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viernes, 29 de abril de 2016

Despedida de abril

Se va abril, "el mes más cruel", según escribió el poeta T. S. Eliot, el mes que la experiencia milenaria del refranero asocia con la bendición de la lluvia:
Abril, aguas mil; Abril, aguas mil, si no al principio, al medio o al fin; En abril, aguas mil, a la entrada y al salir, y al medio por no mentir; En abril cada gota vale por mil; Abril abrilero, cada día dos aguaceros; Marzo ventoso y abril lluvioso sacan a mayo florido y hermoso (y como reverso pesimista, Las aguas de abril todas caben en un barril).
Abril, que marca la frontera entre el invierno oscuro y la primavera alegre, como sentencia también, con reservas y cautela, el refrán: El invierno no es pasado mientras abril no es terminado.
Lo cantó así el poeta Antonio Machado:

Son de abril las aguas mil.
Sopla el viento achubascado,
y entre nublado y nublado
hay trozos de cielo añil.

Y lo definió de este modo (reproduzco textualmente) el primer diccionario elaborado por la Real Academia de la Lengua, el Diccionario de Autoridades, publicado entre 1726 y 1739, y así llamado por acompañar a cada palabra la cita de un autor importante con el objeto de ejemplificar la definición dada:
ABRIL. s. m. El segundo mes del año en el reglamento antiguo del año Romano, y quarto del que al presente usa nuestra Santa Madre Iglesia Romana, y las mas Naciones de la Európa. Tiene treinta dias, y es uno de los que componen la éstacion de la Primavera. Fué dedicado por la Gentilidad à la Diosa Venus Aphrodite, por cuya causa quieren algunos trahiga su origen de esta palabra, siendo lo cierto que viene del Latin Aprilis, que significa esto mesmo.
Y aduce como "autoridad" esta preciosa cancioncilla extraída de una comedia de Calderón de la Barca, Mañanas de abril y mayo:

Mañanicas floridas
de abril y mayo,
despertad a mi niña,
no duerma tanto.

Las palabras son inocentes, y su significado, según los lingüistas, es arbitrario, por responder a una convención, es decir, porque la relación entre el nombre y lo nombrado, salvo el caso de las onomatopeyas -runrún, tintineo, chirriar...-, es fortuita y casual (vamos, que la planta que conocemos como 'árbol' bien podría haberse llamado 'mesa', y viceversa), pero hay algunas cuya forma parece que ni pintada para lo que designan, porque las pronunciamos y ya su sonido evoca o sugiere aquello con que las asociamos, y eso es lo que ocurre con abril, que tiene un nombre claro y cantarín, a diferencia, por ejemplo, de marzo, que lo tiene más bien áspero: ¿despertarían en nosotros las mismas ideas y evocaciones estos dos nombres, abril y marzo, si se intercambiase su orden en el calendario...?
Entrevisto allá por las brumas grises de enero o de febrero, abril era la promesa de lo verde y nuevo, la luz recién estrenada del despertar, un horizonte abierto y azul.
Ahora que hemos llegado a los días más altos, abril es la puerta de entrada al tiempo amarillo, y el mirador desde el que se contempla en lontananza la raya del verano, esa tierra prometida a la que soñamos con volver cada año una temporada. 

miércoles, 27 de abril de 2016

Cervantes y el Quijote (y II)

