote y el chacal aúllan.
El tigre y el león rugen.
La pantera y el leopardo himplan.
El oso gruñe.
Los elefantes barritan.
( Y los cocodrilos lloran cuando salen del agua y cuando devoran a sus víctimas, pero parece que no de pena sino porque, en el primer caso, sus glándulas segregan lágrimas para humedecer los ojos, y en el segundo, por la proximidad de las glándulas lacrimales con las salivales, lo que hace que ambas se estimulen constantemente al comer. No lo creían así los antiguos, y Covarrubias, por ejemplo, en su Tesoro de la lengua castellana, hablando de esta “especie de lagarto que se cría en el río Nilo”, dice que “sigue al hombre que huye dél, y huye del que le sigue; tiene un fingido llanto con que engaña a los pasajeros, que piensan ser persona humana, afligida y puesta en necesidad, y cuando ve que llegan cerca dél, los acomete y mata en la tierra”. De aquí vendría la expresión lágrimas de cocodrilo para referirse a las que vierte una persona fingiendo un dolor que no siente.)

Y lo mismo que decía ayer a propósito del quiquiriquí del gallo cabría aplicarlo también a la voz onomatopéyica del perro, que en castellano es guau y en otras lenguas, como sigue: en inglés, woof (uf); en francés, ouah (ua); en alemán, wau (vau); en catalán, bub (como suena, bub-bub); en japonés, wan (uan); en chino, wo (uai)…
O las gramáticas y diccionarios –y los académicos que redactan y sancionan unas y otros- se equivocan, o los perros no ladran igual en todas partes.