De
tanto estirar el hilo por uno y otro lado, y de cortar aquí para enhebrar allá,
llega un momento en que la tela entera se vuelve tan fina que amenaza con
deshilacharse.
Es
lo que pasa también a veces con la vida, que corre el peligro de descoserse por
uno de esos sietes que luego ya no tienen compostura. Las puntadas que damos
por la mañana antes de salir de casa se deshacen en cuanto tropezamos con la
calle, y vamos pasando los días dándole vueltas a la costura sin recomponer el
descosido.
Así
hasta que tomamos la firme decisión de cambiar, de no correr más el riesgo de
despeñarnos en un descuido por ahí abajo, de dar un volantazo y volver por
donde solíamos, de buscar otro camino, abrir otra ventana, intentarlo por otro
mapa.
Nos
reconciliamos de nuevo con nosotros mismos por haber sido capaces de tomar tan
apremiante y provechosa decisión. Pero qué pereza da ponerse manos a la obra,
al fin y al cabo todo es cuestión de acostumbrarse y de ir aguantando, las
cosas son como son y yo soy yo y mis circunstancias. Consultamos mentalmente el
calendario y, como está muy cerca el día en que se estrena el año, enseguida
concluimos con óptimo criterio que qué mejor manera de celebrarlo, y aplazamos
para esa fecha tan significativa la ejecución de nuestro irrevocable propósito.
Aguardamos
así a que lleguen las primeras horas de un año que se nombra con otro número
distinto al que se acaba para pensar que tenemos que pensar en serio el modo de
poner en práctica de una vez por todas esas medidas urgentes, inaplazables,
absolutamente necesarias si no queremos volver a enredarnos en la madeja de
esos hilos que, de tanto estirarlos por un lado y por otro, llegará un día en
que no se podrá dar con ellos ni una sola puntada.
(La Razón, 31 de diciembre de 2018)
No hay comentarios:
Publicar un comentario