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miércoles, 30 de septiembre de 2015

Las horas solitarias

Las horas solitarias, de don Pío Baroja, publicado por primera vez en 1917, y recientemente reeditado, es una especie de dietario o libro de notas que recoge algunas de las andanzas de su autor por la geografía española.
Ameno, cordial, chispeante, despreocupado y sincero como acostumbra, Baroja  –que fue, como tantos escritores, un solitario habla de los libros que lee, de las gentes con que se cruza, de las ciudades que visita y los paisajes que contempla, de las costumbres y comportamientos que observa al paso...
Transcribo como muestra unos fragmentos, muy representativos, por otra parte, del sentir y el decir barojianos:

"Hoy he ido a San Sebastián con la lista de unas cuantas cosas que necesitaba y de las cuales no he encontrado ninguna. Para mí, San Sebastián es un escaparate en donde no hay nada de lo que busco. En cambio de lo que no busco hay mucho, por ejemplo: curas, frailes y demás gentecilla. [...] San Sebastián es una pequeña Roma de verano, hay dos o tres monseñores casi constantemente y se ven curas, frailes y monjas a todas horas y por todas partes".
 
"Este señor don Fernando, del que se decía que era protestante, salía al balcón a leer un libro y echaba migas de pan a las golondrinas, que tenían un rosario de nidos en el alero. Cuando se marchó don Fernando, el amo de la casa fue con un palo y quitó todos los nidos. Así que en el diccionario de la infancia tenía yo estos sinónimos: ‘Protestante: hombre que lee un libro y que le gustan los nidos de golondrinas. Católico: hombre que no lee nada y tira los nidos de las golondrinas’".

"Tenía hace tiempo un tomo con los siete libros de Séneca, traducidos al castellano por el licenciado Navarrete en una edición antigua. Ya no los conservo. Una noche bajando del pico de Urbión hacía tanto frío que tuve que quemar a Séneca para hacer arder unas matas y calentarnos. Yo me resistía, pero los dos amigos que iban conmigo me convencieron de que era una ridiculez sacrificar nuestros cuerpos por un libro viejo".


lunes, 28 de septiembre de 2015

De viaje

He ido al pueblo, yo solo con mi viejo Volvo, que, aunque tiene ya sus buenos años (17 cumplió el pasado mes de mayo), está siempre dispuesto a la aventura y enfila carreteras y autopistas con igual o mayor brío que cualquiera de sus congéneres recién salido de la fábrica.
Como el viaje es un poco largo, casi 800 kilómetros, para entretenerlo un poco, solemos ir algún rato hablando los dos (no es que sea él un coche fantástico como el de aquella serie de la televisión, pero tiene una grandísima virtud, cada vez más escasa, que es la de saber escuchar, por eso nos entendemos bien y el coloquio discurre siempre con amenidad y provecho).
En llegando a Zaragoza ya empieza a quejarse de la autopista, tan monótona y sin alicientes, dice; luego, al entrar en La Rioja, se va animando, por la vista de los viñedos, amarilleando ya por estas fechas, pero en Logroño vuelve de nuevo a dar muestras de aburrimiento y, para que no se ponga pesado, tomamos la carretera.
La prefiere a la autopista, confiesa, a pesar de que de vez en cuando tenga que ponerse detrás de un camión, porque le da tiempo a ver un poco el paisaje, y también porque le permite comprobar que aún es capaz de rebasar limpiamente y sin hacer ruido a algunos de los que, además de ser más jóvenes, van por ahí alardeando de todo tipo de adelantos. Pero lo que más le gusta de todo es pasar por los pueblos, especialmente por los más pequeños, como Villafranca Montes de Oca, de la provincia de Burgos, en la subida al puerto de La Pedraja, que es uno de sus predilectos porque, asegura, es el primer pueblo que huele a pueblo, a pueblo de los de antes, o sea, a humo de chimenea y a pan de horno y a heno y a otros olores antiguos como el de la lumbre y el del paso y excremento de animales.
El trayecto entre Burgos y Osorno, en la provincia de Palencia ya, le gustaba mucho antes, cuando la carretera pasaba por los pueblos, pero ahora, en cambio, desde que circulamos por las autovía del Camino de Santiago  –a santo de qué, murmura, una autovía en la vieja Tierra de Campos–, lo hace a toda velocidad y enfurruñado.
Los últimos siete kilómetros –por una carretera estrecha y sinuosa que muere en el pueblo, allá donde nace el río Cea, en las estribaciones leonesas de los Picos de Europa, cerca de un pantano de cuyo nombre no quieren acordarse ni el valle que sepultó ni la historia que enterró ni los siete pueblos que borró del mapa– los conoce tan bien que lo dejo solo, como Juan Ramón a Platero, sin miedo a que, como hacía el famoso burro, se vaya al prado, ni siquiera en las curvas, que las sabe de memoria,  y así me da tiempo a mí de fijarme bien en los detalles, y de avizorar algún animal en las inmediaciones, y de evaluar el caudal del río que discurre por entre salgueras valle abajo, y de apreciar la variedad de colores en el monte.
En el pueblo, lo que más le gusta es estar al aire libre, de día dejándose acariciar por la luz y el viento, gallego la mayor parte de las veces, y de noche contemplando las estrellas (claro que, si hiela o baja el cierzo, asturiano siempre, protesta lo suyo cuando se le despierta, aterido y cubierto de una finísima capa blanca, antes de que salga el sol).
La misma conversación o parecida tenemos al volver para Barcelona, yo a lo mejor una pizca mohíno y él deseoso de llegar para dormir bajo techo y contarles a sus vecinos del garaje todos los pormenores del viaje.  

