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miércoles, 5 de julio de 2017

En el valle de Riaño, julio de 1987


            (En recuerdo de todos los que, hace ahora treinta años, en julio de 1987, se vieron obligados por la fuerza a abandonar sus casas y la tierra en que habían nacido, anegada para siempre desde esa fecha por las aguas de un pantano)

La vi por primera vez esta mañana temprano, sentada en un banco de piedra a la entrada de su casa. Parecía ausente, como si nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor le importara, y tan absorta en sus pensamientos que ni siquiera levantó la cabeza cuando nos acercamos.
–¡Señora, señora! –le grité.
No se movió. Iba vestida toda de negro y en la cabeza llevaba un pañuelo también negro que le cubría hasta media frente y le hacía sombra sobre los ojos. Soplaba un poco el cierzo y se tapaba los hombros con un manto de lana cuyos extremos sujetaba entre las manos.
–¿Qué está haciendo aquí? ¡Todos se han marchado ya! –le advertí.
Abrió despacio los ojos, me miró un momento y enseguida volvió a cerrarlos. Me fijé en sus manos, amarillas y arrugadas, que se entretenían con los hilos del manto.
–Tiene que irse, señora –le dije, acercándome.
Como si le costase un gran esfuerzo, su mirada fue ascendiendo lentamente desde el suelo hasta llegar a encontrarse con la mía.
–¿Por qué voy a tener que irme? –me contestó la anciana con voz firme.
Su casa era una de las que estaba previsto derribar y demoler esta misma mañana. Su casa y las dos de al lado, que eran las únicas que quedaban por ese lado del pueblo.
–¡Las máquinas llegarán de un momento a otro! –la informé.
–Lo sé –me contestó, sin que ni una arruga de su rostro se alterase.
–¿Y sabe que tiene que desalojar la casa, como han hecho todos? –le insistí.
–Yo no voy a marcharme de mi casa –contestó.
Traté entonces de mostrarme amable y conciliador:
–Nosotros, señora, nos limitamos a cumplir órdenes…
–Le digo que yo no me voy de mi casa –me replicó en tono cortante sin dejarme terminar.
–Todos se han ido –continué.
–Allá cada uno –respondió con seguridad–. Yo ya soy vieja y nada se me ha perdido por esos mundos de Dios. Conque no pienso marchar.
–Algún familiar tendrá usted  –le dije.
–Y eso qué –objetó–. Aquí nací, aquí he vivido siempre, y aquí pienso morir.
–Mire, señora –volví a recordarle– que las máquinas le van a tirar la casa hoy mismo.
–Pues que la tiren –dijo–. A mí me enterrarán debajo. Como se lo digo. Casi lo estoy deseando. Y que las aguas del maldito pantano me tapen a mí también.
Parecía decidida a cumplir lo que sus palabras anunciaban. Miré a mis hombres, y todos estaban tan perplejos como yo. Otros se han resistido, pero eran hombres y mozos, con los cuales sabemos bien cómo hemos de emplearnos.
–Señora –volví a insistir–, tiene que abandonar esta casa.
--Y yo le digo que no lo haré.
–Señora, hágase cargo –y traté de parecer amable inclinándome para palmearle afectuosamente el hombro.
–No me toque –me rechazó con un movimiento brusco. 
Estaba empezando a impacientarme. Para que no se me notara y calmarme un poco, miré por la ventana de la cocina.
Me llamó la atención que todo estaba en orden: una tartera de sopas encima de la trébede, la lumbre de la hornilla recién atizada, las cazuelas y los platos en la alacena, las colchonetas en los escaños, una silla junto al fuego… Nada indicaba que la dueña de aquella casa tuviera la menor intención de abandonarla.
–¿Qué mira? –preguntó la anciana sin volver siquiera la cabeza.
–¿Por qué no entra en su casa –le propuse–, prepara sus cosas y nosotros la ayudamos a llevarlas?
–¿Y por qué voy a hacerlo? –me interrumpió–. Ni tengo nada que preparar ni voy a ir a ningún sitio.
–¿Pero no ha visto –le dije– que ya todos en el pueblo, incluso los que ayer se subían a los tejados, se están marchando?
Se encogió de hombros.
