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miércoles, 26 de julio de 2017

Historias del metro

1
Tres mujeres van cargadas de bolsas y hacen mohínes de resignación y aspavientos de cansancio. Una de ellas viste un suéter amarillo con una inscripción en inglés en la espalda –Look at this, reza– y un escudo o emblema o logotipo publicitario en la parte delantera Una de sus acompañantes le dice algo al oído. La mujer del suéter amarillo se lleva los dedos a la boca y hace chisssttt. La otra sonríe. A continuación se ponen las tres muy serias.
La del suéter amarillo hurga en una bolsa de El Corte Inglés y luego pregunta la hora dándose golpecitos en la muñeca. Sus amigas se encogen de hombros, alzan pesadamente los ojos, se estiran la falda al tiempo que aprovechan para ponerse más cómodas, relajadas, ausentes. A la mujer del suéter amarillo le oyen decir todos los viajeros que están a su alrededor que le gustaría tener un caballo en un pueblo de las afueras para pasear sobre él los fines de semana. Un día de estos se lo va a decir a su novio, le hace tanta ilusión.

2
–Oye, ¿y los ángeles de la guarda? Los que decían antes que asistían a los niños, que estaban siempre pendientes de nosotros, volando sin parar o suspendidos en el aire con sus alitas para protegernos de cualquier peligro, así los pintaban en las estampas... ¿Te acuerdas? Dicen que ya no los hay, porque no se atreven a volar del cielo a la tierra, por miedo a los satélites esos que se pasean por la atmósfera, y a las naves espaciales, y a los aviones...

3
–Pues sí, tengo un pequeño olivar, en una parcela que compró mi padre hace ya muchos años, por la parte de Tarragona, cuarenta árboles en total, y créame si le digo que cada uno tiene su carácter y su comportamiento, exactamente igual que las personas, sí señor, que parece mentira, y sus dolencias y debilidades, basta con prestarles un poco de atención para darse cuenta, y por lo mismo necesita cada cual sus cuidados, este un poco más de agua porque siempre está sediento, aquel que no le dé tanto el sol de cara, el otro que no le molesten las hormigas, el de más allá que le poden a menudo... Los hay además querenciosos, de la hierba seca abajo protegiéndoles el tronco, o del riego con aspersor, y algunos hasta se permiten sus rarezas, como el que no soporta a los pájaros, o el que arruga las hojas si ladran los perros, o el que se encoge y deja caer los limones ante de madurar si no le pongo un rodrigón en cada rama... Por eso, para tenerles bien atendidos, los he bautizado a todos con nombres de personajes de la historia, músicos y hombres de ciencias, filósofos y emperadores, navegantes y literatos...: Mozart, Newton, Lope de Vega, Pitágoras, Magallanes, Napoleón Bonaparte, Gengis Kan...

miércoles, 19 de julio de 2017

Libros que dejaron huella

Hablo de los libros que, por una u otra razón, más me impresionaron cuando los leí.
Así ocurrió, en la adolescencia y primera juventud, con los que siguen: La vida sale al encuentro, de José Luis Martín Vigil, una historia de amor que nos parecía un sueño imposible a los que padecíamos las penurias de los internados; El bosque animado, de Wenceslao Fernández Flórez, que devoré con devoción un día en el monte guardando las vacas, en la edición de la vieja colección Austral, de color azul la portada por pertenecer a la serie de 'Novelas y cuentos en general' (la serie verde correspondía a 'Ensayos y Filosofía'; la anaranjada, a 'Biografías y vidas novelescas'; la negra, a 'Viajes y reportajes'; la amarilla, a 'Libros políticos y documentos del tiempo'; la violeta, a 'Teatro y poesía'; la gris, a 'Clásicos'; la roja, a 'Novelas policíacas de aventura y femeninas'; la marrón, a 'Ciencia y técnica. Clásicos de la ciencia'); Viaje a La Alcarria, de Cela, que me enseñó a mirar los caminos y el paisaje con ojo literario; Los cipreses creen en Dios, de José Mª Gironella, todo un descubrimiento, por el tema de la guerra civil y por las peripecias de la familia Alvear en Gerona; El extranjero, de Albert Camus, en la edición del libro de bolsillo de Alianza (¡con títulos míticos en su catálogo!), y que entendí bien gracias a las anotaciones que había escrito a lápiz en los márgenes la persona que me lo prestó.
De algunos años más tarde recuerdo especialmente los cuentos de Ignacio Aldecoa, que conocí gracias a la antología La tierra de nadie y otros relatos de la colección RTV (cien títulos que aparecieron semanalmente a finales de la década de 1960 al precio de 25 pesetas y cuyas cubiertas variaban también de color según el contenido: La tía Tula, de Unamuno, y Cien obras maestras de la pintura fueron los dos primeros), los relatos de Julio Cortázar, Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll (lo leí en tres tardes de invierno de aquel larguísimo servicio militar), Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes, Hambre, de Knut Hamsun (de la colección Reno de Plaza y Janés, en papel áspero y páginas pegadas con cola que se desprendían una a una en cadena y no había manera de arreglar, desencuadernados todos por la mitad antes de acabar de leerlos), Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa, A este lado del paraíso, de Scott Fitzgerald, Ficciones, de Borges, que, como les ha sucedido a tantos letraheridos, marcó un antes y un después...
Y ya más acá en los últimos años, Guerra y paz, de Tolstoi, al que no tardaré en volver, Les hores, de Josep Pla, El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio (por las razones que expuse en este blog no hace mucho), La muerte de Ivan Ilich, también de Tolstoi, lectura imprescindible sobre el dolor y la muerte, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, asimismo imprescindible por tantos conceptos, La marcha Radetzky, de Joseph Roth En la belleza ajena, de Adam Zagajewski, novela y libro de memorias y ensayo a la vez, Benito Cereno, de Melville, El último encuentro, de Sándor Márai, Los adioses, de Onetti, La lección del maestro, de Henry James...
Cualquiera de estos últimos sería buen remedio para mitigar los calores y otras inclemencias del presente verano.