domingo, 20 de septiembre de 2015

El color de la rosa

Según una antigua tradición, recogida en el comentario al Talmud de Babilonia (siglos III-V), los ángeles se encargaban de ponerles nombres a las cosas nuevas que Dios iba creando. Ya estaba hecha la primera flor, de color blanco, pero un día Dios se entretuvo en formar otra con hilos de seda, y un ángel, cuando la vio acabada, la llamó rosa. Entonces la flor recién nacida, al oírlo, tomó ese nombre por tan gran cumplido y alabanza que se ruborizó, y por eso se sabe que las primeras rosas fueron rojas.


Para los poetas, en cambio, la primera rosa roja floreció el día en que un ruiseñor enamorado, que se había posado en un rosal para cantar, viendo que aquella a la que iban dirigidas sus notas no le respondía, se restregó contra una espina hasta que brotó de su cuerpecillo una gota de sangre.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Pájaros

"Son los pájaros naturalmente las criaturas más alegres del mundo", dice el poeta Leopardi al comienzo de su Elogio de los pájaros. "Naturalmente", es decir, por ley natural o propia, no por azar.
Y continúa luego su alabanza de los cantores de la tierra, que se pasan la vida aplaudiendo la secreta armonía del universo y la felicidad de las cosas.
Señores del aire, su reino es el de la alegría, la risa, el vuelo, la ligereza y el canto, que solo interrumpen cuando llega la tormenta.
Ajenos a los horrores del mundo, jamás se aburren.
Los pájaros son lo que podría ser el hombre si fuera feliz, concluye Leopardi, que llevó una vida tan infeliz: véase la entrada de este blog correspondiente al 29 de junio, dedicada a él.
Y en los últimos renglones, recordando un poema del célebre lírico griego cantor del vino, el amor y otros placeres, escribe: "Anacreonte quería transformarse en espejo para ser mirado continuamente por su amada; o en manto, para cubrirla; o en ungüento, para ungirla; o en agua, para lavarla; o en ceñidor, para que ella lo apretara contra su seno; o en perla, para que lo llevara en el cuello; o en zapato, para que, por lo menos, ella lo oprimiera con su pie. Del mismo modo, yo querría, por algún tiempo, ser convertido en pájaro, para experimentar aquel contento y alegría de su vida". 

