Seguidores

martes, 28 de febrero de 2017

Efemérides literarias

El 28 de febrero de 2004 falleció en Madrid la escritora Carmen Laforet, que  había nacido en Barcelona el 6 de diciembre de 1921.
Pasó su infancia y adolescencia en Gran Canaria, donde su padre se había trasladado por motivos laborales. En 1939 regresó a Barcelona para estudiar la carrera de Filosofía y Letras, que no llegó a terminar, y tres años más tarde se trasladó a Madrid con la intención de cursar la de Derecho, que tampoco concluyó.
Mujer tímida y frágil, de compleja personalidad (y remito al lector interesado al magnífico libro de Anna Caballé e Israel Rolón Una mujer en fuga. Biografía de Carmen Laforet), se dio a conocer con su novela Nada (1945), con la que un año antes había obtenido el premio Nadal en su primera convocatoria.
Nada ofrece un retrato de la vida gris y monótona de los años de posguerra en Barcelona a través de las experiencias de la protagonista, Andrea, en su primer año como estudiante universitaria. Poco a poco, las ilusiones con que había llegado se van convirtiendo en desencanto y su vida y su entorno le llegan a resultar asfixiantes. Ni en la universidad, ni en la convivencia con sus compañeros, ni en la casa de la calle Aribau en que se aloja –trasunto de la de los abuelos de la autora, y espejo de la miseria económica y moral de la época– encuentra Andrea nada de lo que había esperado encontrar.
El poso existencial característico de la época, los indudables ecos autobiográficos –su familia se vio retratada en la novela, y jamás se lo perdonó– y una escritura aparentemente sencilla pero fresca y cargada de emotividad son algunos de los rasgos distintivos de la obra.
El paso de los años no le ha sentado nada mal a esta novela, al contrario, y hoy se sigue leyendo con el mismo gusto e interés que despertó en su tiempo.
Reproduzco a continuación como muestra un fragmento del capítulo IV en que se describe el estado de ánimo de Andrea unos días después de su llegada a Barcelona:


                                                           IV

¡Cuántos días sin importancia! Los días sin importancia que habían transcurrido desde mi llegada me pesaban encima, cuando arrastraba los pies al volver de la Universidad. Me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro.
El tiempo era húmedo y aquella mañana tenía olor a nubes y a neumáticos mojados... Las hojas lacias y amarillentas caían en una lenta lluvia desde los árboles. Una mañana de otoño en la ciudad, como yo había soñado durante años que sería en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredada en las azoteas de las casas y en los troles de los tranvías; y sin embargo, me envolvía la tristeza. Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo y cerrar los ojos.
¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias. Historias incompletas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor de mi casa, me causaba cierta náusea... Y sin embargo, habían llegado a constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis propios ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que bullía en el piso de la calle de Aribau. Me acostumbraba a olvidarme de mi aspecto y de mis sueños. Iba dejando de tener importancia el olor de los meses, las visiones del porvenir y se iba agigantando cada gesto de Gloria, cada palabra oculta, cada reticencia de Román. El resultado parecía ser aquella inesperada tristeza. [...]
Todo el día había transcurrido como un sueño. Después de comer me senté, encogida, metidos los pies en unas grandes zapatillas de fieltro, junto al brasero de la abuela. Escuchaba el ruido de la lluvia. Los hilos del agua iban limpiando con su fuerza el polvo de los cristales del balcón. Primero habían formado una capa pegajosa de cieno, ahora las gotas resbalaban libremente por la superficie brillante y gris.
                                                           Carmen Laforet, Nada (Ediciones Destino)

miércoles, 22 de febrero de 2017

Febrero

Lo estrenamos casi ayer y ya se está yendo.
Febrerillo el loco, con sus días veintiocho y su buena ristra de refranes envuelta en el tapabocas que abriga los últimos fríos y sobra en esos soles que traen el anuncio de la primavera, pues Febrero, frío o templado, pásalo arropado, y En febrero un día malo y otro bueno, y En febrero un rato al sol y otro al romero, y En febrero busca la sombra el perro.
El secreto de las cosechas lleva guardado en las alforjas, y es secreto de lluvias y no de cielos claros, que Agua de febrero llena el granero, y Febrero, cebadero, por la de la cebada, pero Mal año espero si en febrero anda en mangas de camisa el jornalero, y Si hace un buen febrero, malo será el año entero, pues Cuando no llueve en febrero, no hay buen prado ni centeno.
La alianza del refranero y el calendario antiguo le atribuyó incluso al santo del día 24, que era san Matías, el milagro meteorológico de adelantar el equinoccio: Por san Matías se igualan las noches y los días.
Y el poeta José Antonio Muñoz Rojas le dedicó este precioso y original soneto a uno de tantos febreros locos, el de 1966.

Sonetería

                        A este Febrero, que se equivocó y se vistió de Abril en 1966

Qué disparate, Abril se ha equivocado,
y tomando la posta de Febrero,
y diciéndose flor para qué os quiero,
a Marzo a la torera se ha saltado.

