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lunes, 23 de diciembre de 2019

Internados


Allá por los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, los niños de los pueblos teníamos que escoger, en llegando a los diez u once años, entre ir a estudiar o quedarnos en casa (en realidad eran los padres o la familia los que elegían, pero a los efectos es igual). Lo primero significaba marchar a la capital de la provincia, o más lejos aún, e ingresar como alumnos internos en un seminario de curas o en un colegio de frailes; lo segundo, aguantar en la escuela hasta los catorce años y continuar luego arando las tierras y cuidando de los animales.
Para mejorar y llegar a ser alguien no hay más salida que los estudios, nos decían, y comparaban para ilustrarlo la vida de un maestro y la de un pastor, o la de un cura y la de un minero.
De gran peso eran también y muy persuasivas las razones que esgrimían los frailes que pasaban por los pueblos reclutando discípulos: un colegio con salas de estudio, salón de juegos, dormitorios con las camas en doble fila, biblioteca, duchas y dos campos de fútbol, uno para los pequeños y otro reglamentario para los mayores; esto, lo de los campos de fútbol, especialmente el reglamentario, con red en las porterías y raya blanca en las áreas, el medio campo y las bandas, solía ser el argumento definitivo.
Conque casi todos acabamos estudiando para curas en el seminario o para frailes oblatos, agustinos, dominicos, etc., en el colegio respectivo.
La vida en aquellos internados era triste como un lunes perpetuo y tediosa hasta la grisura más descolorida, pero allí aprendimos el valor del esfuerzo y de allí salimos con una más que notable formación, humanística sobre todo. Y pocos días tan felices como aquel en que, después de tres meses interminables, volvimos por primera vez a casa de vacaciones, que fue por estas fechas.
   (La Razón, 16 de diciembre de 2019)

lunes, 16 de diciembre de 2019

Prestigio del pesimismo


Los budistas sostienen que hay ciento veintiún estados de conciencia, y que, entre estos, solo tres están relacionados con la desgracia y la tristeza.
Y qué extraño y curioso que esos tres estados sean el centro de interés del noventa por ciento, y me quedo corto, de la literatura y el arte occidentales de los dos últimos siglos. Pues, en efecto, si hay un sentimiento que defina esa literatura y ese arte, y la cultura toda en general, no es otro que el pesimismo. Un pesimismo que, según las modas y corrientes, se reviste o se adorna con diferentes nombres y ropajes: soledad, tristeza, desengaño, desencanto, melancolía, desesperanza (y desesperación), desazón, congoja, pesadumbre, desasosiego, decepción, rebeldía, insatisfacción, fracaso, tedio, hastío, resentimiento, frustración, dolor, zozobra, infelicidad, angustia, inadaptación... Especialmente en la literatura, desde el Romanticismo hasta nuestros días, y muy en particular en el caso de la novela moderna, que alguien definió como "la búsqueda de valores auténticos por parte de un individuo problemático en un mundo degradado".
En efecto, el mundo que en ella se describe y retrata es esencialmente, si no caótico, por lo menos inquietante y turbulento; de ahí que prevalezca en la mayoría de los casos una perspectiva desengañada y pesimista, además de crítica. Baste con repasar algunos de los autores de más renombre, que reflejan en sus obras la crisis de valores de la sociedad contemporánea: el fracaso amoroso que conduce al suicidio en Los sufrimientos del joven Werther, de Goethe; la insatisfacción interior que lleva a la protagonista al mismo final en Madame Bovary, de Flaubert; las situaciones angustiosas por las que pasan la mayoría de los personajes de Dostoievski; el sentimiento del absurdo que preside las creaciones de Kafka y de Camus; el encumbramiento, en fin, de la figura del antihéroe, del perdedor, del inadaptado, como personaje central de la narración y emblema o símbolo representativo de la sociedad.
     (La Razón, 9 de diciembre de 2019)


lunes, 9 de diciembre de 2019

Sesentones


Nacimos en la década de los cincuenta del siglo pasado -¡tempus fugit!-, cuando ya las penurias de la posguerra habían amainado y el alcalde de Villar del Río le daba la bienvenida a Mr. Marshall.
Muchos veníamos del campo, y dejamos la servidumbre del arado para ponernos a estudiar, que era un pasaporte, casi un seguro de vida, porque un título, nos decían en casa, abría muchas puertas. Había que sacarse el  de bachillerato, o por lo menos el cuarto y reválida, y para eso estaban las academias nocturnas, que permitían compaginar los libros y el trabajo. Con todo, las escaleras para subir no eran muy estrechas y un aprendiz podía llegar con un poco de suerte y constancia a sentarse en los despachos de la planta con mejores vistas. (Aun así se nos notaba que éramos de pueblo, y ser de pueblo y haber tenido una infancia campesina, de la que ahora tanto nos enorgullecemos, por lo que nos enseñó, imprimía carácter.)
Nos dejamos el pelo largo porque queríamos ser rebeldes y parecernos a los Beatles y los Rolling, y llevados del optimismo o la ingenuidad, en algún momento llegamos a pensar que el mundo estaba bien hecho. Eran tiempos de despistada juventud, pero teníamos la impresión, más bien la seguridad, de que íbamos a vivir mejor que nuestros padres. No habíamos perdido del todo la fe en algunas utopías, pero, por si acaso, había que presentarse a las oposiciones o buscar un trabajo fijo de los que duraban para siempre. Y cuando vino la democracia, ya la edad nos aconsejaba que era hora de tomarnos la vida en serio, esto es, de ir pensando en la entrada para el piso, los plazos de los muebles y esas cosas.
Hoy andamos con el tema de la jubilación, que es final de trayecto y principio de otro cuyo trazado y duración resulta aventurado predecir.

     (La Razón, 2 de diciembre de 2019)

domingo, 1 de diciembre de 2019

Lecturas populares


En España se lee muy poco, según constatan unánimemente las estadísticas, y a la hora de buscar las causas, no son pocos los que, sobre todo en estos últimos años, lo achacan a esos cachivaches tecnológicos que todo el mundo lleva consigo a todas partes y que, dicen, han venido a sustituir a los libros.
Y aquí  entraría, como tristísimo corolario, el goteo casi continuo de librerías que no han tenido más remedio que bajar la persiana. O de editoriales como Círculo de Lectores, que en la década de 1990 llegó a contar con más de un millón y medio de socios y que desde 1962, año en que se fundó, puso lo que suele llamarse "buena literatura" al alcance del gran público. Porque ahí, en la separación el abismo, más bien entre los rumbos de la primera y los gustos del segundo estriba en buena parte la cuestión, que viene de lejos y resulta la mar de intrincada.
Subliteratura: ese era el término que los críticos y sociólogos, siempre algo pedantuelos, de los años 70 empleaban para referirse a las lecturas populares, como si fuera posible ponerle puertas al campo literario, o como si tuviera alguien la prerrogativa de acotar la finca y marcar las lindes de lo que es bueno y lo que no. Etiquetaban así las novelas del Oeste (unas 2600) de Marcial Lafuente Estefanía, las novelas rosa de Corín Tellado (la escritora en castellano más leída después de Cervantes, y a la que Vargas Llosa no tuvo reparo en dedicar elogiosas palabras) y los best sellers en general. Algunos hasta se atrevieron a meter también en el mismo saco a las novelas policíacas (Simenon, A. Christie), de aventuras (Verne), de ciencia ficción...
¡Tiempos aquellos, cuando el metro era la biblioteca ambulante más grande del mundo y la gente entretenía los largos trayectos leyendo libros y no picoteando el móvil...!

     (La Razón, 25 de noviembre de 2019)