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lunes, 28 de septiembre de 2015

De viaje

He ido al pueblo, yo solo con mi viejo Volvo, que, aunque tiene ya sus buenos años (17 cumplió el pasado mes de mayo), está siempre dispuesto a la aventura y enfila carreteras y autopistas con igual o mayor brío que cualquiera de sus congéneres recién salido de la fábrica.
Como el viaje es un poco largo, casi 800 kilómetros, para entretenerlo un poco, solemos ir algún rato hablando los dos (no es que sea él un coche fantástico como el de aquella serie de la televisión, pero tiene una grandísima virtud, cada vez más escasa, que es la de saber escuchar, por eso nos entendemos bien y el coloquio discurre siempre con amenidad y provecho).
En llegando a Zaragoza ya empieza a quejarse de la autopista, tan monótona y sin alicientes, dice; luego, al entrar en La Rioja, se va animando, por la vista de los viñedos, amarilleando ya por estas fechas, pero en Logroño vuelve de nuevo a dar muestras de aburrimiento y, para que no se ponga pesado, tomamos la carretera.
La prefiere a la autopista, confiesa, a pesar de que de vez en cuando tenga que ponerse detrás de un camión, porque le da tiempo a ver un poco el paisaje, y también porque le permite comprobar que aún es capaz de rebasar limpiamente y sin hacer ruido a algunos de los que, además de ser más jóvenes, van por ahí alardeando de todo tipo de adelantos. Pero lo que más le gusta de todo es pasar por los pueblos, especialmente por los más pequeños, como Villafranca Montes de Oca, de la provincia de Burgos, en la subida al puerto de La Pedraja, que es uno de sus predilectos porque, asegura, es el primer pueblo que huele a pueblo, a pueblo de los de antes, o sea, a humo de chimenea y a pan de horno y a heno y a otros olores antiguos como el de la lumbre y el del paso y excremento de animales.
El trayecto entre Burgos y Osorno, en la provincia de Palencia ya, le gustaba mucho antes, cuando la carretera pasaba por los pueblos, pero ahora, en cambio, desde que circulamos por las autovía del Camino de Santiago  –a santo de qué, murmura, una autovía en la vieja Tierra de Campos–, lo hace a toda velocidad y enfurruñado.
Los últimos siete kilómetros –por una carretera estrecha y sinuosa que muere en el pueblo, allá donde nace el río Cea, en las estribaciones leonesas de los Picos de Europa, cerca de un pantano de cuyo nombre no quieren acordarse ni el valle que sepultó ni la historia que enterró ni los siete pueblos que borró del mapa– los conoce tan bien que lo dejo solo, como Juan Ramón a Platero, sin miedo a que, como hacía el famoso burro, se vaya al prado, ni siquiera en las curvas, que las sabe de memoria,  y así me da tiempo a mí de fijarme bien en los detalles, y de avizorar algún animal en las inmediaciones, y de evaluar el caudal del río que discurre por entre salgueras valle abajo, y de apreciar la variedad de colores en el monte.
En el pueblo, lo que más le gusta es estar al aire libre, de día dejándose acariciar por la luz y el viento, gallego la mayor parte de las veces, y de noche contemplando las estrellas (claro que, si hiela o baja el cierzo, asturiano siempre, protesta lo suyo cuando se le despierta, aterido y cubierto de una finísima capa blanca, antes de que salga el sol).
La misma conversación o parecida tenemos al volver para Barcelona, yo a lo mejor una pizca mohíno y él deseoso de llegar para dormir bajo techo y contarles a sus vecinos del garaje todos los pormenores del viaje.  

1 comentario:

  1. El Volvo cuando esté en el garaje, presumirá ante sus vecinos de haberse graduado en una parte del Camino de Santiago.

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