Y un alboroto por el campo ha armado,
de yemas sin sazón, tramas sin fuero,
la violeta diciéndose me muero,
apenas el color recién morado.

No me abriles Febrero a estas alturas,
que luego viene Marzo con su yelo
y nos hace la pascua antes de fecha.

Tú con las tuyas y él con sus diabluras.
Y donde dice vega pone duelo
y nos deja a dos palmos de cosecha.

            (De La rebusca, 1998)

miércoles, 15 de febrero de 2017

Notas de lectura

De Retratos de antaño (1893), curioso y muy interesante libro del P. Luis Coloma, más conocido como autor de Pequeñeces, este fragmento sobre la alta sociedad francesa de los años anteriores a la Revolución de 1789 a propósito de la estancia en París de la protagonista, doña Manuela Pignatelli y Gonzaga, duquesa de Villahermosa:

"La petimetrería de la época era, en efecto, el delirio más ridículo que jamás pudo imaginar la moda. Hallábase entonces en todo su apogeo la de los tontillos, enormes armazones de tela sostenidos por ballenas*, que se ponían bajo las faldas para ahuecarlas, y daban a las mujeres el aspecto de una enorme campanilla, cuyo mango fuera la cabeza, y los pies el badajo. Los tontillos hicieron tan considerable el consumo de la ballena, que se estableció a costa de Francia una nueva compañía para la pesca de este cetáceo en la Frisia oriental. Las telas de los vestidos eran ricas y vistosas, y tenían nombres tan peregrinos, como suspiro sofocado, lágrimas indiscretas, panza de pulga, lodo de París, corazón de petimetre, y hasta ¡entrañas de procurador!... Venía luego la moda de los lunares, resucitada por la Duquesa de Maine, que convertían el rostro de las damas en un sistema planetario, en que brillaban soles, estrellas, cometas, lunas en cuarto creciente y cuarto menguante. Ninguna dama de tono aparecía en público sin llevar en el rostro tres o cuatro, y en el bolsillo la caja de ellos, para sustituir los que se caían o añadir otros nuevos según las circunstancias. Hacíanse estos lunares de tafetán negro engomado, y recibían diversos nombres según el sitio en que se colocaban: el de la mejilla, llamábase galante; junto al ojo, apasionado; en la nariz, atrevido; en la boca, coqueto; en la barba, receloso".

     *ballena: tira elástica que se obtiene de la mandíbula de la ballena o se fabrica de un material similar (DRAE).

Y relacionada en parte con lo anterior, esta frase de Balzac: "Elegancia es parecer lo que uno es".

miércoles, 8 de febrero de 2017

Diccionario de un leído de aldea

A
abad. Si el abad juega a los naipes, qué harán los legos (variante de Si el prior juega a los naipes, qué harán los frailes).
abanico. 1 Lo exhuman precipitadamente del bolso algunas para espantar las ideas pecaminosas. 2 El más famoso es el de lady Windermere, que lo utilizaba Oscar Wilde para esquivar paradojas y no llamar la atención.
abismo. Lo hay siempre entre una generación y otra, y es particularmente ancho y hondo el que separa a la de los padres de la de los hijos.  
abogado, da. El término en sí no lo es, simpático, y acaso tampoco lo que significa, pero sí lo son, simpáticos, y también sonoros, sus tres sinónimos de mayor arraigo y prosapia: leguleyo, jurisconsulto y picapleitos.
abolengo. A algunos, de tan ilustre y glorioso como lo tienen, y de llevarlo a cuestas sobre sus apellidos tanto tiempo, se les vuelve rancio. 
abrazar. “Recoger entre los brazos” (Covarrubias).
acabar. “Acabo de empezar”, decimos con frecuencia, sin darnos cuenta del aparente sinsentido en que incurrimos. Por la misma razón, podríamos también decir: “Empiezo a acabar”.
acelga. ¡Y pensar que podría ser una gacela!
acogedora. Para los clásicos, esa era la principal cualidad que debía tener una mujer. Muy por delante, según recientes rastreos de muy sagaces estudiosos, de otras más tópicas y campanudas, como lisonjera, frondosa, sutil, mórbida y opalina.
acomodada. ~familia. La que tiene todo aquello que honestamente necesita y que no deshonestamente ha conseguido.
acostarse. 1 Según Covarrubias, “los más cuidadosos dormían puesta la mano en la mejilla y reclinado el codo sobre alguna cosa”. 2 Se acuesta con sol, como las gallinas.
acurrucarse. 1 ¡Encogerse uno sobre sí mismo y cerrar los ojos como la lechuza cuando viene el día o como un caracol que se protege de la intemperie!
adelanto. “¡Adónde vamos a ir a parar, con tantos adelantos!”, oímos decir más de una vez a los mayores en la infancia, como si se apercibieran de alguna amenaza, o nos avisaran de algún peligro.
aguja. 1 Cansado de buscar, al fin se quedó dormido en lo más oscuro del pajar. Y al despertar, allí estaba la aguja. 2 ¿Y si un día un camello quisiera comprobar si Jesucristo estaba en lo cierto y tratara de pasar por el ojo de una aguja?
aire. 1 ¿Habrá alguna franja o porción de aire por la que no haya volado nunca ningún pájaro? 2 ¡Quedarse sin aire, habiendo tanto!
aislado, da. Dícese del que vive solo en una isla.
aislar. Recluir en una isla.
albedrío. el libre ~. La real gana.
aldea. Población de menor categoría que un pueblo, con cantina y escuela, pero sin niños (véanse pueblo y ciudad).
alegría. 1 ¿Qué sería de esta palabra si no llevara esa tilde cantarina encima de la i? 2 sana ~. ¿Puede concebirse alguna que no lo sea?  
alfarero, ra. Reposada y bonita profesión, aunque no sepa el que la ejerza que el torno con el que trabaja imita, según los filósofos antiguos, la rotación del universo.
alma. ~de cántaro. “Ay, alma de cántaro”, me repetía mi abuela de niño, a ver si espabilaba un poco, cuando yo le contaba las cosas que me pasaban o me hacían pensar.
amanecer. Parece que quiere ya amanecer, para referirse a los rosados dedos de la aurora que describe Homero.
amasar. Los pobres amasan el pan; los ricos, las fortunas.
amor. Acaso el mejor sea aquel que por comodidad se convierte en costumbre.