Y no solo no están nunca tristes –cómo van a estarlo, con esos nombres: herrerillo, zorzal, petirrojo, reyezuelo, curruca, verderón, oropéndola, aguanieves...–, sino que ¿cuándo se ha visto a una golondrina quieta y no llenando de garabatos el aire, y a un gorrión postrado, y a un mirlo achacoso, y a un ruiseñor doliente? Nunca tampoco, porque los pájaros no envejecen. No hay pájaros viejos.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

El estuche

Creo que nunca lo tuve, un estuche, ni de niño en la escuela del pueblo, ni más tarde, ya crecido, en el colegio de los curas, o sea, en el seminario (etimológicamente, el semillero).
A lo mejor por eso, me gustaba, siendo profesor, otear los estuches de los alumnos (perdón, del alumnado), y a veces me quedaba con las ganas de fisgar en alguno: tantas cosas, y tan variadas, se apretujaban allí dentro, y con tal desorden que a veces resultaba imposible cerrar la cremallera y parecía que fuera a estallar por algún sitio. Y una tarde en que tenía a los alumnos (vaya, perdón otra vez) entretenidos en unos ejercicios (por las tardes era preferible eso, hacer ejercicios que no explicar, les costaba concentrarse y estaban ya cansados, las explicaciones mejor para las primeras horas de la mañana, cuando llegaban frescos y despejados, aunque no siempre, los lunes por ejemplo…) me puse a escribir, a escondidas, claro está, y sin que se dieran cuenta, los primeros versos de un poema que luego en casa acabé de pulir y rematar. Es este:

Estuche

El lápiz, alborotado,
exige que le despunten,
y el afilador responde
que lo hará cuando le guste.

El bolígrafo reclama
copiar una frase ilustre,
y la goma pide a gritos
dejar limpios los apuntes.

El kleenex demanda airado
una nariz que le arrugue,
y el typex se desespera
si un error no se produce.

Que su papel es fijar,
el clip con rigor arguye;
y el fosforito murmura
que el subrayado le aburre.

El rotulador, altivo,
por el fondo se escabulle,
y la tijera amenaza
con romper cualquier resumen.

La regla se mide en vano,
según tiene por costumbre,
y el compás denuncia a voces
geométrica servidumbre.

Se lo advierto a quien me escuche:
esto es un desbarajuste.
           
                        (De Cien lecciones de cosas, inédito)

lunes, 14 de septiembre de 2015

Vuelta a la escuela

Septiembre arriba, asomando ya por el campo y en las ramas de los árboles el sanmiguel vestido de amarillo que traía luz nueva, tardes de calma reposada y la vuelta a la escuela (los colegios no se conocían en los pueblos).
No había libros nuevos, porque únicamente estudiábamos la enciclopedia que se guardaba en el armario de roble y puertas de cristal, junto con un par de diccionarios, la Historia Sagrada y un volumen de fábulas antiguas, y por eso íbamos como quien dice con las manos en los bolsillos, solo la pizarra con cantos de madera bajo el brazo y el pizarrín (o el pizarro) en el bolsillo, que, a veces, en lugar de comprarlo en la cantina, lo hacíamos nosotros mismos afilando un trozo de roca que se le parecía.
En la pizarra nos ponía el señor maestro las cuentas -de las cuatro operaciones, y, en el caso de los más espabilados, la regla de tres simple y la de interés- y los problemas, por lo común referidos a actividades de compra y venta de los productos de primera necesidad.
Nunca tuvimos estuche, para qué si no hacía falta, en cada mesa o pupitre había, justo en el centro, un agujero redondo, y en él, un recipiente de cristal que hacía las veces de tintero colectivo donde mojábamos la pluma -con mango de madera- para escribir.
El material escolar propiamente dicho y de uso particular lo guardábamos en los cajones de la mesa, cada uno en el suyo: los lápices (lapiceros, los llamábamos, y los mejores eran los que llevaban goma de borrar en la parte superior, y si no, los que venían decorados con la tabla de multiplicar), el plumín metálico para la pluma (que se despuntaba por menos de nada, en cuanto se apretaba un poco al escribir), la goma de borrar, el papel secante para los borrones de tinta, el papel calcante para calcar mapas y otros dibujos especialmente difíciles, la libreta, las pinturas (de Alpino, de seis, de doce... ¡o de veinticuatro!, que era el no va más, pero estas había que esperar siempre a ver si las traían los reyes: por cierto que al color marrón le decíamos rojo, y al rojo, encarnado o colorado)...
Luego, a principios de la década de los sesenta, como consecuencia a lo mejor del plan de desarrollo famoso, llegaron los bolígrafos, los primeros de todo los de la marca Bic (¡la ilusión que nos hacían aquellos pequeños estuches de plástico con dos dentro, y de distinto color, rojo y azul, o de tres, azul, rojo y negro!), y también los que traían tres o más colores en uno solo, aunque estos eran algo gruesos y poco manejables, enseguida empezaban a fallar, le dabas al resorte del color y no bajaba, se quedaba atascado a medio camino.
(Y las niñas, para darnos envidia, empezaron por esos años a llevar una cartera, más bien cuadrada, de cartón duro pero vistosa: el maleto, así le bautizaron.)

