Hace
ya unos cuantos años se publicó en Inglaterra un estudio, supuestamente
matemático, en el que se llegaba a la conclusión de que el tercer lunes de
enero era el día más triste del año. A ese lunes, que en 2019 sería
precisamente hoy, se le bautizó desde entonces con el nombre de Blue Monday
("lunes triste", que "blue" se asocia siempre en inglés con
la tristeza y la melancolía: música "blues").
La
fórmula del estudio en cuestión se sustentaba sobre las siguientes variantes:
el día de la semana, lunes, asociado tradicionalmente al poso de tristeza que
dejan los domingos; la aún lejana perspectiva con respecto a la paga del mes
(la popular cuesta de enero, vaya); el tiempo meteorológico propio de la
estación; el abandono de los buenos propósitos que todo el mundo acostumbra a
formarse con la llegada del nuevo año, con el consiguiente sentimiento de
fracaso; la escasa motivación en general.
Claro
que, como después se descubrió, detrás de ese estudio había una determinada agencia
de comunicación, que aconsejaba a renglón seguido en una nota que la mejor
manera de escapar a los efectos de ese lunes triste era preparar las maletas y
marcharse de viaje, contratando de paso, eso sí, los servicios de otra agencia,
esta de viajes y cliente suya. El crédito científico, como era de esperar, se
desmoronó muy pronto con estrépito, pero la noticia surtió efecto, y cada año
por estas fechas sus ondas se propagan de nuevo.
El
día más triste del verano, ese era el tema de redacción que solía ponerles a
mis alumnos cada año al comenzar el nuevo curso; por un momento me miraban
desconcertados, pero enseguida se ponían a escribir y la mayoría acababa
decidiéndose por el día anterior, o sea, por contar lo que habían sentido la
víspera de volver, más o menos contentos, a las clases.
(La Razón, 21 de enero de 2019)