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miércoles, 28 de marzo de 2018

Campanas


A más de uno le habrá salvado la campana (cuando estaba en una situación comprometida), y cualquiera puede echar (o lanzar) las campanas al vuelo (si de lo que se trata es de celebrar un triunfo), y es también posible oír campanas y no saber dónde (cuando las noticias que se tienen son vagas e inciertas), pero cada vez son menos los que saben tocarlas, o tañerlas, para convocar con su sonido al vecindario. Que es lo que hacía el campanero, otro de los oficios en vías de extinción, o el sacristán cuando faltaba aquel y se trataba de anunciar los oficios religiosos, a misa o al rosario, por ejemplo, o de invitar a rezar un avemaría al amanecer (toque de alba) o al mediodía (toque de ángelus).
Porque el lenguaje de las campanas se compone de diferentes toques, que feligreses y vecinos entienden sin dificultad cuando los oyen: a concejo (reunión abierta para tratar asuntos de interés general), a hacendera (trabajos a que debe acudir todo el vecindario, por ser de utilidad común, como arreglar los caminos), a quema (aviso de incendio, en una vivienda o en el monte)...
Las campanas doblan cuando tocan a muerto (toque de ánimas, o de difuntos, o clamor), repican cuando suenan o tañen repetidamente con cierto compás en señal de fiesta o regocijo y voltean si, también por un motivo alegre, se les da la vuelta completa en el campanario.
Las campanas tocan a rebato para dar la señal de alarma ante un peligro grave, y a nube, nublo o tentenublo para detener, conjurar o aplacar las tormentas: "tente nube, / tente tú, / que más puede / Dios que tú".
Las campanas, que en estos días de la Semana Santa estaban antes calladas en señal de luto y en su lugar retumbaban por las calles las carracas, y con qué alegría y aplicación las hacíamos sonar los rapaces de la escuela.
                                                                        