viernes, 11 de septiembre de 2015

Palabras con las cinco vocales

Hace algunos años, bastantes ya, cierta escritora, cuyo nombre ahora, ay, se me ha olvidado, por aquel entonces famosa y televisiva, afirmó ufana en un programa de ese medio de comunicación que en castellano había una palabra que contenía las cinco vocales. Y proclamó acto seguido urbi et orbe su descubrimiento: murciélago.
Ella se quedó tan pancha y el personal, patidifuso.
Otro famoso de la época, también gallito y televisivo, la corrigió al día siguiente, se conoce que con ánimos de pasar por más culto y leído que la susodicha: hay nueve palabras con las cinco vocales, no una, aseguró públicamente.
Recuerdo que algunos lectores terciaron en la contienda y en más de un periódico aparecieron cartas recomendándole a la escritora en cuestión que se informase antes de hablar, advirtiéndole asimismo que eran muchas -y más de nueve- las palabras que incluían las cinco vocales.
A un servidor, azuzado por la polémica, le dio entonces por callejear un poco el diccionario y apuntar de paso todas las que, aquí y allá, iba encontrando.
Que no fueron pocas, pues al cabo de un par de meses la cosecha había ascendido ya a doscientas bien contadas.
Sí, doscientas palabras con las cinco vocales y sin que se repita ninguna, que ahí está el quid.
Y eso, naturalmente, sin incluir las formas verbales -estudiamos, por ejemplo, o acudiendo, o enturbiado... -, ni los plurales -alusiones, profundidades, adoquines...-, sino computando únicamente las palabras que tienen entrada propia en el diccionario. (Tampoco, lógicamente, los nombres propios: Aurelio, Eulogia, Laurentino, Mozambique...).
No va uno a ponerlas aquí todas, que sería aburrida y engorrosa la retahíla, pero sí algunas, las más usuales, las que, por eso mismo, nos pasan quizá desapercibidas y sin que reparemos nunca en ese rasgo tan curioso que las caracteriza.
Por ejemplo: educación, vestuario, reumatismo, secundario, tertuliano, porquería, ocurrencia, meditabundo, neumático, euforia, entusiasmo, desahucio, auténtico, curiosear, bisabuelo...
Y un largo etcétera, hasta las doscientas cincuenta y cinco a que ascendió pronto la colección. 

