Con
las manos en los bolsillos del abrigo y respirando a través de la bufanda que
le tapaba la cara casi hasta los ojos, se dirigió a la parada de los autobuses.
Subió
al primero que llegó, sin molestarse en averiguar su recorrido.
En
la última parada se bajó.
El
silencio, la tranquilidad y el porte externo de los edificios de la zona
contrastaban notablemente con el bullicio y la estrechez de su barrio.
Vagó
un rato por las calles. El frío cortaba el aliento y la noche empezaba a
echarse encima.
Vio
entrar y salir gente por una ancha puerta de color blanco a la que se bajaba por una
escalera de ladrillo bordeada de cuidadas plantas.
No
lo pensó más, y entró.
Lo
primero que notó fue el agradable calor del ambiente. La sala era amplia y bien
iluminada. En el centro había una mesa de cristal con periódicos y revistas; y
alrededor, contra las paredes y rozando las cortinas, acogedores sofás
dispuestos en semicírculo brindaban descanso al que entraba por la puerta.
El
picaporte todavía en la mano, vaciló unos instantes.
Pasó
por delante de la ventanilla de recepción. La mujer de bata blanca sentada al
otro lado del cristal le miró. Él fingió no verla y se dirigió al sofá más
apartado, casualmente el único que estaba libre.
No
se atrevió en un primer momento a levantar la vista, en la sospecha atroz de
que todos los ojos estarían clavados en él. Cuando lo hizo, su sorpresa fue grande
al comprobar que nadie parecía reparar en su presencia: algunos leían con
desgana, otros escudriñaban el móvil, los demás miraban desconsoladamente al
vacío.
Al
fin se decidió a llegarse hasta la mesa y escoger una revista.
Los
minutos pasaban. Por el altavoz fue oyendo los nombres de los que eran
requeridos, y el número del despacho al que debía acudir cada uno.
Al
cabo de un par de horas, cuando ya solo quedaban en la sala media docena de
personas, se levantó para salir. La mujer de bata blanca sentada al otro lado
de la ventanilla de recepción le miró fijamente. Él le dio las buenas noches y, ocultando su turbación en los gestos de colocarse el abrigo y anudarse al
cuello la bufanda, abrió la puerta.
Volvió
al día siguiente, también por la tarde. La mujer de la recepción le miró de
nuevo con insistencia y él, fingiendo otra vez atención concentrada en los
quehaceres de quitarse el abrigo, saludó tímidamente y se fue a sentar en el
sofá.
Desde
allí observó con sobresalto que la mujer descolgaba un teléfono.
Comenzaba
ya a sentir la vergüenza por la que enseguida iba a pasar.
Pero
la recepcionista colgó el teléfono y se desentendió de él por completo.
Durante
una semana acudió puntualmente sin faltar un solo día, y siempre a la misma hora.
Se sentía tan a gusto allí que las mañanas y aun las noches acabaron por
convertirse en una ansiosa espera.
Una
tarde, a poco de llegar, con el periódico ya sobre las rodillas, oyó su nombre
por el altavoz.
No
se movió del sofá. Era imposible que le llamaran a él, nadie sabía allí su
nombre.
Volvieron
a llamarle. Atisbó momentáneamente la luminosa sospecha y aguardó atónito a que
se levantara aquel que, increíble casualidad, llevaba su mismo nombre y sus
mismos apellidos.
Nadie
sin embargo se removió siquiera en su asiento. Miró entonces a la mujer de la
recepción, que, habituada ya a su presencia cotidiana, le saludaba amablemente
cada tarde con la mayor naturalidad, y ella le devolvió sonriente la mirada.
La
voz cálida y suave que regulaba las idas y venidas de la sala pronunció por
tercera vez su nombre.
Y
él, obediente a la llamada, se levantó del sofá.
La
mano y la sonrisa de una enfermera a la que no vio acercarse le indicaron el
camino. Aturdido y sin musitar palabra, entró en el despacho del médico, que,
rutinario y ausente, le auscultó minuciosamente a través de pantallas y
aparatos durante un largo rato sin hacer el más mínimo comentario.
A
la salida, la mujer de la recepción le entregó una tarjeta donde constaba su
nombre y la hora de visita para la tarde siguiente.
Cuando
llegó, un poco antes de lo prescrito pese al tiempo desapacible y la
aglomeración de tráfico de los viernes, una ambulancia le estaba esperando
delante de la puerta de la consulta.
Dos
camilleros le introdujeron en ella sin que él, perplejo y mudo de asombro,
hiciera ninguna pregunta, ni opusiera la menor resistencia.
Al
cabo de un tiempo que fue incapaz de precisar, la ambulancia se detuvo delante
de un edificio de color rosado con grandes ventanales.
En
la misma camilla, y después de pasar puertas, doblar esquinas, atravesar largos
pasillos y subir en varios ascensores, dos enfermeras le trasladaron a una
habitación.
Allí
le recibió una voz lenta y cálida, muy semejante a la del altavoz de la
consulta, que desde algún oculto lugar le instaba, tras saludarle por su nombre
y apellidos, a desvestirse, ponerse la bata que encontraría bajo la almohada y
meterse en la cama.
La
habitación era pequeña y limpia, con una mesa, una silla y una amplia ventana
al exterior.
Al
oscurecer entró una enfermera. Le preguntó, sin aparentar demasiado interés,
por su estado; mientras anotaba algo en una libreta, le deseó las buenas noches
y se fue.
Poco
después le trajeron la cena.
Enseguida
volvió a oírse la misma voz lenta y cálida, que le auguraba un feliz descanso y
le rogaba que apagase la luz e intentase conciliar el sueño lo antes posible.
A
la mañana siguiente vino el médico. Era el mismo que le había examinado en la
consulta ya no recordaba cuánto tiempo atrás. Como entonces, le auscultó en silencio.
Al terminar, él le preguntó por su estado, pero el médico se encogió de
hombros.
Ya
no se atrevió a volver a preguntárselo más.
Y
así fue pasando el tiempo.
Nadie
le dijo nunca qué tenía, ni por qué estaba allí, ni para qué.
Él,
por su parte, poco a poco, fue empezando a amoldarse a aquella vida, al tibio
calor de la habitación, a la silenciosa amabilidad de las enfermeras, a la
lenta y cálida voz invisible que todos los días a la misma hora le daba las mismas instrucciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario