Se les señala, a los recortes de estos últimos años, como
la causa de los males y estragos que padece, la enseñanza, me refiero, y
concretamente la secundaria. Y no es del todo verdad.
Cuando el cronista, que algo sabe de ello, empezó a dar
clase, hace cuarenta años, la ratio habitual era de treinta y tantos alumnos
por aula en los cursos de bachillerato, el BUP se llamaba, y llegaba con
frecuencia a los cuarenta y pico, y hasta los cincuenta en el viejo COU tan
añorado.
Los únicos materiales pedagógicos con que contaban los
profesores eran el libro de texto, la tiza y la pizarra. Los exámenes y
cualquier otro material complementario los imprimía laboriosamente el conserje
en una multicopista que dejaba las manos manchadas de tinta. Apenas se hacían
fotocopias, y como mucho había en cada instituto un par de aulas habilitadas
con proyector de diapositivas. Los alumnos no disponían de más herramientas que
el susodicho libro de texto, el cuaderno y el estuche, y las únicas fuentes de
información a su alcance eran los libros y enciclopedias de papel. Con todo,
los resultados eran más que aceptables.
¿Qué pasó después? Pues, resumiendo, que unos señores en sus
despachos empezaron a urdir una serie de directrices y leyes tendentes a
rebajar el nivel de exigencia y menoscabar la cultura del esfuerzo con vistas a
atenuar o maquillar las alarmantes estadísticas de fracaso escolar que ni la
introducción de las nuevas tecnologías ni la disminución de la ratio de alumnos
eran capaces de contener.
A lo mejor ahí, y no solo en los recortes –también,
naturalmente, en los cambios sociales, tan complejos, y en la unificación de
los estudios obligatorios hasta los 16 años–, es donde habría que buscar
la raíz de los males, que deberían ser atendidos con prontitud porque son
graves y nos afectan a todos.
(La Razón, 10 de diciembre de 2017)
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