miércoles, 9 de septiembre de 2015

La buena letra

"En la escuela hay que volver a enseñar lo básico", leo en el periódico. Lo dice uno y se queda tan campante que tuvo en su día, hasta no hace mucho, y durante un montón de años, poder e influencia, pero que, por eso mismo acaso, guardó silencio cómplice un silencio aprobatorio, como el de la administración pública ante los requerimientos ciudadanos, o miró para otro lado, o quién sabe si aplaudió cuando los gobiernos de turno perpetraban cada uno sus propios planes educativos y las patrullas de pedagogos se encargaban de elaborar los correspondientes currículos y programas, oblicuamente redactados en jerga de guirigay.  
Se proponía en esas sacrosantas programaciones didácticas hablo de las referidas a la enseñanza de la Lengua un sinnúmero de objetivos, procedimientos y actividades sobre la comunicación, el funcionamiento de la lengua (la gramática es palabra tabú en esos ámbitos), la expresión literaria, las tipologías textuales (los textos predictivos, los expositivo-argumentativos, los prescriptivos..., a cuál más interesante y atractivo, como se ve, para la sensibilidad de niños y adolescentes), la búsqueda de información y el manejo de las nuevas tecnologías, todo con gran aparato terminológico y pomposa retórica, pero ni una palabra, ni la más leve alusión a lo que tradicionalmente se ha venido considerando signo inequívoco del paso por la escuela: el cuidado de la escritura, el trazo esmerado de los renglones, la buena letra.
Esa buena letra de la que hacían gala las generaciones anteriores, no ya a la Logse de los últimos ochenta, sino a la EGB de los primeros setenta, y muy particularmente las de origen campesino que a duras penas aguantaban en la escuela hasta los catorce años, o acudían a ella por temporadas, cuando las labores del campo o las ocupaciones ganaderas se lo permitían.
Saber hacer bien las cuentas y tener buena letra (escribir sin faltas de ortografía era el súmmum, y cometer más de las permitidas se consideraba poco menos que un deshonor): bastaba con eso, nada había más importante, ningún otro conocimiento podía equipararse a esas dos destrezas, las únicas competencias básicas así las llaman ahora que valía la pena adquirir, el único título del que podían alardear, y en verdad que lo hacían, modestamente y aunque fuera para sus adentros nada más.
A los responsables de los programas educativos y a la clase dirigente pedagógica habría que recordarles el respeto ancestral que en todas las culturas y civilizaciones se ha tenido siempre por la buena letra, o sea, la caligrafía, término este que es anatema y produce sonrojo en el recién mentado establishment.

(Addenda: En China, según el profesor norteamericano Joseph Campbell, especialista en mitología y tomo la referencia de un viejo artículo de Álvaro Cunqueiro, fuente de toda erudición, el respeto por la caligrafía se extendía incluso a los animales, hasta tal punto que si un lobo o un zorro o una serpiente encontraban un papel escrito en el suelo, lo recogían con sumo cuidado y no descansaban hasta que daban con alguien que se lo leyera, y si lo escrito contenía algún mandamiento moral procuraban cumplirlo.)

lunes, 7 de septiembre de 2015

Días civilizados

El señor verano, en estos últimos días, abochornado acaso por sus rigores extremos, ha decidido al parecer tomarse unas vacaciones y, como hacían los reyes antiguos, que, cuando se hartaban del barullo de la corte se iban derechos a Babia a ejercitarse en la contemplación de la naturaleza y las virtudes del silencio, se ha retirado a descansar.
Y enseguida el otoño, que acecha impaciente todo el año por volver, se ha apresurado a asomar la cabeza con vistas a preparar el terreno y otear un poco el panorama.
Por delante ha mandado a sus emisarios a poner un poco de orden, la lluvia en primera línea, una lluvia minuciosa como la del verso de Borges, con una luz más limpia de no usada y un aire que se respira como nuestro cerrando la expedición.
Las mañanas así recién lavadas invitan a hojear tranquilamente la vida en el café, al lado del ventanal, observando de paso el rito de las gotas, que compiten entre ellas a ver cuál tarda más en caer, cuál aguanta más ahí agarrada con uñas y dientes a la superficie resbaladiza del cristal, cuál se detiene a tiempo o tropieza con algún obstáculo o encuentra algún asidero antes de llegar al precipicio.
Los paraguas entre tanto celebran en procesión por la calle la recobrada libertad y continuamente se hacen reverencias unos a otros con deferente cortesía.
¡Por fin volvemos a casa con los zapatos mojados, por fin hacemos de nuevo las paces con el sol amigo, por fin son otra vez benévolas las primeras horas de la tarde!
(Y adiós a la hermana mosca pendenciera, y al triste aliño indumentario de camisetas y bermudas, y al reclamo inmisericorde de la holganza, y a la felicidad obligatoria y programada.)
Lo dicho: días civilizados, y lo mismo el clima, la calma y los quehaceres.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Noticias de los periódicos

