(En recuerdo de todos
los que, hace ahora treinta años, en julio de 1987, se vieron obligados por la fuerza a
abandonar sus casas y la tierra en que habían
nacido, anegada para siempre desde esa fecha por las aguas de un pantano)
La
vi por primera vez esta mañana temprano, sentada en un banco de piedra a la
entrada de su casa. Parecía ausente, como si nada de lo que estaba ocurriendo a
su alrededor le importara, y tan absorta en sus pensamientos que ni siquiera
levantó la cabeza cuando nos acercamos.
–¡Señora,
señora! –le grité.
No
se movió. Iba vestida toda de negro y en la cabeza llevaba un pañuelo también
negro que le cubría hasta media frente y le hacía sombra sobre los ojos.
Soplaba un poco el cierzo y se tapaba los hombros con un manto de lana cuyos
extremos sujetaba entre las manos.
–¿Qué
está haciendo aquí? ¡Todos se han marchado ya! –le advertí.
Abrió
despacio los ojos, me miró un momento y enseguida volvió a cerrarlos. Me fijé
en sus manos, amarillas y arrugadas, que se entretenían con los hilos del
manto.
–Tiene
que irse, señora –le dije, acercándome.
Como
si le costase un gran esfuerzo, su mirada fue ascendiendo lentamente desde el
suelo hasta llegar a encontrarse con la mía.
–¿Por
qué voy a tener que irme? –me contestó la anciana con voz firme.
Su
casa era una de las que estaba previsto derribar y demoler esta misma mañana.
Su casa y las dos de al lado, que eran las únicas que quedaban por ese lado del
pueblo.
–¡Las
máquinas llegarán de un momento a otro! –la informé.
–Lo
sé –me contestó, sin que ni una arruga de su rostro se alterase.
–¿Y
sabe que tiene que desalojar la casa, como han hecho todos? –le insistí.
–Yo
no voy a marcharme de mi casa –contestó.
Traté
entonces de mostrarme amable y conciliador:
–Nosotros,
señora, nos limitamos a cumplir órdenes…
–Le
digo que yo no me voy de mi casa –me replicó en tono cortante sin dejarme
terminar.
–Todos
se han ido –continué.
–Allá
cada uno –respondió con seguridad–. Yo ya soy vieja y nada se me ha perdido por
esos mundos de Dios. Conque no pienso marchar.
–Algún
familiar tendrá usted –le dije.
–Y
eso qué –objetó–. Aquí nací, aquí he vivido siempre, y aquí pienso morir.
–Mire,
señora –volví a recordarle– que las máquinas le van a tirar la casa hoy mismo.
–Pues
que la tiren –dijo–. A mí me enterrarán debajo. Como se lo digo. Casi lo estoy
deseando. Y que las aguas del maldito pantano me tapen a mí también.
Parecía
decidida a cumplir lo que sus palabras anunciaban. Miré a mis hombres, y todos
estaban tan perplejos como yo. Otros se han resistido, pero eran hombres y
mozos, con los cuales sabemos bien cómo hemos de emplearnos.
–Señora
–volví a insistir–, tiene que abandonar esta casa.
--Y
yo le digo que no lo haré.
–Señora,
hágase cargo –y traté de parecer amable inclinándome para palmearle
afectuosamente el hombro.
–No
me toque –me rechazó con un movimiento brusco.
Estaba
empezando a impacientarme. Para que no se me notara y calmarme un poco, miré por
la ventana de la cocina.
Me
llamó la atención que todo estaba en orden: una tartera de sopas encima de la
trébede, la lumbre de la hornilla recién atizada, las cazuelas y los platos en
la alacena, las colchonetas en los escaños, una silla junto al fuego… Nada
indicaba que la dueña de aquella casa tuviera la menor intención de
abandonarla.
–¿Qué
mira? –preguntó la anciana sin volver siquiera la cabeza.
–¿Por
qué no entra en su casa –le propuse–, prepara sus cosas y nosotros la ayudamos
a llevarlas?
–¿Y
por qué voy a hacerlo? –me interrumpió–. Ni tengo nada que preparar ni voy a ir
a ningún sitio.
–¿Pero
no ha visto –le dije– que ya todos en el pueblo, incluso los que ayer se subían
a los tejados, se están marchando?
