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lunes, 26 de noviembre de 2018

Ortografía


Sucedió este verano, en las oposiciones a profesor de secundaria, FP y escuela de idiomas: el 9,6% de las 20.698 plazas convocadas quedó vacante. Por las faltas de ortografía en la mayoría de los casos, que rebajaron la calificación de un buen número de aspirantes.
Que se vuelva ahora a hablar de ello en determinados medios de comunicación da que pensar. Estaría bien si se hace con la intención de advertir sobre el problema y para que sirva de aviso a futuros opositores. Pero a uno le da por sospechar que pueden ser otras las intenciones. Las mismas con que se han aireado en los últimos tiempos las cifras y porcentajes de suspensos en la enseñanza: desdibujar el fracaso en vez de tratar de ponerle remedio, soslayar y disfrazar o solapar el problema en lugar de afrontarlo. ¿Que hay demasiados suspensos y es preciso mejorar las estadísticas? Se baja el nivel de exigencia y asunto concluido. 
Es de esperar que no ocurra lo mismo a la hora de evaluar a los futuros profesores. Porque estos han de ser los encargados de enseñar a sus alumnos a escribir (y hablar) con corrección. Algo que a lo mejor no hicieron con ellos, cuando las dichosas nuevas pedagogías empezaron a predicar la idea de que lo importante para el niño era que se expresara con libertad. La ortografía, que fue siempre motivo de orgullo (como la buena letra), se convirtió entonces en una traba, una cortapisa, una imposición. Y el día en que profesores y alumnos dejaron de considerar que era una obligación enseñarla y aprenderla comenzó el problema. De aquellas ideas, estos resultados.
Pero la cadena ha de cortarse por algún sitio, naturalmente el de los profesores, los cuales deben demostrar que conocen y aplican las normas ortográficas. Normas que no son un capricho sino una elemental convención asumida por todos los hablantes de una lengua.

                                      (Publicado en La Razón el 19 de noviembre de 2018)



lunes, 19 de noviembre de 2018

Una vieja cuestión


Saltó el otro día a los periódicos un informe sobre el preocupante número de horas que dedican los niños a ver la televisión.
¿A quién hay que echarle la culpa? ¿A los propios niños, que prefieren eso antes que otra cosa? ¿A los padres, porque les resulta más cómodo tenerlos así entretenidos? ¿A la sociedad culpable, desde Rousseau para acá, de tantos males, que, disimuladamente, teledirige ya la infancia con vistas a integrarla, como se decía en jerga de progresía, en el sistema establecido?
La realidad ofrece alguna explicación: muchos niños vuelven del colegio y están solos en casa, y qué van a hacer entonces sino encender la televisión, que es mucho más fácil que ponerse a leer un libro la estampa del niño lector parece de otra época o buscar por sí mismos la manera de entretenerse. Más fácil y cómodo incluso que salir a la calle, porque no pueden hacerlo solos y han de ir acompañados por un adulto protector. Y a los niños lo que les gustaría es eso, salir solos y encontrarse allí con sus amigos para corretear y jugar libres con ellos en la plaza y volver a casa con el tiempo justo para revisar los conocimientos adquiridos en clase (antes, hacer los deberes) y cenar.
Los niños, quién lo duda, necesitarían jugar más y ver menos la televisión, pero es difícil poner remedio a la situación. Que es más compleja de lo que parece, porque andan por el medio otros factores, como los horarios laborales o el entorno familiar; y, en lo de jugar, las actividades extraescolares que les apretujan las tardes como anticipo del modelo competitivo que en el futuro les aguarda. Convendría acaso preguntar a los pedagogos, pero andan todos ocupadísimos poniéndoles nombres nuevos a las cosas del saber.
¡Tiempos aquellos en que se pensaba que podría ser la televisión una herramienta didáctica!