Es curiosa la manera como el Quijote ha sido leído y entendido o interpretado. Los primeros lectores y en general el público de principios del XVII lo recibieron como un libro divertido escrito para hacer reír. La propia figura del hidalgo manchego y de su escudero Sancho Panza, la flacura del caballo Rocinante, el desenlace final de buena parte de las peripecias y aventuras, las discusiones entre los dos personajes…, todo contribuía a acentuar su carácter risible. Bien es verdad que también algunos encontraron ya entonces en la locura del protagonista rasgos positivos y ejemplares capaces de provocar a la vez “lástima y amistad”, compasión y simpatía.
Junto a esta visión cómica, se destacó y aplaudió también desde su aparición la burla despiadada de las novelas de caballerías que se hacía en el libro. 
Con el paso del tiempo, y gracias al arte de su autor, el Quijote, sin dejar de ser inmensamente popular, fue adquiriendo otras dimensiones. Hasta tal punto que puede decirse que cada época lo ha leído de forma distinta y ha visto en él valores y sentidos diferentes.
A finales del siglo XVIII comenzó a leerse como un libro que, además de ridiculizar las novelas de caballerías, escondía otros significados más profundos. Paralelamente, la figura de don Quijote se fue haciendo más favorable, hasta el punto de que un escritor de la época, Manuel José Quintana, dijo de él que era “el más discreto y virtuoso de los hombres”.
Los románticos del siglo XIX interpretaron que su tema fundamental era el enfrentamiento de los sueños con la realidad, de la libertad del ser humano con los inconvenientes y normas sociales, de lo espiritual con lo material, de la utopía con el orden establecido. De esta manera, de don Quijote se resalta su heroísmo y su lucha contra una realidad que se opone sistemáticamente a sus sueños; ya no es un simple loco, sino un noble idealista que antepone sus creencias a cualquier otra cosa. El fracaso con que terminan sus aventuras y el descalabro final de su empresa hicieron por eso decir al poeta inglés lord Byron que la historia de don Quijote es “la más triste de todas las historias, y tanto más triste porque nos hace sonreír”.
Así es como se han establecido, a grandes rasgos, dos interpretaciones del Quijote, una jocosa, divertida y de risa, y otra más seria y profunda. Estas dos interpretaciones se han hecho extensibles al protagonista, un personaje demasiado complejo para ser considerado únicamente como un loco ridículo.
Las dos visiones citadas no son en modo alguno contradictorias y reflejan mucho mejor lo que el Quijote tiene de obra viva y abierta. Y por ser eso, una obra viva y abierta, alegre y triste, entretenida y seria, continúa siendo todavía en el siglo XXI el gran clásico de la literatura española y uno de los libros más leídos, comentados y admirados de la literatura universal.

Y para que se vea que don Quijote se comporta de forma extravagante pero razona con gran cordura cuando la ocasión así lo requiere, he aquí algunos de los consejos que le da a Sancho cuando este se dispone a partir hacia la ínsula Barataria en calidad de gobernador:

Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey [...]
Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores [...] Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen de príncipes y señores; porque la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale [...]
 Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico [...]
Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia [...]
                  (Don Quijote, Segunda Parte, cap. XLII)

Anda despacio; habla con reposo; pero no de manera, que parezca que te escuchas a ti mismo; que toda afectación es mala.
Come poco y cena más poco; que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto, ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie [...]
Sea moderado tu sueño; que el que no madruga con el sol no goza del día; y advierte ¡oh Sancho! que la diligencia es madre de la buena ventura; y la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide un buen deseo.
                 (Don Quijote, Segunda Parte, cap. XLIII)

                       

lunes, 25 de abril de 2016

Cervantes y el Quijote (I)

De Cervantes se atrevería uno a destacar estas tres cosas que enumero a continuación.
La primera, el temple de que hizo gala para sobrellevar las adversidades que le deparó la vida y las estrecheces por las que pasó siempre: las heridas en Lepanto, que le hicieron perder el uso de la mano izquierda; los cinco años de cautiverio en las mazmorras berberiscas de Argel; las penosas gestiones en busca de una ayuda oficial que permitiera a la familia saldar las deudas contraídas con su rescate; los variopintos empleos que probó para salir a flote, algunos nada agradables y bastante comprometidos, como el de recaudador de impuestos para proveer a la Armada Invencible; los intentos frustrados de conseguir un cargo en la América española (“Busque por acá en qué se le haga merced”, fue la respuesta que obtuvo su solicitud); la cárcel, por dos veces, acusado de haber vendido cierta cantidad de trigo sin autorización y de que no cuadraran las cuentas de los impuestos recaudados; su andar errante de una ciudad a otra -Sevilla, Valladolid, Madrid...-; sus esfuerzos baldíos por triunfar en el teatro, único modo de ganarse la vida decentemente con la pluma por aquel entonces; los grandes apuros económicos de los que nunca se libró, ni siquiera tras la publicación y el éxito del Quijote; las vicisitudes de sus libros...
La segunda, su bonhomía, la comprensión que tuvo siempre para con las debilidades ajenas, la mirada compasiva con que observó la condición humana, la indulgencia y tolerancia que mostró siempre al describir personas, conductas y modos de pensar.
La tercera, su buen humor, y esa capa o tinte de leve y fina ironía con que revistió la mayor parte de sus páginas, el tono indulgente y cordial que constituye uno de los rasgos esenciales de su estilo, el estilo cervantino, que tiende sobre el mundo y la vida de su tiempo una mirada piadosa y algo distante, llena de humor y de melancolía a la vez; la mirada comprensiva del que raramente juzga y casi siempre compadece, en particular a sus personajes, que parecen, todos, cargados de razones para ser como son y vivir como viven. (Algo en lo que bien podían aplicarse los políticos y autoridades que en estos días se afanan y compiten por rendirle homenajes, a ver si se les pega un poco, el buen humor me refiero, y la bonhomía, aparte de aprovechar para hojear alguno de sus libros, aunque solo sea por no sonrojarse cuando se lo preguntan, si han leído el Quijote, por ejemplo; y de paso le imitarían por lo menos en esto, siquiera momentáneamente, pues fue Cervantes un empedernido lector, según él mismo confiesa en el capítulo IX del Quijote: “y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles...").

