El
Congreso aprobó recientemente que la filosofía vuelva a ser asignatura
obligatoria en el bachillerato. Es una buena noticia. Y lo hizo además por
unanimidad. Otra buena noticia, casi un milagro. Se conoce que esta vez los
señores diputados dejaron de lado las razones políticas, siempre endebles y
acomodaticias, y se guiaron por las, digámoslo así, filosóficas, que son, por naturaleza, sólidas y duraderas.
En la
primera adolescencia estaba uno deseando llegar a los cursos en que se impartía
filosofía, convencido de que iba a encontrar en ella una especie de elixir
mágico con que remediar males y carencias, algún maravilloso conocimiento que
permitía entender cabalmente todas las cosas. Estudiar filosofía equivalía a
entrar en un mundo superior y reservado a quienes poseían los secretos de una
ciencia que para todo tenía una explicación.
Acaso los
adolescentes conectados de ahora no compartan esa ingenua convicción, pero dicen
que la filosofía está de moda fuera de las aulas, y que mucha gente acude a
ella y la demanda para aliviar las dolencias del vivir alborotado. Es otra
buena noticia, y un buen síntoma. Porque la filosofía no curará a lo mejor las
heridas de la vida, pero sí servirá al menos para mitigar el sentimiento de
intemperie y la general desorientación que nos aquejan.
También,
eso seguro, para aprender el arte de razonar y poner en práctica lo que la
palabra en su sentido etimológico significa: amante de la sabiduría. Dio
ejemplo de esto último uno de los grandes filósofos, Sócrates, que, mientras le
preparaban la cicuta, aprendía un solo para flauta. "¿De qué te va a
servir?", le preguntaron. Y respondió: "Para saberla antes de
morir". Fue esta su última enseñanza. Otra es la de su frase más conocida,
"Solo sé que no sé nada", toda una lección de humildad, pues sin duda
el primer paso en el camino del saber es el reconocimiento de la propia
ignorancia.
Es verdad que toda la filosofía no quita un dolor de muelas, pero ayudará para visitar al dentista, bienvenida sea.
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