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lunes, 25 de noviembre de 2019

Palabras que se apagan


Recientemente, la Real Academia Española, siempre atenta a cumplir con su lema ("Limpia, fija y da esplendor"), ha tenido a bien abrir las puertas del diccionario a 229 palabras que andaban por ahí sin cobijo institucional. Algunas de evidente actualidad, como zasca, arboricidio, antitaurino o casoplón, otras de procedencia foránea, como brioche, brunch o annus horribilis, y un catalanismo: casteller.
No es que las nuevas les quiten el sitio, porque en el diccionario caben todas, pero también las hay que se despiden. Compañeras de toda la vida y muy antiguas, que se quedan las pobres olvidadas porque la gente no se acuerda de ellas y caen en desuso, que es el final más triste y doloroso para una palabra. Con el riesgo que eso supone de que los señores académicos les cuelguen en su correspondiente entrada del diccionario el cartelito de ant. (antiguo, anticuado, antiguamente) o desus. (desusado), terribles abreviaturas que anticipan el desastre inminente, fatídicas etiquetas que proclaman como un sambenito imborrable su trágico destino.
Las causas son múltiples y variadas, pues la lengua es un organismo vivo y, como tal, en constante renovación. Muchas de las palabras olvidadas lo son porque aquellos objetos o conceptos a los que dan nombre han dejado de tener vigencia o están en trance de desaparecer. Tal es el caso, por ejemplo, de algunos oficios (arriero, chamarilero, trapero), de muebles o enseres domésticos (jofaina, alacena, vasar, cántaro, fardel) o de la escuela (ábaco, encerado, pizarrín, tintero) y de vocablos empleados como improperio (zote, zoquete, gaznápiro, mastuerzo, mequetrefe, papanatas, zascandil) o para expresar determinados estados de ánimo (cáspita, diantre, pardiez, recórcholis). Y lo mismo ocurre con las referidas a labores y utensilios tradicionales de la agricultura y ganadería: trillar, uncir, arado, guadaña, hoz, yugo, alforja...
Dos curiosidades, para terminar: la palabra más larga del diccionario es electroencefalografista, y la más buscada de las que no están, "cocreta".

   (La Razón, 18 de noviembre de 2019)

lunes, 18 de noviembre de 2019

Casi un jardín botánico



Y en el corazón de Barcelona, en el edificio de la vieja Universidad, la UB la llaman ahora, donde pasa desapercibido para los viandantes, lo cual nada tiene de extraño, escondido como está tras los altos muros que lo separan de la calle. Hablo del jardín que rodea por detrás el histórico recinto del alma máter que alberga actualmente las facultades de Filología y de Matemáticas.
No sé si a los estudiantes que ahora acuden a sus aulas en busca del saber les ocurrirá lo mismo, pero pasó uno allí tres años y apenas lo frecuentó. Preferíamos la atmósfera turbia y vocinglera del bar ubicado en el sótano al silencio ameno de aquella isla verde, y nos interesaban más otras cosas: los libros, que leíamos con suma devoción en ediciones de bolsillo; el cine que daban en las salas de arte y ensayo; la política, que era un tema serio de conversación y tenía el prestigio de la clandestinidad...
Y fue una pena, porque el jardín ofrecía –y ofrece, pues está abierto a la ciudadanía– una amplia variedad de árboles y arbustos procedentes de todo el mundo, entre ellos algunas especies dignas de ser contempladas, como un tejo y un gingko centenarios, declarados de interés local por el Ayuntamiento. Una docena de paneles explicativos ilustran al paseante sobre las utilidades de aquellos que, desde tiempos ancestrales, forman parte de nuestra cultura: el olivo, la encina, el laurel, la morera, el algarrobo, el almez ("lledoner")... Y hay palmeras, higueras, acacias, adelfas, aloes, araucarias de Norfolk, magnolias, bellasombras de América del Sur, evónimos de Japón, casuarinas y grevilleas de Australia, alcanforeros de China, un tilo de Holanda, un azufaifo, un ciprés triste, un roble cerris... Además de los ficus gigantes que ennoblecen el patio de Letras.
De manera que, para huir del ruido y buscar sosiego en la naturaleza, no hace falta ir muy lejos.