viernes, 22 de abril de 2016

Día del libro

A un servidor le dio hace años, con el no sé si ingenuo propósito de despertar la afición lectora entre los alumnos, por coleccionar eslóganes que les dieran prestigio, a los libros, y, naturalmente, también a la lectura.
Reproduzco algunos de los que, sacados de aquí y de allá y repare la benevolencia del lector en el público adolescente al que iban destinados–, apunté y conservo:

.Si no lo leo, no lo creo.
.Leyendo se entiende la gente.
.Libres libros.
.Buenos libros, buenos ratos.
.Leer: reír, llorar, aprender... ¿alguien da más por menos?
....Porque todo lo que buscas está en los libros.
.Leer es soñar. Que no sueñen por ti.
.Leyendo voy, sabiendo vengo.
.Y tú, ¿por qué no lees?
.Los libros lo tienen todo... ¡Solo faltas tú!
.Ojos que no leen, corazón que no siente.

Pero qué mejor reclamo que estos versos del poeta Ángel González (Oviedo, 1925-Madrid, 2008), pertenecientes a su último libro, publicado póstumamente en 2008:

            La verdad de la mentira
Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
–¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es mentira?
Y él respondió:
                       –Lo sé,
pero lo que yo siento es verdad.

miércoles, 20 de abril de 2016

Dos patrias

Mi patria son los libros, dijo alguien, y un servidor no tendría ningún inconveniente en suscribir tan bonita frase, lo mismo que aquella otra, atribuida al poeta Rilke, y que luego tanto se ha repetido, de que la única patria del hombre es la infancia.
Los libros y la infancia, o la infancia y los libros, pues es en esta, en la de la infancia, la primera podríamos decir, cuando se adquiere o adopta la segunda, la de los libros.
La infancia y los libros, qué mejores patrias a las que servir y qué más apacibles banderas a las que ofrecer juramento de fidelidad.
Los libros como devocionario y entretenimiento, como forma de entender el mundo y deambular por el mapa de las vidas, como cobijo recogido frente a las asechanzas de ahí afuera y caminos secretos que llevan al reino alto de los sueños.
El reino del que cualquiera puede llegar a ser noble y pacífico soberano, como lo es sin duda la lectora, plácida y feliz, de la fotografía.


Sentada sobre su humilde e inseguro trono de piedra, ni siente incomodidad por la postura algo forzada ni atiende a ningún otro requerimiento que no sea el de las manos posadas en el papel y el de los ojos explorando atentos cada renglón; arrullada por la música silenciosa de la lectura, apenas presta atención al murmurar del agua del arroyo; ensimismada en la historia que discurre por la página del libro, todo lo que la rodea está muy lejos.  
Reina las dos trenzas que le ciñen el cuello son su cetro de un mundo desconocido y recién estrenado en cada párrafo, nada le importa lo que pueda suceder en el otro, monótono de tan sabido, ajeno de tan previsible y falto de misterio.
¡Y por corona ese gorro o sombrero que tan bien le sienta con un bolsillo de cremallera para guardar ahí dentro los resúmenes de los libros leídos–, y cuya misión principal no es defender de las inclemencias el reino más secreto, sino cuidar de que no pierda la memoria el hilo del argumento y no se dispersen las palabras que, escapadas momentáneamente de las hojas del libro, revolotean por las ventanas de la imaginación como las mariposas por la orilla del arroyo cuando llegue por fin la primavera!