miércoles, 21 de marzo de 2018

Sala de consultas


Con las manos en los bolsillos del abrigo y respirando a través de la bufanda que le tapaba la cara casi hasta los ojos, se dirigió a la parada de los autobuses.
Subió al primero que llegó, sin molestarse en averiguar su recorrido.
En la última parada se bajó.
El silencio, la tranquilidad y el porte externo de los edificios de la zona contrastaban notablemente con el bullicio y la estrechez de su barrio.
Vagó un rato por las calles. El frío cortaba el aliento y la noche empezaba a echarse encima.
Vio entrar y salir gente por una ancha puerta de color blanco a la que se bajaba por una escalera de ladrillo bordeada de cuidadas plantas.
No lo pensó más, y entró.
Lo primero que notó fue el agradable calor del ambiente. La sala era amplia y bien iluminada. En el centro había una mesa de cristal con periódicos y revistas; y alrededor, contra las paredes y rozando las cortinas, acogedores sofás dispuestos en semicírculo brindaban descanso al que entraba por la puerta.
El picaporte todavía en la mano, vaciló unos instantes.
Pasó por delante de la ventanilla de recepción. La mujer de bata blanca sentada al otro lado del cristal le miró. Él fingió no verla y se dirigió al sofá más apartado, casualmente el único que estaba libre.
No se atrevió en un primer momento a levantar la vista, en la sospecha atroz de que todos los ojos estarían clavados en él. Cuando lo hizo, su sorpresa fue grande al comprobar que nadie parecía reparar en su presencia: algunos leían con desgana, otros escudriñaban el móvil, los demás miraban desconsoladamente al vacío.
Al fin se decidió a llegarse hasta la mesa y escoger una revista.
Los minutos pasaban. Por el altavoz fue oyendo los nombres de los que eran requeridos, y el número del despacho al que debía acudir cada uno.
Al cabo de un par de horas, cuando ya solo quedaban en la sala media docena de personas, se levantó para salir. La mujer de bata blanca sentada al otro lado de la ventanilla de recepción le miró fijamente. Él le dio las buenas noches y, ocultando su turbación en los gestos de colocarse el abrigo y anudarse al cuello la bufanda, abrió la puerta.
Volvió al día siguiente, también por la tarde. La mujer de la recepción le miró de nuevo con insistencia y él, fingiendo otra vez atención concentrada en los quehaceres de quitarse el abrigo, saludó tímidamente y se fue a sentar en el sofá.
Desde allí observó con sobresalto que la mujer descolgaba un teléfono.
Comenzaba ya a sentir la vergüenza por la que enseguida iba a pasar.
Pero la recepcionista colgó el teléfono y se desentendió de él por completo.
Durante una semana acudió puntualmente sin faltar un solo día, y siempre a la misma hora. Se sentía tan a gusto allí que las mañanas y aun las noches acabaron por convertirse en una ansiosa espera.
Una tarde, a poco de llegar, con el periódico ya sobre las rodillas, oyó su nombre por el altavoz.
No se movió del sofá. Era imposible que le llamaran a él, nadie sabía allí su nombre.
Volvieron a llamarle. Atisbó momentáneamente la luminosa sospecha y aguardó atónito a que se levantara aquel que, increíble casualidad, llevaba su mismo nombre y sus mismos apellidos.
Nadie sin embargo se removió siquiera en su asiento. Miró entonces a la mujer de la recepción, que, habituada ya a su presencia cotidiana, le saludaba amablemente cada tarde con la mayor naturalidad, y ella le devolvió sonriente la mirada.
La voz cálida y suave que regulaba las idas y venidas de la sala pronunció por tercera vez su nombre.
Y él, obediente a la llamada, se levantó del sofá.
La mano y la sonrisa de una enfermera a la que no vio acercarse le indicaron el camino. Aturdido y sin musitar palabra, entró en el despacho del médico, que, rutinario y ausente, le auscultó minuciosamente a través de pantallas y aparatos durante un largo rato sin hacer el más mínimo comentario.
A la salida, la mujer de la recepción le entregó una tarjeta donde constaba su nombre y la hora de visita para la tarde siguiente.
Cuando llegó, un poco antes de lo prescrito pese al tiempo desapacible y la aglomeración de tráfico de los viernes, una ambulancia le estaba esperando delante de la puerta de la consulta.
Dos camilleros le introdujeron en ella sin que él, perplejo y mudo de asombro, hiciera ninguna pregunta, ni opusiera la menor resistencia.
Al cabo de un tiempo que fue incapaz de precisar, la ambulancia se detuvo delante de un edificio de color rosado con grandes ventanales.
En la misma camilla, y después de pasar puertas, doblar esquinas, atravesar largos pasillos y subir en varios ascensores, dos enfermeras le trasladaron a una habitación.
Allí le recibió una voz lenta y cálida, muy semejante a la del altavoz de la consulta, que desde algún oculto lugar le instaba, tras saludarle por su nombre y apellidos, a desvestirse, ponerse la bata que encontraría bajo la almohada y meterse en la cama.
La habitación era pequeña y limpia, con una mesa, una silla y una amplia ventana al exterior.
Al oscurecer entró una enfermera. Le preguntó, sin aparentar demasiado interés, por su estado; mientras anotaba algo en una libreta, le deseó las buenas noches y se fue.
Poco después le trajeron la cena.
Enseguida volvió a oírse la misma voz lenta y cálida, que le auguraba un feliz descanso y le rogaba que apagase la luz e intentase conciliar el sueño lo antes posible.
A la mañana siguiente vino el médico. Era el mismo que le había examinado en la consulta ya no recordaba cuánto tiempo atrás. Como entonces, le auscultó en silencio. Al terminar, él le preguntó por su estado, pero el médico se encogió de hombros.
Ya no se atrevió a volver a preguntárselo más.
Y así fue pasando el tiempo.
Nadie le dijo nunca qué tenía, ni por qué estaba allí, ni para qué.
Él, por su parte, poco a poco, fue empezando a amoldarse a aquella vida, al tibio calor de la habitación, a la silenciosa amabilidad de las enfermeras, a la lenta y cálida voz invisible que todos los días a la misma hora le daba las mismas instrucciones.

