La lluvia, que este año ha sido particularmente generosa y
aplicada. Aunque se haya excedido puntualmente en algunos sitios, no por eso
deja la lluvia de ser civilizada. Da gusto ver cómo se queda después el campo,
la cara de satisfacción que pone, y los árboles, cómo lucen, acabados de lavar.
Y el contento de los pájaros, que oyen las gotas antes de que empiecen a caer y
se avisan unos a otros para no perderse el espectáculo.
Esos claros, cuando el sol se afana por ser el amo del
cielo y asoma un momento la cabeza entre las nubes, que son una bendición para
la tierra y una delicia para los ojos. El aire se vuelve de color azul y pone
en su sitio todas las cosas, dibujándolas y perfilando sus contornos como si estuvieran
recién hechas: las calles y los edificios de las ciudades, y los contornos del
paisaje hasta la raya del horizonte.
Los caminos, que dan ganas de quitarse los zapatos y andar
descalzo sobre las hojas. Las hay amarillas, doradas, marrones, del color del
oro viejo, del anaranjado del atardecer… Se amontonan igual que antiguas monedas
sin valor y vagan por el aire como si fueran pensamientos sin dueño o pájaros
asustados que estuvieran aprendiendo a volar. Un misterio parece que los
árboles se desprendan de las hojas en vísperas del frío. Pero quién sabe, a lo
mejor simplemente lo hacen para tener al viento entretenido, o porque les
estorban para dormir el sueño del invierno que ya asoma.
El veranillo de san Martín (en recuerdo de san Martín de
Tours, que partió su capa en dos para abrigar a un mendigo que tiritaba de
frío; como recompensa, dice la leyenda, Dios le envió unos días de calor agradable),
el rescate de las viejas costumbres interrumpidas por las vacaciones y el
placer de volver a ponerse la ropa de abrigo.
(La Razón, 26/11/2018)
Conozco algunos lugares para andar sobre las hojas que describes, y si los árboles escuchan les preguntaré el porqué de tirar las hojas.
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