lunes, 18 de abril de 2016

De vita beata

Acompasar al paso de las estaciones los trabajos y los días.
Uncir los bueyes y labrar la tierra. Apacentar en el monte los ganados. Acarrear el heno. Cosechar la mies. Recoger con gratitud y calma los frutos del campo y de la huerta. Podar las vides, injertar los árboles. Aprovisionarse de leña para el invierno.
Volver a casa al caer la tarde y sentarse a la puerta a descansar.
No tener amo ni compromisos ni rutina, solo costumbres.
Igualar con la vida el pensamiento.
Pasar honradamente y con modestia.

viernes, 15 de abril de 2016

Efemérides literarias

Se conmemora este año el primer centenario de la muerte de Henry James (Nueva York, 15 de abril de 1843-Londres, 28 de febrero de 1916), sin lugar a dudas uno de los más grandes novelistas contemporáneos.
La extensa obra narrativa de James, que vivió gran parte de su vida en Europa -incluso acabó nacionalizándose británico-, sigue gozando todavía hoy del fervor de los lectores, y obras como Daisy Miller (1878), Los europeos (1878), Retrato de una dama (1881), Lo que Maisie sabía (1897), Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) o La copa dorada (1904) se reeditan con asiduidad.
También sus cuentos y novelas cortas, entre las que sobresalen Los papeles de Aspern (1888), La lección del maestro (1888) y Otra vuelta de tuerca (1898), de la que se habló en la entrada de este blog correspondiente al 6 de noviembre de 2015.
En Los papeles de Aspern, cuya lectura me atrevo a recomendar, un editor narra en primera persona sus afanes por hacerse con el legado inédito del poeta Jeffrey Aspern, por el que siente auténtica fascinación. Con ese propósito viaja hasta Venecia, donde, recluida en un decadente palacio y en compañía de una sobrina de mediana edad, vive la anciana señora Bordereau, que fuera en su día amante del poeta. Ocultando sus verdaderas intenciones, el editor, dispuesto a todo con tal de acceder a los codiciados papeles, logra que le alquilen una de las habitaciones del palacio, y a partir de entonces su empeño no será otro que el de ganarse la confianza de las dos mujeres y allanar así el camino para su secreta ambición.
La tensión narrativa perfectamente modulada, el misterio que envuelve a las dos inquilinas de la vieja mansión veneciana, la sutileza de la trama y, sobre todo, la introspección psicológica, punteada con mil matices, la complejidad humana, en fin, de los personajes hacen de la novela, que se lee además en una tarde ahora que son muy largas, una verdadera delicia lectora. Eso sin tener en cuenta el inesperado desenlace, en el que, víctimas de los deseos y contradicciones en que se consume su existencia, los tres protagonistas, cada uno a su modo, verán desvanecerse sus sueños.

Un 15 de abril también, del año 1938, moría en París (tal como él mismo había profetizado unos años antes en su famoso poema Piedra negra sobre una piedra blanca: "Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo...", así da comienzo) el poeta peruano César Vallejo, del que se hablará en otra ocasión. Baste hoy con reproducir las dos primeras estrofas del primer poema de su primer libro, Los heraldos negros, publicado en 1918:

            Los heraldos negros
Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!

Son pocos, pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.


