El 28 de febrero de 2004 falleció en Madrid la
escritora Carmen Laforet, que
había nacido en Barcelona el 6 de diciembre
de 1921.
Pasó
su infancia y adolescencia en Gran Canaria, donde su padre se había trasladado
por motivos laborales. En 1939 regresó a Barcelona para estudiar la carrera de
Filosofía y Letras, que no llegó a terminar, y tres años más tarde se trasladó
a Madrid con la intención de cursar la de Derecho, que tampoco concluyó.
Mujer
tímida y frágil, de compleja personalidad (y remito al lector interesado al
magnífico libro de Anna Caballé e Israel Rolón Una mujer en fuga. Biografía de Carmen Laforet), se dio a conocer
con su novela Nada (1945), con la que un año antes había obtenido el
premio Nadal en su primera convocatoria.
Nada ofrece un retrato de la vida gris y monótona de los años de posguerra
en Barcelona a través de las experiencias de la protagonista, Andrea, en su
primer año como estudiante universitaria. Poco a poco, las ilusiones con que
había llegado se van convirtiendo en desencanto y su vida y su entorno le
llegan a resultar asfixiantes. Ni en la universidad, ni en la convivencia con
sus compañeros, ni en la casa de la calle Aribau en que se aloja –trasunto de
la de los abuelos de la autora, y espejo de la miseria económica y moral de la
época– encuentra Andrea nada de lo
que había esperado encontrar.
El
poso existencial característico de la época, los indudables ecos
autobiográficos –su familia se vio retratada en la novela, y jamás se lo
perdonó– y una escritura aparentemente sencilla pero fresca y cargada de emotividad son
algunos de los rasgos distintivos de la obra.
El
paso de los años no le ha sentado nada mal a esta novela, al contrario, y hoy
se sigue leyendo con el mismo gusto e interés que despertó en su tiempo.
Reproduzco
a continuación como muestra un fragmento del capítulo IV en que se describe el
estado de ánimo de Andrea unos días después de su llegada a Barcelona:
IV
¡Cuántos
días sin importancia! Los días sin importancia que habían transcurrido desde mi
llegada me pesaban encima, cuando arrastraba los pies al volver de la
Universidad. Me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro.
El
tiempo era húmedo y aquella mañana tenía olor a nubes y a neumáticos mojados...
Las hojas lacias y amarillentas caían en una lenta lluvia desde los árboles.
Una mañana de otoño en la ciudad, como yo había soñado durante años que sería
en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredada en las azoteas de las
casas y en los troles de los tranvías; y sin embargo, me envolvía la tristeza.
Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver
la espalda a todo y cerrar los ojos.
¡Cuántos
días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias.
Historias incompletas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a
la intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido
olor de mi casa, me causaba cierta náusea... Y sin embargo, habían llegado a
constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante
mis propios ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo
para la vida que bullía en el piso de la calle de Aribau. Me acostumbraba a
olvidarme de mi aspecto y de mis sueños. Iba dejando de tener importancia el
olor de los meses, las visiones del porvenir y se iba agigantando cada gesto de
Gloria, cada palabra oculta, cada reticencia de Román. El resultado parecía ser
aquella inesperada tristeza. [...]
Todo el día había transcurrido como un sueño. Después de
comer me senté, encogida, metidos los pies en unas grandes zapatillas de
fieltro, junto al brasero de la abuela. Escuchaba el ruido de la lluvia. Los
hilos del agua iban limpiando con su fuerza el polvo de los cristales del
balcón. Primero habían formado una capa pegajosa de cieno, ahora las gotas
resbalaban libremente por la superficie brillante y gris.
Carmen Laforet, Nada (Ediciones Destino)