Nacimos en la década de los cincuenta del siglo pasado -¡tempus fugit!-, cuando ya las penurias
de la posguerra habían amainado y el alcalde de Villar del Río le daba la
bienvenida a Mr. Marshall.
Muchos veníamos del campo, y dejamos la servidumbre del
arado para ponernos a estudiar, que era un pasaporte, casi un seguro de vida, porque
un título, nos decían en casa, abría muchas puertas. Había que sacarse el de bachillerato, o por lo menos el cuarto y
reválida, y para eso estaban las academias nocturnas, que permitían compaginar
los libros y el trabajo. Con todo, las escaleras para subir no eran muy
estrechas y un aprendiz podía llegar con un poco de suerte y constancia a
sentarse en los despachos de la planta con mejores vistas. (Aun así se nos
notaba que éramos de pueblo, y ser de pueblo y haber tenido una infancia
campesina, de la que ahora tanto nos enorgullecemos, por lo que nos enseñó, imprimía
carácter.)
Nos dejamos el pelo largo porque queríamos ser rebeldes y parecernos
a los Beatles y los Rolling, y llevados del optimismo o la ingenuidad, en algún
momento llegamos a pensar que el mundo estaba bien hecho. Eran tiempos de
despistada juventud, pero teníamos la impresión, más bien la seguridad, de que
íbamos a vivir mejor que nuestros padres. No habíamos perdido del todo la fe en
algunas utopías, pero, por si acaso, había que presentarse a las oposiciones o
buscar un trabajo fijo de los que duraban para siempre. Y cuando vino la
democracia, ya la edad nos aconsejaba que era hora de tomarnos la vida en serio,
esto es, de ir pensando en la entrada para el piso, los plazos de los muebles y
esas cosas.
Hoy andamos con el tema de la jubilación, que es final de
trayecto y principio de otro cuyo trazado y duración resulta aventurado
predecir.
(La Razón, 2 de diciembre de 2019)
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