miércoles, 13 de abril de 2016

Ciudades, oficios, palabras

Rebuscando entre los anaqueles de una librería de viejo encuentro un libro de Azorín, España, editado por Espasa-Calpe en la vieja colección Austral, con tapa verde por corresponder a la serie de Ensayos y Filosofía, según se hace constar en la solapa de la contraportada.
España es, como casi todos los suyos, un libro en que se evocan gentes y escenas del pasado o se describen paisajes y ciudades que el autor visita, recreando con sentimiento y primor de orfebre las ideas, impresiones y sensaciones que esa rememoración o esa contemplación le producen.
Azorín siente especial predilección por las viejas ciudades castellanas con nobles e inmensos caserones solariegos, paradores y mesones de recios portones con los goznes enmohecidos, fuentes de piedra, venerables catedrales, iglesias y conventos que compiten en campanas, calles que se enmarañan y retuercen en laberinto inextricable, patios que rodean un claustro de columnas, placitas recogidas, añosas alamedas... Ciudades que conservaban aún su carácter, un carácter del que ya no queda ni rastro, arrasadas como han sido por la especulación inmobiliaria y la obstinación municipal por hacer que parezcan todas iguales: abolida la piedra, perseguidos los aleros y tejados, despoblado de campanadas el aire, exhiben con monótona uniformidad los mismos bloques aburridos de cemento y ladrillo, las mismas fachadas sin alma, las mismas calles desangeladas, las mismas plazas de fría geometría.
En su pasear, se detiene con frecuencia ante las tiendas, obradores y rótulos que recuerdan los viejos oficios: abaceros (que vendían al por menor aceite, vinagre, legumbres secas, bacalao, etc.), alfayates (sastres), regatones (que vendían al por menor comestibles comprados al por mayor), boneteros (que fabricaban y vendían bonetes, cuando los señores curas se cubrían con ellos la cabeza), alojeros (que hacían y vendían aloja, bebida de agua, miel y especias), talabarteros (guarnicioneros que hacían talabartes, pretinas o cinturones de cuero)...
Tienen cada uno su propio capítulo, y bien merecido, estos tres: el anacalo, criado de la hornera encargado de ir a las casas particulares por el pan que se había de cocer; el apañador, que remendaba o componía lo que estaba roto, como paraguas o sombrillas; el melcochero, fabricante y vendedor de melcocha, miel muy concentrada y caliente.
Y luego están las palabras, tan bonitas y tan viejas, que solo Azorín usa y conoce: alhorines (graneros o pósitos), jaraíz (lagar), tumbagas (sortijas), mechinal (habitación o cuarto de tamaño muy reducido), almofía (jofaina), labrantines (labradores de poco caudal)...
Tampoco faltan en el libro finas y provechosas observaciones, como estas dos, de la vena poética la primera y resignadamente filosófica la segunda: "Tres cosas pueden hacer feliz a un humano: un libro, un buen amigo y un huerto umbrío"; "Si somos discretos, si la experiencia no ha pasado en balde sobre nosotros, una sola aptitud mental adoptaremos para el resto de nuestros días. Nos recogeremos sobre nosotros mismos; confiaremos en los demás menos que en nosotros; bajo apariencias de afabilidad, desdeñaremos a muchas gentes; miraremos con un profundo respeto el misterio de la vida; comprenderemos los extravíos ajenos; y tendremos conformidad y nos resignaremos, en suma, dulcemente, sin tensión de espíritu, sin gesto trágico, ante lo irremediable".

lunes, 11 de abril de 2016

Formas de rematar la conversación

Son múltiples y variadas las expresiones y fórmulas lingüísticas con las que el hablante quiere dar a entender que ha dicho lo que quería decir y no tiene más que añadir, que el asunto está zanjado, que se ha tomado una decisión y ya no hay vuelta de hoja.
De entre ellas, las hay que, por no faltar a la cortesía, no le cierran la puerta al interlocutor, pero son las menos. La mayoría, por el contrario, comunican a lo que se ha dicho un notorio acento de seguridad y firmeza incontrovertible, de aplomo y confianza en uno mismo, de convencimiento y determinación, como si de una inflexible sentencia se tratara, realzado naturalmente por una entonación recia y concluyente que no admite réplica. Y no son pocas –basta con ir oído alerta un rato por la calle– las que se sazonan al pronunciarlas con una pizca de bravuconería y desafío, con ese tonillo del que se envalentona o apercibe.
Pondré algunos ejemplos:
–¡Y basta!
–¡Y eso es todo!
–¡Y para de contar!
–¡Y ya está!
–¡Y nada más!
–¡Y no hay más que hablar!
–¡Y no se hable más!
–¡Ni una palabra más!
–¡Y se acabó!
–¡Y sanseacabó!
–¡Y listo!
–¡Y si no, puerta!
–¡Conque ya lo sabes!
–¡He dicho!
–¡Y andando!
–¡Y a otra cosa!
–¡Y no le des más vueltas!
–¡Y olvídate!
–¡Y no me vengas con más historias!
–¡Y a vivir!
–¡Y aquí paz y después gloria!
–¡Y aquí no ha pasado nada!
–¡Y no hay tu tía!
–¡Y tan amigos!
–¡Y asunto concluido!
–¡Y adiós!
–¡Y adiós muy buenas!
–¡Y vaya usted con Dios!
–¡Y santas pascuas!
–¡Y que digan misa!
–¡Y que diga lo que quiera!
–¡Y que se ponga como se ponga!
–¡Y a otra cosa, mariposa!
–¡Y punto en boca!
–¡Y punto! (con la variante cursilinda: ¡y punto pelota!).