–¿No oyó tampoco repicar las campanas del campanario? –proseguí–. Fue la señal para dejar el pueblo.
–Sí las oí –contestó-. Pero no repicaban, tocaban a muerto.
–Señora, por última vez…
Me miró en silencio con una tristeza que le subía de lo más hondo de sus ojos.
–Ya nunca más volverán a tocar las campanas –susurró–. Se han quedado mudas.
El sol apareció de pronto por encima de los tejados. La anciana entrecerró los ojos y se ajustó una vez más el manto sobre los hombros. Durante un buen rato nos quedamos así en silencio, ella sentada en el banco de piedra, inmóvil y absorta, las arrugas del rostro imperturbables, y yo allí de pie, mirándola, sin saber qué hacer, ni qué decir, y mis cuatro hombres detrás impacientes y perplejos esperando una orden, una indicación, algo.
–Señora –le dije al fin con firmeza y autoridad–, recoja sus cosas y venga con nosotros.
Volvió a mirarme, y de nuevo le asomó a los ojos aquella tristeza infinita que parecía tan vieja como ella.
–Mire que si no lo hace voluntariamente… –la conminé.
–No se atreverán –me atajó.
–No tendremos más remedio –le aseguré.
–¿A una pobre vieja? –dijo con un hilo de voz.
Ordené a mis hombres que entraran en la casa, recogieran lo que vieran de valor, la ropa y los objetos personales, y lo sacaran fuera.
La anciana se levantó, agarró el bastón que tenía colgado detrás de la puerta y, blandiéndolo en el aire, empezó a proferir insultos y amenazas a voz en grito. Me vi entonces en la necesidad de sujetarla y obligarla a tomar asiento, que trabajo me costó, en el escaño del portal.
–No se molesten en sacar nada –murmuró con voz entrecortada al cabo de un rato–. Lo único que quiero ya lo tengo yo metido en un par de bolsas ahí en ese cuarto.
Uno de mis hombres trajo las dos bolsas.
–¿Esto es todo, señora? –le pregunté solícito.
–Todo. Lo demás lo llevo aquí –dijo, señalando la frente–, bien guardado.
Se echó a llorar. Lloraba en silencio, y las lágrimas le bajaban por el rostro muy despacio hasta caerle sobre el regazo.
Al cabo se levantó, cogió las dos bolsas y salió. Caminaba agachada, con pasos menudos y apoyándose en el bastón.
–Ya me voy, ya me voy –iba murmurando entre dientes, y sin dejar de llorar.
Cuando cruzó la portillera de la entrada se volvió, recorrió toda la casa con la mirada y se santiguó. Estuvo así unos momentos y luego siguió calle adelante.
Esperamos a que doblara la esquina y después, tal como se nos había ordenado, recorrimos el pueblo inspeccionando y vigilando las casas que iban a ser demolidas, sin novedad alguna digna de ser reseñada.
A la anciana, en contra de lo que temíamos, no la volvimos a ver: como si hubiera desaparecido.
Pero esta tarde, acabado ya el servicio y de regreso al cuartel, la encontramos de nuevo, en la orilla de la carretera, a un par de kilómetros del pueblo. Estaba sentada en el suelo, recostada la espalda en un chopo, inmóvil y con el bastón y las dos bolsas al lado.
Mandé detener el vehículo y me apeé. Al acercarme a ella, vi que tenía la misma expresión absorta y como ausente de por la mañana. Tampoco levantó la vista. Solamente entreabrió los ojos, hizo un ademán de arrebujarse bajo el manto y agachó aún más la cabeza.
–Ya me he ido, ¿qué quiere ahora? –dijo con voz temblorosa.
–¿Pero qué hace aquí, sola? –me interesé con solicitud.
–Nada, descansar un poco –me respondió.
Me ofrecí a llevarla en nuestro vehículo a alguna parte. Como si no me hubiera oído, se levantó, cogió las dos bolsas y, apartándome con el bastón, pasó junto a mí y se puso a andar carretera adelante.
Este es el caso, mi teniente, que quería referirle, y el motivo por el que solicité verle a usted con tanta urgencia.                                    

1 comentario:

  1. Con las lágrimas de esa señora se están regando las tierras de los Payuelos.

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