miércoles, 14 de marzo de 2018

Diccionario de un leído de aldea


baladí. –No es ni mucho menos asunto baladí, señor alcalde, todo aquello que, por insignificante que parezca, atañe al bien de las almas –advirtió el buen párroco.
bandera. 1 Una bandera empapada por la lluvia y marchita sobre el mástil: los ejércitos de la patria han sido derrotados en el campo de batalla. 2 En las casas de los pueblos ondea siempre, de buena mañana y al anochecer, la misma bandera de humo blanco, grisáceo o azulado.
barrabasada. ¡De origen bíblico, con la vocal más alegre repetida cinco veces y que no podamos cambiarle el significado!
barreño. Los había en todas las casas, y eran, como su nombre indica, de barro.
barrio. 1 Hay dos: este y el otro. 2 Son inhóspitos los que no tienen memoria.
barrito. La voz del elefante cuando tiene algo que decir, al mundo en general o a los suyos en particular.
beca. 1 Banda de tela, por lo común de color rojo, que, a título de distintivo colegial, llevaban los estudiantes plegada sobre el pecho y con los extremos colgando por la espalda. 2 Si los que hoy se benefician de esa ayuda se vieran en la obligación de lucir la susodicha banda…
bicho. Si solo es eso, es persona despreciable y con malas intenciones; si encima es también raro, es que su carácter o comportamiento se salen de lo común… ¿Qué nos han hecho los pobres bichos?
bicicleta. Aún no se ha podido saber lo que piensa una rueda de la otra.
boca. 1 Se metió en la boca del lobo, y eso que iba con pies de plomo. 2 Tienen también boca, dice el diccionario, las calles, los puertos de mar, los hornos, las armas de fuego, los escenarios de los teatros, el metro de las grandes ciudades, las tenazas, el vino, determinados dispositivos contra incendios y para el riego, el estómago, los ríos, las patas delanteras de los crustáceos, el lobo… Además, puede uno coserla, cerrarla, no abrirla en un rato grande (que es lo mismo que no descoserla), hablar por la de otra persona, no decir si es suya, tenerla buena o mala, taparla o tapársela a otro, decir lo primero que le venga a ella, torcerla, pegarla a la pared… Y también puede ocurrir que se le haga a uno agua por algún motivo, y que todo le salga a pedir de ella...
bollo. No le pidas bollos al horno (véase pera).
borrón. Los de tinta, que llenaban de pequeños continentes y archipiélagos las páginas de los cuadernos escolares.
bragueta. Portañuela.
bucólico, ca. El sonar de las esquilas a la vuelta del rebaño en la luz del atardecer, que fue estampa y es recuerdo.
buey. 1 Son aún proverbiales, en la memoria campesina, su lentitud y mansedumbre. 2 Estampa bucólica del “beatus ille”: una pareja de bueyes uncidos al yugo y tirando de un arado.  
burro, rra. Pese a no gozar de mucho aprecio, es el animal –junto con el cerdo– al que más nombres le hemos puesto, quizá porque ha sido también al que más palos, literalmente hablando, se le han dado: asno, rucio, jumento, pollino, borrico…

miércoles, 7 de marzo de 2018

Declaración de bienes


Tengo una infancia a la que casi todos los días vuelvo un rato.
Tengo una mesa al lado de la ventana donde da el sol.
Tengo algunas ideas en que pensar.
Tengo tantos libros por leer que no voy a poder acabarlos todos.
Tengo sesenta y cinco años.
Tengo un atlas, y por él viajo las tardes de los domingos que se hacen largas.
Tengo las lecciones del campo que aprendí de niño.
Tengo tiempo.
Tengo la ilusión de escribir alguna vez un verso que reciten los niños en la escuela.
Tengo una caja de esperanzas que aún no he abierto.
Tengo una colección de lápices comprados en las tiendas de los museos y otra de palabras viejas que he ido recogiendo por los libros y las calles.
Tengo cosas que contar.
Tengo un cayado de pastor para andar por los caminos del monte.
Tengo memoria.