miércoles, 5 de julio de 2017

En el valle de Riaño, julio de 1987


            (En recuerdo de todos los que, hace ahora treinta años, en julio de 1987, se vieron obligados por la fuerza a abandonar sus casas y la tierra en que habían nacido, anegada para siempre desde esa fecha por las aguas de un pantano)

La vi por primera vez esta mañana temprano, sentada en un banco de piedra a la entrada de su casa. Parecía ausente, como si nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor le importara, y tan absorta en sus pensamientos que ni siquiera levantó la cabeza cuando nos acercamos.
–¡Señora, señora! –le grité.
No se movió. Iba vestida toda de negro y en la cabeza llevaba un pañuelo también negro que le cubría hasta media frente y le hacía sombra sobre los ojos. Soplaba un poco el cierzo y se tapaba los hombros con un manto de lana cuyos extremos sujetaba entre las manos.
–¿Qué está haciendo aquí? ¡Todos se han marchado ya! –le advertí.
Abrió despacio los ojos, me miró un momento y enseguida volvió a cerrarlos. Me fijé en sus manos, amarillas y arrugadas, que se entretenían con los hilos del manto.
–Tiene que irse, señora –le dije, acercándome.
Como si le costase un gran esfuerzo, su mirada fue ascendiendo lentamente desde el suelo hasta llegar a encontrarse con la mía.
–¿Por qué voy a tener que irme? –me contestó la anciana con voz firme.
Su casa era una de las que estaba previsto derribar y demoler esta misma mañana. Su casa y las dos de al lado, que eran las únicas que quedaban por ese lado del pueblo.
–¡Las máquinas llegarán de un momento a otro! –la informé.
–Lo sé –me contestó, sin que ni una arruga de su rostro se alterase.
–¿Y sabe que tiene que desalojar la casa, como han hecho todos? –le insistí.
–Yo no voy a marcharme de mi casa –contestó.
Traté entonces de mostrarme amable y conciliador:
–Nosotros, señora, nos limitamos a cumplir órdenes…
–Le digo que yo no me voy de mi casa –me replicó en tono cortante sin dejarme terminar.
–Todos se han ido –continué.
–Allá cada uno –respondió con seguridad–. Yo ya soy vieja y nada se me ha perdido por esos mundos de Dios. Conque no pienso marchar.
–Algún familiar tendrá usted  –le dije.
–Y eso qué –objetó–. Aquí nací, aquí he vivido siempre, y aquí pienso morir.
–Mire, señora –volví a recordarle– que las máquinas le van a tirar la casa hoy mismo.
–Pues que la tiren –dijo–. A mí me enterrarán debajo. Como se lo digo. Casi lo estoy deseando. Y que las aguas del maldito pantano me tapen a mí también.
Parecía decidida a cumplir lo que sus palabras anunciaban. Miré a mis hombres, y todos estaban tan perplejos como yo. Otros se han resistido, pero eran hombres y mozos, con los cuales sabemos bien cómo hemos de emplearnos.
–Señora –volví a insistir–, tiene que abandonar esta casa.
--Y yo le digo que no lo haré.
–Señora, hágase cargo –y traté de parecer amable inclinándome para palmearle afectuosamente el hombro.
–No me toque –me rechazó con un movimiento brusco. 
Estaba empezando a impacientarme. Para que no se me notara y calmarme un poco, miré por la ventana de la cocina.
Me llamó la atención que todo estaba en orden: una tartera de sopas encima de la trébede, la lumbre de la hornilla recién atizada, las cazuelas y los platos en la alacena, las colchonetas en los escaños, una silla junto al fuego… Nada indicaba que la dueña de aquella casa tuviera la menor intención de abandonarla.
–¿Qué mira? –preguntó la anciana sin volver siquiera la cabeza.
–¿Por qué no entra en su casa –le propuse–, prepara sus cosas y nosotros la ayudamos a llevarlas?
–¿Y por qué voy a hacerlo? –me interrumpió–. Ni tengo nada que preparar ni voy a ir a ningún sitio.
–¿Pero no ha visto –le dije– que ya todos en el pueblo, incluso los que ayer se subían a los tejados, se están marchando?