lunes, 6 de febrero de 2017

Prendas y dichos

Puede uno, andando por el diccionario, meterse en camisa de once varas, aunque sea esto preferible a que no le llegue la camisa al cuerpo, o a que, por ambición o espíritu acomodaticio, se vea obligado a cambiar de camisa, o de chaqueta, que viene a ser lo mismo.
Para evitarlo, es aconsejable nadar y guardar la ropa, o tentársela antes, sobre todo si la hay tendida, ropa, se entiende.
Por regla general es conveniente asimismo no soltar prenda, en particular si no se conoce el paño, o no se quiere entrar al trapo (en cuyo caso, y valga la redundancia, puede uno salir hecho un trapo o que alguien le ponga como un trapo, que equivale más o menos a que le pongan como chupa de dómine). Y en cuanto a los trapos, si son sucios, mejor lavarlos en casa que no sacarlos al sol o a relucir.
Y si en vez de trapos se trata de pantalones, ponérselos si es necesario, o llevarlos cuando menos bien puestos, pero nunca bajárselos.
Y en el caso del calzado es muy importante que sepa cada cual dónde le aprieta el zapato.
Claro que son muchos los que, poniendo por excusa el estar hasta el gorro de reglas y advertencias, y prefiriendo sacarse de la manga las que a ellos les conviene, hacen como quien dice de su capa un sayo, y les da lo mismo que en su casa ande todo manga por hombro, y que otros tengan que sudar la camiseta o apretarse el cinturón para no andar de capa caída o buscar quien les eche un capote.
Y los hay, en fin, que son de abrigo, más dados a echar el guante que a echar un guante, y no escasean los que están dispuestos a defender a capa y espada cualquier cosa, y los que llaman de guante blanco, que se llenan los bolsillos o se ponen las botas y no les duelen prendas. 

jueves, 2 de febrero de 2017

Ropa vieja

Cuántos términos ya viejos y en desuso, en este campo de la indumentaria y el atavío, por estarlo también las prendas a que daban nombre, arrinconadas muchas de ellas para siempre en el desván del diccionario y apolillándose las más en los baúles del olvido.
Rescato de la memoria y de la literatura las que siguen:
almilla, especie de jubón, con mangas o sin ellas, ajustado al cuerpo; balandrán, vestidura talar ancha y con esclavina, propia de eclesiásticos, y abrigo ancho y largo; brial, vestido de seda o tela rica que usaban las mujeres, y faldón de tela que llevaban los hombres de armas desde la cintura hasta encima de las rodillas; capote, capa de abrigo con mangas y menor vuelo que la capa, y abrigo ceñido al cuerpo y con faldones que usan los soldados; casaca, prenda ceñida al cuerpo, con mangas hasta la muñeca y faldones traseros hasta las corvas; chambra, especie de blusa sin adornos que usan las mujeres sobre la camisa; coleto, prenda de piel, con mangas o sin ellas, que ceñía el cuerpo hasta la cintura; corpiño, especie de almilla o jubón sin mangas; esclavina, prenda semejante a una capa corta que se pone sobre los hombros y cubre parcialmente los brazos; gabán, abrigo masculino; jubón, vestidura ajustada y ceñida al cuerpo que cubría desde los hombros hasta la cintura; justillo, prenda interior sin mangas que ciñe el cuerpo y no baja de la cintura; marinera, especie de blusa abotonada por delante y ajustada a la cintura; pelliza, prenda de abrigo forrada de pieles o con el cuello y las bocamangas reforzadas de otra tela; polaina, especie de media calza que cubre la pierna hasta la rodilla; pretina, correa o cinta con hebilla o broche para la cintura; saya, falda; sayo, prenda larga, holgada y sin botones; sobretodo, prenda larga, ancha y con mangas que se lleva sobre el traje ordinario; zamarra, prenda rústica, hecha de piel con su lana o pelo.