              (La Razón, 11 de noviembre de 2019)

lunes, 11 de noviembre de 2019

Los días


Que pueden ser de muchas clases, según el cristal desde el que se los mire: azules (los de la infancia), grises (los de los lunes), negros (los que van por túneles), si es por el color; de diario (es decir, de entre semana, de trabajo, de cutio) o de guardar (esto es, feriados, de precepto, del Señor), si se atiende a las obligaciones; serenos, encapotados, borrascosos, dependiendo del estado anímico; rectos o lineales, curvos o torcidos, redondos o con esquinas, según el trayecto y la forma del verbo en que se conjuguen... Eso sin contar con que algunos son demasiado claros para lo oscuras que suelen ser las vidas, y muchos demasiado largos para las pocas cosas que nos traen o lo escasamente que los aprovechamos.
No pasan los días por ti, decimos, como cumplido y consuelo; mañana será otro día, en son de promesa y esperanza; un día es un día, cuando nos apartamos de lo acostumbrado; ...que son dos días, la advertencia que ensombrece la previa invitación.
Pero dicen los que todo lo ven negro que no, que es conveniente llevar las cosas al día, pues que todo puede cambiar de un día para otro (y más teniendo en cuenta que las cosas acostumbran a empeorar de día en día y que un día sí y otro no ocurre en el mundo una desgracia), y que es verdad que lo más trabajoso es llevar el día a día pero que no queda otra. Y así va pasando cada cual su tiempo, día y noche afanándose para cuando se presente el día de mañana, todo el santo día dándole vueltas a lo mismo, y un día sí y otro también hasta el día del juicio por la tarde haciendo cábalas.
Aunque quién sabe si el día menos pensado... Y ese es el gran misterio que estos días de atrás nos recuerdan cada año.
               (La Razón, 4 de noviembre de 2019)



domingo, 3 de noviembre de 2019

La buena letra


En los currículos y programas educativos que ahora rigen hablo de los referidos a la enseñanza de la Lengua se proponen un sinnúmero de objetivos, procedimientos y actividades sobre la comunicación, el funcionamiento de la lengua (la gramática es palabra tabú en esos ámbitos), las tipologías textuales, la búsqueda de información y el manejo de las nuevas tecnologías, todo con gran aparato terminológico y pomposa retórica, pero ni una palabra, ni la más leve alusión a lo que tradicionalmente se ha venido considerando signo inequívoco del paso por la escuela: el cuidado de la escritura, el trazo esmerado de los renglones, la buena letra.
Esa buena letra de la que hacían gala las generaciones anteriores a la EGB de los primeros setenta, y muy particularmente las de origen campesino que a duras penas aguantaban en la escuela hasta los catorce años, o acudían a ella por temporadas, cuando las labores del campo o las ocupaciones ganaderas se lo permitían.
Saber hacer bien las cuentas y tener buena letra (escribir sin faltas de ortografía era el súmmum, y cometer más de las permitidas se consideraba poco menos que un deshonor): bastaba con eso, nada había más importante, ningún otro conocimiento podía equipararse a esas dos destrezas, las únicas competencias básicas así las llaman ahora que valía la pena adquirir, el único título del que podían alardear, y en verdad que lo hacían, modestamente y aunque fuera para sus adentros nada más.
A los responsables de los programas educativos y a la clase dirigente pedagógica habría que recordarles el respeto ancestral que en todas las culturas y civilizaciones se ha tenido siempre por la buena letra, o sea, la caligrafía, término este que es anatema para el recién mentado "establishment".
Claro que, dirán algunos, para qué sirve la buena letra si ya nadie escribe en papel, solo en teclados... Pero ese es ya otro cantar.

        (La Razón, 28 de octubre de 2019)