viernes, 8 de abril de 2016

Sobre beber

Le tomo casi prestado el título de la entrada de hoy a Kingsley Amis, escritor, maestro de bebedores y autor de Sobrebeber (Malpaso Ediciones, 2014), que se anunció cuando fue publicado como la obra cumbre del pensamiento etílico.
Pero no es de Amis ni de su libro de lo que voy a hablar, sino del copioso y curioso vocabulario con que los hablantes de la lengua castellana han dado en llamar al beber más de la cuenta, esto es, al vendimiar en demasía.
Borrachera es la palabra más común para designar el estado de la persona que se ha pasado de vasos, y si uno quiere dárselas de fino puede recurrir a ebriedad o embriaguez, pero son las dos muy feas, sobre todo la segunda, y mejor irse por los cerros de la inventiva popular, que las ha acuñado mucho más bonitas y expresivas: castaña, cogorza, curda, curdela, humera o jumera, juma, melopea, merluza, mona, moña, pedo, tajada, torrija, tranca, trompa, turca... y alguna otra más que se me queda en el tintero, digo en el vaso.
Otro tanto ocurre con borracho, que se puede sustituir por ebrio y embriagado o, tirando del hablar plebeyo, por achispado (que se dice del que lo está solo a medias), beodo, briago (en México), chispo, mamado...
Si acudimos a los verbos que designan el exceder los límites en el hábito del bebercio, ahí están emborracharse y embriagarse, pero también ahumarse o ajumarse (de humo), alumbrarse, apimplarse, atufarse, bufarse, cocerse, encurdarse, mamarse..., todos con la etiqueta de autenticidad del diccionario de la Real Academia; y aunque no los hayan autorizado los señores académicos, circulan además por la calle columpiarse, enfilarse y entromparse.
Hacen asimismo referencia al mismo acto otras expresiones, como 'agarrarla' o 'cogerla' (una cogorza, una melopea, una tajada, etc.), 'dar un lingotazo', 'estar bolinga', 'estar como una cuba', 'estar curda', y ahora, según dicen, 'alzar o levantar vidrios'. Aunque sin duda es 'empinar el codo' la más ajustada y gráfica manera de nombrar la afición que Noé fue el primero en cultivar: Bendito sea Noé, / que plantó el primer sarmiento; / a unos les quita la sed / y a otros el entendimiento, reza la simpática copla que se les cantaba en el pueblo a los novios el día de la boda acompañando el tradicional "baile de la rosca".
Termino con un breve apunte etimológico: cogorza es probable que proceda del latín vulgar confortiare 'confortar'; melopea deriva del francés mélopée, y este del griego melopoiía 'melodía, música' (¡la melodía del vino: el glop-glop al bajar por la gola, como el gluglú del agua en la fuente!); y 'turca' proviene de vino turco, expresión utilizada en germanía (la jerga de ladrones y maleantes en los siglos XVI y XVII) para designar al vino puro por no estar bautizado es decir, rebajado con agua, como les ocurría a los habitantes de esa nación.