Revisando anoche los archivos o documentos que aún no sabe uno a estas alturas cómo hay que llamarlos, o si los susodichos términos designan la misma o distinta cosa, milagrosamente recuperados del vejo ordenador dormido, encontré uno en el que acostumbro a guardar de vez en cuando los titulares de noticias que, por una u otra razón, despiertan mi interés cuando leo los periódicos.  
Apunto aquí ahora algunos, ordenados al azar:

Los monos son capaces de reconocerse en el espejo.

Los cuervos piensan.

Una joven neoyorquina de 23 años vive sin generar basura (y de subtítulo: La vida sencilla y la filosofía del 'cero basura' cada vez tienen más adeptos).

Avistado un saola, el unicornio asiático, por primera vez en años.

Los habitantes de una aldea de Sierra Leona usan camisetas del Real Valladolid como uniforme para los momentos más importantes de la vida de su comunidad.

Uno de cada tres niños en el mundo no está escolarizado (Y en la entradilla: De los 650 millones de niños en edad de ir a la escuela, 250 no reciben educación. Un total de 175 millones de jóvenes no son capaces de leer una frase).

El cambio climático modificará la fragancia de las flores.

El océano, un vertedero legal de plástico.

Las hormigas sobrevivieron a los dinosaurios y también sobrevivirán al hombre.

Hacia un mundo sin abejas (y como subtítulo: La mortalidad de los insectos polinizadores aumenta sin que se conozcan las causas).

En el mar hay plástico como para llenar más de 10.000 camiones.

Shakespeare Mozart Armstrong Correa Pérez está harto de burlas (en el cuerpo de la noticia se explica que un vocal de una mesa en las elecciones en Chile colgó en internet la foto del carnet de un joven con ese curioso nombre, que la broma se salió de madre y que ahora la víctima ha presentado una querella criminal).

Yu Xang ha recorrido ya más de 1.600 kilómetros con el fin de darle la mejor educación a su hijo (Y en la entradilla: Carga con su hijo discapacitado y recorre 28 kilómetros todos los días para llevarle al colegio. El hecho ha ocurrido en China, y el padre se ha visto obligado a ello porque las escuelas más cercanas rechazaban al pequeño debido a sus problemas físicos. El niño ahora es el mejor de la clase y el padre sueña con que un día vaya a la universidad).

El 35 % de los españoles no lee “nunca o casi nunca”.

El Observatorio Femenino de la Violencia de Género quiere erradicar el piropo (por entender que atenta contra la intimidad).


miércoles, 2 de septiembre de 2015

Caminos

¿Sabe algún camino adónde va?

Los caminos, que también están hechos para perderse por ellos.

Y qué pasaría si los caminos se movieran al andar igual que hacen los ríos y no tuviera el caminante que adelantar los pasos, como en las escaleras mecánicas (lo leí en Álvaro Cunqueiro).

Sin camino, porque han perdido el que llevaban, o buscándolo, en los primeros pasos libres de la juventud, o vagabundeando de acá para allá, desorientados, así deambulan por los libros tantos y tantos personajes, como el teniente del ejército austríaco Franz Tunda, protagonista de La fuga sin fin, de Joseph Roth, que, en las últimas líneas de la novela, "estaba en la plaza frente a la Madeleine, en el centro de la capital del mundo, y no sabía qué hacer. No tenía profesión, ni amor, ni alegría, ni esperanza, ni ambición ni egoísmo siquiera.
Nadie en el mundo era tan superfluo como él".