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domingo, 27 de enero de 2019

Lunes triste


Hace ya unos cuantos años se publicó en Inglaterra un estudio, supuestamente matemático, en el que se llegaba a la conclusión de que el tercer lunes de enero era el día más triste del año. A ese lunes, que en 2019 sería precisamente hoy, se le bautizó desde entonces con el nombre de Blue Monday ("lunes triste", que "blue" se asocia siempre en inglés con la tristeza y la melancolía: música "blues").
La fórmula del estudio en cuestión se sustentaba sobre las siguientes variantes: el día de la semana, lunes, asociado tradicionalmente al poso de tristeza que dejan los domingos; la aún lejana perspectiva con respecto a la paga del mes (la popular cuesta de enero, vaya); el tiempo meteorológico propio de la estación; el abandono de los buenos propósitos que todo el mundo acostumbra a formarse con la llegada del nuevo año, con el consiguiente sentimiento de fracaso; la escasa motivación en general.
Claro que, como después se descubrió, detrás de ese estudio había una determinada agencia de comunicación, que aconsejaba a renglón seguido en una nota que la mejor manera de escapar a los efectos de ese lunes triste era preparar las maletas y marcharse de viaje, contratando de paso, eso sí, los servicios de otra agencia, esta de viajes y cliente suya. El crédito científico, como era de esperar, se desmoronó muy pronto con estrépito, pero la noticia surtió efecto, y cada año por estas fechas sus ondas se propagan de nuevo.
El día más triste del verano, ese era el tema de redacción que solía ponerles a mis alumnos cada año al comenzar el nuevo curso; por un momento me miraban desconcertados, pero enseguida se ponían a escribir y la mayoría acababa decidiéndose por el día anterior, o sea, por contar lo que habían sentido la víspera de volver, más o menos contentos, a las clases.

                                                            (La Razón, 21 de enero de 2019)


lunes, 21 de enero de 2019

Noticias de animales


Y no buenas, como casi siempre que alguien o algo ajeno a los focos de actualidad se asoma a los periódicos.
Los jabalíes, por ejemplo, que han merecido no hace mucho el honor de que un grupo de investigadores de la Universidad de Barcelona se ocupe de ellos. El motivo, su comportamiento, que es cada vez más agresivo. Se han acostumbrado mal, a lo que parece, y después de enseñorearse de las lindes urbanas, sobre todo en Collserola, donde es habitual verlos merodear a sus anchas y con todo desparpajo a cualquier hora, exigen buena comida, y, no contentos con vaciar papeleras y asaltar contenedores, la buscan entre los paseantes. Cuidado, pues, con el bocadillo o el donut, que tienen muy fino el olfato y se han dado ya casos de lanzarse a por la mochila o pedir de malos modos lo que no es suyo.
Las cigüeñas, que se han vuelto comodonas y algo señoritas y ya muchas no emigran a África, por la bonanza de los inviernos en la Península y por lo fácil que les resulta encontrar comida en los vertederos. Conque a este paso pronto el refrán de "Por san Blas, la cigüeña verás" pasará a ser cosa de otros tiempos, y quién sabe si también la vieja estampa del nido en la torre de la iglesia correrá la misma suerte.
Las abejas, que si no tenían bastante con la contaminación y otras plagas, les toca ahora hacer frente a la avispa asiática, una seria amenaza para su supervivencia, pues son precisamente ellas, las sabias fabricantes de la miel, el alimento preferido del temido insecto, que ha invadido media Europa y anidó incluso el verano pasado en un jardín anexo al histórico edificio de la Universidad de Barcelona.
Y los gorriones... Pero de estos hablaremos en otra ocasión, que los pobres bien se lo merecen.


                                                                      (La Razón, 14 de enero de 2019)

lunes, 14 de enero de 2019

El aguinaldo


El desuso la está relegando, como a tantas otras, al olvido, pero esta hermosa palabra, de origen incierto, y que el diccionario define como "regalo que se da en Navidad o en la fiesta de la Epifanía", se documenta ya hacia el año 1400.
La costumbre de hacerse regalos por estas fechas se remonta a los antiguos romanos, que lo hacían como una manera de honrar a los dioses y desearse felices augurios. Con el tiempo, el aguinaldo se convirtió en una práctica costosa, pues obligaba a veces a los menos pudientes a dar lo que no tenían, como era el caso de los subordinados que deseaban obsequiar a sus protectores.
Ya en el siglo XVIII, algunos gremios y profesiones adoptaron la norma de cumplimentar por Navidad a sus clientes (los panaderos, en Cataluña, regalaban una coca), y hasta la década de los sesenta y setenta del siglo pasado era habitual que carteros, barrenderos, serenos y otros oficios pasaran por los domicilios del distrito asignado y entregaran una estampita o felicitación navideña con la esperanza de recibir un aguinaldo.
Y cuando aún no se conocía a Papá Noel ni a Santa Claus, era costumbre en muchos pueblos de España que los niños recorrieran casa por casa el vecindario cantando villancicos para pedir el aguinaldo.
Todavía el cronista conoció y practicó esta costumbre, aunque restringida a las casas de familiares y allegados, y sin villancicos. Era el día de Reyes, y la noche anterior habíamos dejado las zapatillas en la ventana, con agua y un par de manzanas para los camellos, que no solían venir muy generosos porque cuando llegaban –muy tarde siempre, por eso nunca los vimos– ya habían descargado las alforjas en los pueblos de más abajo. 
¡Tiempo de inocencia, cuando la felicidad era lo único que, por una noche, nos quitaba el sueño!

                                                  (La Razón, 7 de enero de 2019)


lunes, 7 de enero de 2019

Cambiar de vida


De tanto estirar el hilo por uno y otro lado, y de cortar aquí para enhebrar allá, llega un momento en que la tela entera se vuelve tan fina que amenaza con deshilacharse.

Es lo que pasa también a veces con la vida, que corre el peligro de descoserse por uno de esos sietes que luego ya no tienen compostura. Las puntadas que damos por la mañana antes de salir de casa se deshacen en cuanto tropezamos con la calle, y vamos pasando los días dándole vueltas a la costura sin recomponer el descosido.

Así hasta que tomamos la firme decisión de cambiar, de no correr más el riesgo de despeñarnos en un descuido por ahí abajo, de dar un volantazo y volver por donde solíamos, de buscar otro camino, abrir otra ventana, intentarlo por otro mapa.

Nos reconciliamos de nuevo con nosotros mismos por haber sido capaces de tomar tan apremiante y provechosa decisión. Pero qué pereza da ponerse manos a la obra, al fin y al cabo todo es cuestión de acostumbrarse y de ir aguantando, las cosas son como son y yo soy yo y mis circunstancias. Consultamos mentalmente el calendario y, como está muy cerca el día en que se estrena el año, enseguida concluimos con óptimo criterio que qué mejor manera de celebrarlo, y aplazamos para esa fecha tan significativa la ejecución de nuestro irrevocable propósito.

Aguardamos así a que lleguen las primeras horas de un año que se nombra con otro número distinto al que se acaba para pensar que tenemos que pensar en serio el modo de poner en práctica de una vez por todas esas medidas urgentes, inaplazables, absolutamente necesarias si no queremos volver a enredarnos en la madeja de esos hilos que, de tanto estirarlos por un lado y por otro, llegará un día en que no se podrá dar con ellos ni una sola puntada.

                                                        (La Razón, 31 de diciembre de 2018)