miércoles, 6 de abril de 2016

Ver el oso

En el pueblo han visto estos días el oso, el de la primera fotografía, joven y parece que curioso. No a la puerta de las casas, claro está, ni siquiera en las inmediaciones, pero sí en
los montes de Salio y Carande que lindan con el término vecinal, en la Canal del Sedo para más exactitud, por donde la vereda de Riaño, la vereda por la que se iba antes andando a la feria o a por medicinas a la botica o a por dinero al banco: la feria de ganado del seis de noviembre a la que acudían los tratantes de media provincia, ataviados uniformemente la mayoría con pelliza de paño o zamarra de cuero; la botica de Tomás en la planta baja de aquella casa con aquellas galerías acristaladas tan bonitas en un extremo de la plaza (y aquel mancebo que tenía de ayudante, todo perfil de lo flaco y enjuto que era); el Banco Herrero del que era director Posidio el de Remolina y que tanto nos llamaba de niños la atención por el silencio de iglesia que había dentro y lo lustroso y relimpio que parecía todo. Hablo naturalmente del Riaño antiguo, el que luego los mandamases de turno sepultaron para siempre bajo las aguas turbias de un pantano que casi nadie sabe para qué se construyó, empezando por los mentados gerifaltes (por no faltar al respeto) que ordenaron atajar el río con ese muro con panza de cemento que ensucia como un estigma la entrada del valle si se llega a él por la parte de Crémenes y Cistierna.
Ver el oso es y ha sido siempre un acontecimiento, y son pocos los que han disfrutado de tan raro privilegio, y menos aún los que pueden presumir de haberse encontrado con él cara a cara en el monte, que una cosa es observarle de lejos y a cubierto por la distancia y otra muy distinta darse de bruces con un bicho adulto y prevenido como el de la segunda fotografía, tomada también estos días y en uno de aquellos pueblos, el de Casasuertes.
Me vienen siempre a la memoria dos de esos encuentros que de niños nos contaban.
El primero el de mi tío Onésimo, que, de pastor, lo vio venir un día de frente y a pocos pasos por la misma vereda que él llevaba, y así al pronto tuvo la serenidad y el temple de apartarse a un lado echando un pie entre los brezos, porque la vereda era estrecha y no cabían los dos por ella, para dejarle pasar; y mientras él se quedó quieto conteniendo la respiración y sin atreverse ni a levantar la vista, el oso pasó a su lado muy digno y tieso tan tranquilo al tiempo que le miraba de reojo un momento agradeciéndole el detalle, y así siguió su camino como si nada, y hasta le hizo, según contaba luego, una pequeña reverencia, el oso a él.
El segundo, el de otro pastor asimismo del pueblo, que estaba una tarde al oscurecer bebiendo a morro de una fuente no lejos del redil y vino entonces el oso, y se conoce que acuciado por la sed o contrariado porque llevaba prisa o quién sabe si molesto por la intromisión o temeroso de que le hubiera enturbiado el agua fue y le dio un manotazo para apartarle y que le dejara a él beber primero.
Cosas del oso, animal pacífico que antes, cuando había rebaños en los puertos, por menos de nada, si tenía hambre, se llegaba por las noches a la majada y marchaba tan campante sin hacer caso a los mastines con una oveja bajo el brazo, y que ahora es capaz, aunque tenga de sobra arándanos en el monte, de bajar hasta las mismas afueras de los pueblos si se le antoja que puede haber cerezas maduras o si se empica a las colmenas, que los osos se pirran por lo dulce, en particular los panales de miel.
¡El oso, personificación terrible -junto con los lobos, el ojarancón y el sacaúntos- del miedo infantil y animal totémico de la cordillera Cantábrica, desde los Picos de Europa en el extremo oriental hasta la sierra de los Ancares en el límite con Galicia siguiendo toda la raya de Asturias; el oso, que tendrá siempre un rincón en la memoria de todos los que por allí nacimos!

