O lenguas de signos, que es la denominación habitual en
España. Esto es, lenguas que se expresan mediante gestos y son percibidas visual y espacialmente. Como la de los sordos,
que es la más conocida.
Entre los precursores de dichas lenguas se cita siempre a
fray Pedro Ponce de León (1508-1584), monje benedictino leonés, y a Juan Pablo
Bonet (1573-1633), pedagogo y logopeda aragonés, autor de Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar a los mudos
(1620), considerado como el primer tratado moderno de enseñanza mediante señas
alfabéticas configuradas manualmente. La obra, que se tradujo a los principales
idiomas, sentó las bases del alfabeto manual que se divulgó posteriormente por
todo el mundo.
Al igual que las lenguas orales, también las lenguas de
señas están sujetas a cambios y han evolucionado con el tiempo, dando lugar así
a distintas variedades. De ahí que se clasifiquen en familias: hispano-francesa,
británica, alemana, indo-pakistaní, árabe... De la primera, originada en la antigua
lengua de señas francesa, se han derivado a su vez la americana, la mexicana,
la moderna lengua de señas francesa, la italiana, la irlandesa y las lenguas de
señas ibéricas. En plural estas últimas, porque tampoco en este caso el mapa
lingüístico peninsular es uniforme y son tres las que conviven, además de la
portuguesa: la lengua de signos española, catalana y valenciana.
Se calcula que hay en el mundo unas cincuenta lenguas de
señas, con sus dialectos, y a los usuarios de unas y otras les resulta prácticamente
imposible entenderse entre ellos.
Volviendo a fray Pedro Ponce de León y Juan Pablo Bonet, Barcelona
honra su memoria con un monolito en la parte alta del Passeig de sant Joan, y la
Casa de los Sordomudos, como celebración de sus 50 años de existencia, erigió en
1966 y en el mismo lugar una escultura en la que aparece fray Pedro enseñando a
un niño sordomudo.
(La Razón, 3 de diciembre de 2018)
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