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miércoles, 29 de junio de 2016

Mis santos preferidos

El primero de todos, San José Obrero (o Artesano, como se le llamaba antes, aunque también se le podía haber puesto el sobrenombre de Carpintero, pues fue ese al parecer el oficio que desempeñó), porque, pudiendo haberse valido de su condición de padre adoptivo o putativo, como dicen algunos de Jesús, prefirió en cambio ser discreto y pasar desapercibido, apenas se habla de él en los Evangelios, como si estuviera siempre en un rincón o en segunda fila, apartado del bullicio tanto en los días de gloria como en los de dolor, silencioso y sin darse ninguna importancia, lo mismo en la vida que en el santoral.
San Pedro, porque era pescador de oficio antes de meterse a apóstol; porque le prometió a Jesús que nunca le negaría, pese a que el Maestro le había asegurado que lo haría tres veces antes de que cantara el gallo, y luego fue cobarde y efectivamente así ocurrió, y él rompió a llorar amargamente al darse cuenta; y porque dudó y tuvo miedo en el huerto de Getsemaní cuando los guardias fueron a prender al Maestro, y con una espada le cortó una oreja a Malco, el siervo del Sumo Sacerdote; y porque era más bien rudo y no tan vehemente y buen orador como san Pablo; y porque tiene las llaves del cielo y está allí sentado día y noche a la puerta para dar permiso de entrada o negarlo, razón por la que conviene alabarle y estar siempre a bien con él; y también porque es el patrón de mi pueblo y, aunque dicen que por ese simple hecho ha prometido que nos tiene allí a todos guardado un sitio, y de los mejores, no está de más sacarle en la lista (tal vez debiera solo por eso cambiarle de lugar y ponerle el primero: seguro que a san José no le importa) y de paso, recordársela, la promesa, para que no se le olvide.
San Isidro Labrador, por el oficio humilde, pero muy noble y muy digno, que ocupó sus días, que los pasaba labrando la tierra y, cuando se cansaba, se iba a rezar a la iglesia más próxima. Claro que al volver se encontraba con el trabajo hecho y los surcos acabados y bien derechos, pues un ángel se encargaba de guiar a los bueyes y otro el arado en su ausencia, y así cualquiera no se hace santo (lo hubiera tenido más difícil de no ser por eso, que los labradores son muy dados a los improperios contra el de allá arriba en cuanto no llueve cuando ellos quieren o cae una helada a destiempo).
San Francisco de Asís, porque era pobre, y porque sabía hablar con los animales con el hermano lobo y la hermana cabra, y tratar con las plantas el hermano cardo y la hermana ortiga-, y conversar con los astros fratello sole, sorella luna, y porque prefería la vida a la intemperie de andar por los caminos a la más cómoda y muelle del convento.
San Simeón el Estilita, por haber sido capaz de pasarse treinta y siete años encima de una columna en el desierto, alimentándose únicamente de pan y leche de cabra, y hablando a lo mejor solo con los cuervos, que son los animales que tienen más desarrollada la facultad del lenguaje, ya los americanos lo descubrieron hace mucho tiempo.
San Martín de Porres, por ser el primer santo mulato de América y porque se le representa siempre con una escoba, utensilio humilde que no acostumbra a verse en los altares.

lunes, 27 de junio de 2016

Apuntes

Todos tenemos nuestra verdad. Todo el mundo tiene su verdad. ¡Cuántas verdades! ¿Habrá alguna que sea la verdadera?

Cuántas palabras, cuando hablamos, para no decir nada.
Al mar, en cambio, y a la noche, y a la luz, o al campo, o a los caminos, les basta el silencio para decirlo todo.

Qué diferencia entre el que te tiende los brazos y el que te da la espalda.

La frase que se hizo grabar Montaigne en el techo de la habitación de la famosa torre que le servía a la vez de biblioteca y de refugio: ¿Que sais-je? ¿Qué sé yo? ¿Qué es lo que yo sé?

"¡Lo malo es que ninguno pasamos de viejo!", se lamentaba.

Las olas..., que ninguna viene sola.