                   (La Razón, 12 de noviembre de 2018)


lunes, 12 de noviembre de 2018

Filosofía



El Congreso aprobó recientemente que la filosofía vuelva a ser asignatura obligatoria en el bachillerato. Es una buena noticia. Y lo hizo además por unanimidad. Otra buena noticia, casi un milagro. Se conoce que esta vez los señores diputados dejaron de lado las razones políticas, siempre endebles y acomodaticias, y se guiaron por las, digámoslo así, filosóficas, que son, por naturaleza, sólidas y duraderas.
En la primera adolescencia estaba uno deseando llegar a los cursos en que se impartía filosofía, convencido de que iba a encontrar en ella una especie de elixir mágico con que remediar males y carencias, algún maravilloso conocimiento que permitía entender cabalmente todas las cosas. Estudiar filosofía equivalía a entrar en un mundo superior y reservado a quienes poseían los secretos de una ciencia que para todo tenía una explicación.
Acaso los adolescentes conectados de ahora no compartan esa ingenua convicción, pero dicen que la filosofía está de moda fuera de las aulas, y que mucha gente acude a ella y la demanda para aliviar las dolencias del vivir alborotado. Es otra buena noticia, y un buen síntoma. Porque la filosofía no curará a lo mejor las heridas de la vida, pero sí servirá al menos para mitigar el sentimiento de intemperie y la general desorientación que nos aquejan.
También, eso seguro, para aprender el arte de razonar y poner en práctica lo que la palabra en su sentido etimológico significa: amante de la sabiduría. Dio ejemplo de esto último uno de los grandes filósofos, Sócrates, que, mientras le preparaban la cicuta, aprendía un solo para flauta. "¿De qué te va a servir?", le preguntaron. Y respondió: "Para saberla antes de morir". Fue esta su última enseñanza. Otra es la de su frase más conocida, "Solo sé que no sé nada", toda una lección de humildad, pues sin duda el primer paso en el camino del saber es el reconocimiento de la propia ignorancia.

                                                       (La Razón, 5 de noviembre de 2018)

                                      

lunes, 5 de noviembre de 2018

A vueltas con el nomenclátor


El de Barcelona, que lo quieren alterar otra vez. Por la Avenida de Borbó en esta ocasión. Les desazona al parecer, a los que mandan en el Ayuntamiento, ese rótulo, y lo van a cambiar por 'Els Quinze', en recuerdo de los quince céntimos que costaba el tranvía que llegaba hasta allí a principios del siglo XX. Antes fue un almirante y ahora es una dinastía ("con una huella particularmente infausta y desafortunada en España y Cataluña", Pisarello dixit). Pero quién sabe, a lo mejor el día menos pensado la toman con otros de menor rango en el escalafón. Los escritores, por ejemplo. Hay precedentes. En Sabadell, sin ir más lejos, y hace poco más de un año. El poeta Antonio Machado fue el señalado. Por "españolista", argumentaron desde el consistorio. Se armó un revuelo y los impulsores del desaguisado no tuvieron más remedio que recular. Hasta se organizó luego un acto de desagravio, y ellos medio se apuntaron.

Claro que en Barcelona lo van a tener, si es que les da por ahí, muy complicado. Porque son más de sesenta los escritores en lengua castellana a los que la capital catalana ha honrado dedicándoles una calle, una plaza, un paseo o un jardín. Repartidos por toda la ciudad, y en todos los distritos, excepto el Eixample. Se lleva la palma el de Horta-Guinardó, que no tiene barrio sin su calle con nombre de escritor: Alfons el Savi, Campoamor, Jorge Manrique, Juan Valera, Calderón de la Barca, en la que confluye Alcalde de Zalamea... Le sigue Nou Barris, donde abundan los poetas: Antonio Machado, García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Miguel Hernández... Vienen luego Gràcia (Bécquer, Pérez Galdós, Quevedo...), Sant Andreu (Garcilaso, Rubén Darío...), Sant Martí (Espronceda, Lope de Vega...) y Ciutat Vella: Jovellanos, Cervantes... Que da nombre también a un parque y que trajo a su don Quijote a Barcelona, de la que dijo, entre otros elogios, que era "archivo de la cortesía".

                                              (La Razón, 29 de octubre de 2018)