Sucedió este verano, en las oposiciones a profesor de
secundaria, FP y escuela de idiomas: el 9,6% de las 20.698 plazas convocadas
quedó vacante. Por las faltas de ortografía en la mayoría de los casos, que
rebajaron la calificación de un buen número de aspirantes.
Que se vuelva ahora a hablar de ello en determinados medios
de comunicación da que pensar. Estaría bien si se hace con la intención de
advertir sobre el problema y para que sirva de aviso a futuros opositores. Pero
a uno le da por sospechar que pueden ser otras las intenciones. Las mismas con
que se han aireado en los últimos tiempos las cifras y porcentajes de suspensos
en la enseñanza: desdibujar el fracaso en vez de tratar de ponerle remedio,
soslayar y disfrazar o solapar el problema en lugar de afrontarlo. ¿Que hay demasiados
suspensos y es preciso mejorar las estadísticas? Se baja el nivel de exigencia
y asunto concluido.
Es de esperar que no ocurra lo mismo a la hora de evaluar a
los futuros profesores. Porque estos han de ser los encargados de enseñar a sus
alumnos a escribir (y hablar) con corrección. Algo que a lo mejor no hicieron
con ellos, cuando las dichosas nuevas pedagogías empezaron a predicar la idea
de que lo importante para el niño era que se expresara con libertad. La
ortografía, que fue siempre motivo de orgullo (como la buena letra), se
convirtió entonces en una traba, una cortapisa, una imposición. Y el día en que
profesores y alumnos dejaron de considerar que era una obligación enseñarla y aprenderla
comenzó el problema. De aquellas ideas, estos resultados.
Pero la cadena ha de cortarse por algún sitio, naturalmente
el de los profesores, los cuales deben demostrar que conocen y aplican las
normas ortográficas. Normas que no son un capricho sino una elemental
convención asumida por todos los hablantes de una lengua.
(Publicado en La Razón el 19 de noviembre de 2018)
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