Los budistas sostienen que hay
ciento veintiún estados de conciencia, y que, entre estos, solo tres están
relacionados con la desgracia y la tristeza.
Y qué extraño y curioso que esos
tres estados sean el centro de interés del noventa por ciento, y me quedo
corto, de la literatura y el arte occidentales de los dos últimos siglos. Pues,
en efecto, si hay un sentimiento que defina esa literatura y ese arte, y la
cultura toda en general, no es otro que el pesimismo. Un pesimismo que, según
las modas y corrientes, se reviste o se adorna con diferentes nombres y
ropajes: soledad, tristeza, desengaño, desencanto, melancolía, desesperanza (y
desesperación), desazón, congoja, pesadumbre, desasosiego, decepción, rebeldía,
insatisfacción, fracaso, tedio, hastío, resentimiento, frustración, dolor, zozobra,
infelicidad, angustia, inadaptación... Especialmente en la literatura, desde el
Romanticismo hasta nuestros días, y muy en particular en el caso de la novela
moderna, que alguien definió como "la búsqueda de valores auténticos por
parte de un individuo problemático en un mundo degradado".
En efecto, el mundo que en ella se
describe y retrata es esencialmente, si no caótico, por lo menos inquietante y
turbulento; de ahí que prevalezca en la mayoría de los casos una perspectiva
desengañada y pesimista, además de crítica. Baste con repasar algunos de los
autores de más renombre, que reflejan en sus obras la crisis de valores de la
sociedad contemporánea: el fracaso amoroso que conduce al suicidio en Los sufrimientos del joven Werther, de Goethe;
la insatisfacción interior que lleva a la protagonista al mismo final en Madame Bovary, de Flaubert; las
situaciones angustiosas por las que pasan la mayoría de los personajes de Dostoievski;
el sentimiento del absurdo que preside las creaciones de Kafka y de Camus; el
encumbramiento, en fin, de la figura del antihéroe, del perdedor, del
inadaptado, como personaje central de la narración y emblema o símbolo
representativo de la sociedad.
(La Razón, 9 de diciembre de 2019)
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