Se
encogió de hombros.
–¿No
oyó tampoco repicar las campanas del campanario? –proseguí–. Fue la señal para
dejar el pueblo.
–Sí
las oí –contestó-. Pero no repicaban, tocaban a muerto.
–Señora,
por última vez…
Me
miró en silencio con una tristeza que le subía de lo más hondo de sus ojos.
–Ya
nunca más volverán a tocar las campanas –susurró–. Se han quedado mudas.
El
sol apareció de pronto por encima de los tejados. La anciana entrecerró los
ojos y se ajustó una vez más el manto sobre los hombros. Durante un buen rato
nos quedamos así en silencio, ella sentada en el banco de piedra, inmóvil y
absorta, las arrugas del rostro imperturbables, y yo allí de pie, mirándola,
sin saber qué hacer, ni qué decir, y mis cuatro hombres detrás impacientes y
perplejos esperando una orden, una indicación, algo.
–Señora
–le dije al fin con firmeza y autoridad–, recoja sus cosas y venga con
nosotros.
Volvió
a mirarme, y de nuevo le asomó a los ojos aquella tristeza infinita que parecía
tan vieja como ella.
–Mire
que si no lo hace voluntariamente… –la conminé.
–No
se atreverán –me atajó.
–No
tendremos más remedio –le aseguré.
–¿A
una pobre vieja? –dijo con un hilo de voz.
Ordené
a mis hombres que entraran en la casa, recogieran lo que vieran de valor, la
ropa y los objetos personales, y lo sacaran fuera.
La
anciana se levantó, agarró el bastón que tenía colgado detrás de la puerta y,
blandiéndolo en el aire, empezó a proferir insultos y amenazas a voz en grito.
Me vi entonces en la necesidad de sujetarla y obligarla a tomar asiento, que
trabajo me costó, en el escaño del portal.
–No
se molesten en sacar nada –murmuró con voz entrecortada al cabo de un rato–. Lo
único que quiero ya lo tengo yo metido en un par de bolsas ahí en ese cuarto.
Uno
de mis hombres trajo las dos bolsas.
–¿Esto
es todo, señora? –le pregunté solícito.
–Todo.
Lo demás lo llevo aquí –dijo, señalando la frente–, bien guardado.
Se
echó a llorar. Lloraba en silencio, y las lágrimas le bajaban por el rostro muy
despacio hasta caerle sobre el regazo.
Al
cabo se levantó, cogió las dos bolsas y salió. Caminaba agachada, con pasos
menudos y apoyándose en el bastón.
–Ya
me voy, ya me voy –iba murmurando entre dientes, y sin dejar de llorar.
Cuando
cruzó la portillera de la entrada se volvió, recorrió toda la casa con la
mirada y se santiguó. Estuvo así unos momentos y luego siguió calle adelante.
Esperamos
a que doblara la esquina y después, tal como se nos había ordenado, recorrimos
el pueblo inspeccionando y vigilando las casas que iban a ser demolidas, sin
novedad alguna digna de ser reseñada.
A
la anciana, en contra de lo que temíamos, no la volvimos a ver: como si hubiera
desaparecido.
Pero
esta tarde, acabado ya el servicio y de regreso al cuartel, la encontramos de
nuevo, en la orilla de la carretera, a un par de kilómetros del pueblo. Estaba
sentada en el suelo, recostada la espalda en un chopo, inmóvil y con el bastón
y las dos bolsas al lado.
Mandé
detener el vehículo y me apeé. Al acercarme a ella, vi que tenía la misma
expresión absorta y como ausente de por la mañana. Tampoco levantó la vista.
Solamente entreabrió los ojos, hizo un ademán de arrebujarse bajo el manto y
agachó aún más la cabeza.
–Ya
me he ido, ¿qué quiere ahora? –dijo con voz temblorosa.
–¿Pero
qué hace aquí, sola? –me interesé con solicitud.
–Nada,
descansar un poco –me respondió.
Me
ofrecí a llevarla en nuestro vehículo a alguna parte. Como si no me hubiera
oído, se levantó, cogió las dos bolsas y, apartándome con el bastón, pasó junto
a mí y se puso a andar carretera adelante.
Este
es el caso, mi teniente, que quería referirle, y el motivo por el que solicité
verle a usted con tanta urgencia.