Septiembre
arriba, asomando ya por el campo y en las ramas de los árboles el sanmiguel
vestido de amarillo que traía luz nueva, tardes de calma reposada y la vuelta a
la escuela (los colegios no se conocían en los pueblos).
No había
libros nuevos, porque únicamente estudiábamos la enciclopedia que se guardaba
en el armario de roble y puertas de cristal, junto con un par de diccionarios,
la Historia Sagrada y un volumen de fábulas antiguas, y por eso íbamos como
quien dice con las manos en los bolsillos, solo la pizarra con cantos de madera
bajo el brazo y el pizarrín (o el pizarro) en el bolsillo, que, a veces, en
lugar de comprarlo en la cantina, lo hacíamos nosotros mismos afilando un trozo
de roca que se le parecía.
En la
pizarra nos ponía el señor maestro las cuentas -de las cuatro operaciones, y,
en el caso de los más espabilados, la regla de tres simple y la de interés- y
los problemas, por lo común referidos a actividades de compra y venta de los
productos de primera necesidad.
Nunca
tuvimos estuche, para qué si no hacía falta, en cada mesa o pupitre había,
justo en el centro, un agujero redondo, y en él, un recipiente de cristal que
hacía las veces de tintero colectivo donde mojábamos la pluma -con mango de
madera- para escribir.
El
material escolar propiamente dicho y de uso particular lo guardábamos en los
cajones de la mesa, cada uno en el suyo: los lápices (lapiceros, los llamábamos,
y los mejores eran los que llevaban goma de borrar en la parte superior, y si
no, los que venían decorados con la tabla de multiplicar), el plumín metálico para
la pluma (que se despuntaba por menos de nada, en cuanto se apretaba un poco al
escribir), la goma de borrar, el papel secante para los borrones de tinta, el papel
calcante para calcar mapas y otros dibujos especialmente difíciles, la libreta,
las pinturas (de Alpino, de seis, de doce... ¡o de veinticuatro!, que era el no
va más, pero estas había que esperar siempre a ver si las traían los reyes: por
cierto que al color marrón le decíamos rojo, y al rojo, encarnado o
colorado)...
Luego, a
principios de la década de los sesenta, como consecuencia a lo mejor del plan
de desarrollo famoso, llegaron los bolígrafos, los primeros de todo los de la
marca Bic (¡la ilusión que nos hacían aquellos pequeños estuches de plástico
con dos dentro, y de distinto color, rojo y azul, o de tres, azul, rojo y negro!),
y también los que traían tres o más colores en uno solo, aunque estos eran algo
gruesos y poco manejables, enseguida empezaban a fallar, le dabas al resorte
del color y no bajaba, se quedaba atascado a medio camino.
(Y las
niñas, para darnos envidia, empezaron por esos años a llevar una cartera, más bien cuadrada, de cartón duro pero vistosa: el
maleto, así le bautizaron.)
Todo el bagaje escolar descrito a la perfección; si a esto añadimos la regla de Dña. Clotilde, de madera, irrompible y cuadrada, como una batuta sin partitura y que utilizaba contra alguno de los cuarenta y más escolares que habitábamos aquel aula.
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