Allá por los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, los niños de los pueblos teníamos que escoger, en llegando a los diez u once años, entre ir a estudiar o quedarnos en casa (en realidad eran los padres o la familia los que elegían, pero a los efectos es igual). Lo primero significaba marchar a la capital de la provincia, o más lejos aún, e ingresar como alumnos internos en un seminario de curas o en un colegio de frailes; lo segundo, aguantar en la escuela hasta los catorce años y continuar luego arando las tierras y cuidando de los animales.
Para mejorar y llegar a ser alguien no hay más salida que los estudios, nos decían, y comparaban para ilustrarlo la vida de un maestro y la de un pastor, o la de un cura y la de un minero.
De gran peso eran también y muy persuasivas las razones que esgrimían los frailes que pasaban por los pueblos reclutando discípulos: un colegio con salas de estudio, salón de juegos, dormitorios con las camas en doble fila, biblioteca, duchas y dos campos de fútbol, uno para los pequeños y otro reglamentario para los mayores; esto, lo de los campos de fútbol, especialmente el reglamentario, con red en las porterías y raya blanca en las áreas, el medio campo y las bandas, solía ser el argumento definitivo.
Conque casi todos acabamos estudiando para curas en el seminario o para frailes oblatos, agustinos, dominicos, etc., en el colegio respectivo.
La vida en aquellos internados era triste como un lunes perpetuo y tediosa hasta la grisura más descolorida, pero allí aprendimos el valor del esfuerzo y de allí salimos con una más que notable formación, humanística sobre todo. Y pocos días tan felices como aquel en que, después de tres meses interminables, volvimos por primera vez a casa de vacaciones, que fue por estas fechas.
(La Razón, 16 de diciembre de 2019)
En llegando a los sesenta y tantos mirar aquella realidad sólo puede deberse a la fotografía o a la memoria de David.
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