Se encogió de hombros.
–¿No oyó tampoco repicar las campanas del campanario? –proseguí–. Fue la señal para dejar el pueblo.
–Sí las oí –contestó-. Pero no repicaban, tocaban a muerto.
–Señora, por última vez…
Me miró en silencio con una tristeza que le subía de lo más hondo de sus ojos.
–Ya nunca más volverán a tocar las campanas –susurró–. Se han quedado mudas.
El sol apareció de pronto por encima de los tejados. La anciana entrecerró los ojos y se ajustó una vez más el manto sobre los hombros. Durante un buen rato nos quedamos así en silencio, ella sentada en el banco de piedra, inmóvil y absorta, las arrugas del rostro imperturbables, y yo allí de pie, mirándola, sin saber qué hacer, ni qué decir, y mis cuatro hombres detrás impacientes y perplejos esperando una orden, una indicación, algo.
–Señora –le dije al fin con firmeza y autoridad–, recoja sus cosas y venga con nosotros.
Volvió a mirarme, y de nuevo le asomó a los ojos aquella tristeza infinita que parecía tan vieja como ella.
–Mire que si no lo hace voluntariamente… –la conminé.
–No se atreverán –me atajó.
–No tendremos más remedio –le aseguré.
–¿A una pobre vieja? –dijo con un hilo de voz.
Ordené a mis hombres que entraran en la casa, recogieran lo que vieran de valor, la ropa y los objetos personales, y lo sacaran fuera.
La anciana se levantó, agarró el bastón que tenía colgado detrás de la puerta y, blandiéndolo en el aire, empezó a proferir insultos y amenazas a voz en grito. Me vi entonces en la necesidad de sujetarla y obligarla a tomar asiento, que trabajo me costó, en el escaño del portal.
–No se molesten en sacar nada –murmuró con voz entrecortada al cabo de un rato–. Lo único que quiero ya lo tengo yo metido en un par de bolsas ahí en ese cuarto.
Uno de mis hombres trajo las dos bolsas.
–¿Esto es todo, señora? –le pregunté solícito.
–Todo. Lo demás lo llevo aquí –dijo, señalando la frente–, bien guardado.
Se echó a llorar. Lloraba en silencio, y las lágrimas le bajaban por el rostro muy despacio hasta caerle sobre el regazo.
Al cabo se levantó, cogió las dos bolsas y salió. Caminaba agachada, con pasos menudos y apoyándose en el bastón.
–Ya me voy, ya me voy –iba murmurando entre dientes, y sin dejar de llorar.
Cuando cruzó la portillera de la entrada se volvió, recorrió toda la casa con la mirada y se santiguó. Estuvo así unos momentos y luego siguió calle adelante.
Esperamos a que doblara la esquina y después, tal como se nos había ordenado, recorrimos el pueblo inspeccionando y vigilando las casas que iban a ser demolidas, sin novedad alguna digna de ser reseñada.
A la anciana, en contra de lo que temíamos, no la volvimos a ver: como si hubiera desaparecido.
Pero esta tarde, acabado ya el servicio y de regreso al cuartel, la encontramos de nuevo, en la orilla de la carretera, a un par de kilómetros del pueblo. Estaba sentada en el suelo, recostada la espalda en un chopo, inmóvil y con el bastón y las dos bolsas al lado.
Mandé detener el vehículo y me apeé. Al acercarme a ella, vi que tenía la misma expresión absorta y como ausente de por la mañana. Tampoco levantó la vista. Solamente entreabrió los ojos, hizo un ademán de arrebujarse bajo el manto y agachó aún más la cabeza.
–Ya me he ido, ¿qué quiere ahora? –dijo con voz temblorosa.
–¿Pero qué hace aquí, sola? –me interesé con solicitud.
–Nada, descansar un poco –me respondió.
Me ofrecí a llevarla en nuestro vehículo a alguna parte. Como si no me hubiera oído, se levantó, cogió las dos bolsas y, apartándome con el bastón, pasó junto a mí y se puso a andar carretera adelante.
Este es el caso, mi teniente, que quería referirle, y el motivo por el que solicité verle a usted con tanta urgencia.