lunes, 4 de abril de 2016

Historias de andar, reales como la literatura misma

Dedica uno las mañanas de los domingos, y es costumbre ya vieja -va ahora para veinte años-, a pasear por el monte. También el camino se ha hecho viejo, pues quiso la buena suerte que, después de algunas probaturas, encontrara muy pronto, al segundo o tercer domingo, el que ahora sigo haciendo, que lo sé de memoria de tanto andarlo. Discurre parte de él, y es este el tramo más ameno y provechoso de todo el recorrido, por la otra vertiente de la sierra de Collserola, es decir, la que no da vista a Barcelona sino a la comarca del Vallès y a la cuenca baja del Llobregat, con las montañas de Montserrat cerrando el horizonte. Sendero más que camino, brinda al paseante todos los alicientes: silencio, soledad, sosiego, variedad de árboles y plantas, luz no usada que diría Fray Luis, aire limpio... Y, sobre todo ahora en primavera, olores nuevos, flores vistosas de todos los colores y sonoro acompañamiento de pájaros y avecillas.
Amigo como es uno de agarrarse a las costumbres, me dio este otoño pasado por detenerme siempre en el mismo altozano. Me contenté al principio con sentarme en una piedra, pero encontré enseguida, apartándome un poco del sendero, lo que buscaba, un sitio que ni pintiparado para hacer un alto, descansar y contemplar el panorama. Y en ese sitio, el hueco de un roble viejo, me apresuré a componer, con piedras y ramas secas, un asiento. Acomodado en él, con la espalda apoyada en el tronco, se siente uno allí como en un pequeño trono, soberano del monte que abarca la mirada, con la ventaja añadida de pasar inadvertido a los que transitan por la vereda (y no así al revés, pues se les atisba fácilmente por entre los arbustos y se oyen sus pasos y conversaciones).
La paz de estos paseos dominicales se vio alterada hace cosa de un mes cuando descubrí que algún desconocido había colonizado mi reino colocando unas ramas de roble por los lados, acaso para protegerlo del viento. Lo peor sin embargo es que había también indicios de una voluntad firme por usurparme el trono, y con esa intención, y la de acomodarlo tal vez a su anatomía, había recompuesto las piedras; y para más  inri, se había atrevido además a incorporar un cenicero artesanal hecho de papel de plata, que, eso sí, tuvo la precaución de ocultar en un resquicio.
Pese a la profanación descrita, sigue uno sentándose cada domingo en su trono, ajeno a los signos del oprobio.
Y ayer, a poco de abandonarlo, retomado de nuevo el sendero, vi venir una ardilla. Me dio tiempo a detenerme y permanecer inmóvil antes de que ella advirtiera mi presencia. Rígido como una estatua y observándola por el rabillo del ojo, sin mover un músculo y conteniendo la respiración, aguardé a que llegara. Lo hizo sin mostrar ninguna señal de alarma, distraída como debía de andar en busca de comida, y al pasar por delante se detuvo un momento, me miró un par de veces y yo la miré desde arriba, anduvo unos pasos diminutos y se volvió... ¿Y si ahora decide subir por las piernas arriba, pensé, y escalarme como si fuera un árbol, con el que a lo mejor me ha confundido? Pero no, se quedó un instante quieta y como si dudara, y al fin reanudó su menudo corretear y continuó camino adelante tan tranquila. 

viernes, 1 de abril de 2016

Elogio de la letra u

La u es la letra más humilde y servicial.
Por culpa de lo primero, no solo es la última de las vocales, sino que le dio vergüenza siempre ser la primera letra de una palabra, y por eso son tan pocas las que, encabezándolas ella, aparecen en el diccionario. Tan pocas que caben en 8 páginas en la última edición del DRAE, una cifra muy inferior a la de sus cuatro hermanas por el modo de ser articuladas, sin que el aire expirado encuentre ningún obstáculo en la cavidad bucal: la a, apasionada y ambiciosa, acapara 179 páginas; la e, que se enorgullece de ser excelente y se las da de elegante y exquisita, se extiende por 115; la i, con esas ínfulas de ilustre e incisiva, inspira 43; la o, oronda y obsequiosa, ocupa 28.
En la u todo está abierto por arriba, como en un valle o en una herradura, y hay por eso simas umbrías que dan miedo, con el ulular del búho, el graznido de la urraca y el reclamo amoroso del urogallo...
La u es servicial como un ujier y por eso se puso al frente de palabras como útil, uso, unir, urdir, uncir...
Por servicial marchó también a servir de ungüento y unción a otra letras, aunque ni siquiera se la oye, porque no suena, solo como apoyatura y adorno, y sin ella no tendríamos ni las cosas del querer, ni quimeras, ni croquetas, ni quirófanos, ni bosques, ni obsequios, ni chaquetas, ni nos quedaríamos quietos oyendo tocar una orquesta. Y gracias a ella hay higueras, y guitarras, y águilas, y guepardos, y juguetes, y albergues, y guisantes (aunque alguien la engañó y la utilizaron también para las guerras y la guillotina).
Y luego está el caso de los dos puntitos con que la adornan y resaltan, que si aceptó fue para que hubiera cigüeñas y pingüinos, paragüeros y desagües, piragüistas y lengüetas. Ahí se la ve descolocada, llena de vergüenza, porque no le gusta destacar, y por menos de nada se quita los dos redondeles de encima; y si no que se lo digan a los estudiantes, que en cuanto se descuidan un poco se les escabulle de la hoja del cuaderno o de la pantalla del ordenador y ahí los dejan expuestos a la ira ortográfica del que luego corrige y tacha en sus escritos la *antiguedad o el *piraguismo o la *linguística (u otras menudencias, como *averigue, *amortigue, *averguencen...).
Pero por si fuera poco, por la u se va a esa isla imaginaria dotada de un sistema político, social y legal tan perfecto que el ser humano podría encontrar allí la felicidad: utopía se llama.