El ruido de la rosa cuando se abre.



viernes, 24 de junio de 2016

Etimologías curiosas

candidato, ta. Del latín candidatus, que proviene a su vez de candidus, 'blanco', significado que se conserva, aunque sea en el lenguaje poético, en palabras como cándido o candor. Así pues, etimológicamente, candidato equivaldría a 'blanqueado' o 'el que está blanco, sin mancha', pero no por razones arbitrarias sino porque los antiguos romanos creían -no sé si también exigían- que cualquier persona que aspirara a ocupar un cargo público debía tener la conciencia limpia, esto es, blanca y sin mancha. Y de este color, el blanco, era la túnica o toga que el candidato debía vestir al presentarse o ser propuesto como tal.

derecho, cha. Del latín directus, del que proviene también directo. El término se ha asociado tradicionalmente a valores positivos: los derechos, complemento positivo de los deberes, enderezar 'poner derecho' (y lo mismo ocurre con otras palabras de la misma familia, como diestro y destreza, o en las frases hechas entrar con pie derecho, ser el ojo derecho). La acepción política tiene su origen en una sesión de la Asamblea Nacional francesa, celebrada en septiembre de1789, en la que los partidarios de mantener de hecho el poder absoluto del rey se sentaron a la derecha del presidente y los que estaban a favor de su derogación ocuparon los asientos de la parte izquierda.

izquierdo, da. Voz prerromana que el castellano tomó del vasco ezkerra y que desplazó muy pronto al término latino sinistru(m), conservado en el actual siniestro 'malintencionado, funesto, aciago' o 'suceso que produce un daño o pérdida material considerables'. Tanto el antiguo siniestro (el Cid interpretó como un mal presagio el hecho de encontrar una corneja "a la siniestra" en el camino de Vivar a Burgos) como el actual izquierdo se han teñido de connotaciones negativas (levantarse con el pie izquierdo).

mequetrefe. Probablemente, del árabe hispano *qatrás 'el de andares ufanos'; actualmente, según el DRAE, 'persona entremetida, bulliciosa y de poco provecho'

pánfilo, la. Del latín Pamphilus, obra literaria que, por su temática amorosa, debía de circular bajo mano o impresa en octavo o en pliegos pequeños de forma semiclandestina, y de ahí panfiletus, 'panfleto'; el título de dicha obra proviene del griego pamphilos, 'que es amigo de todo, bondadoso', y actualmente 'cándido, bobalicón'.

perillán, na. De Per o Pero (formas antiguas de Pedro) e Illán (forma antigua de Julián); hoy, 'persona pícara, astuta'.

tunante. De tunar 'andar vagando en vida libre", y este de tuno, 'pícaro, bribón, taimado'.

miércoles, 22 de junio de 2016

Cosas

La palabra cosa, que es la más servicial y obediente de todas las palabras, pues cualquier cosa es una cosa.
La palabra cosa, que es un caso único porque está siempre ahí, en la punta de la lengua o en la puerta del diccionario, cuando falla la memoria o no atinamos con el nombre que justo en ese momento necesitamos, dispuesta a acudir en nuestro auxilio, lista para encubrir un olvido o sacarnos de cualquier apuro.
La palabra cosa, que bien puede ser un saco en el que cabe todo: las cosas (herramientas) del carpintero, las cosas (achaques) de los mayores, las cosas (manías) de ese pariente un poco especial, las cosas (adornos) que cuelgan de las paredes, las cosas (productos) innecesarias que se fabrican y se venden, las cosas (preguntas) que uno no supo contestar en el examen, las cosas (aperos) de la labranza que ya nadie usa, las cosas (ingredientes) que lleva esa tarta tan rica, las cosas (recuerdos) que se traen de los viajes, las cosas (regalos) que traían los reyes magos, las cosas (chanchullos, chollos, trapicheos, cambalaches, componendas, líos, maquinaciones, enjuagues, manejos, confabulaciones, trampas, intrigas, enredos, tejemanejes) de los negocios y la política; o, en singular, la cosa (problema) que tanto preocupa, la cosa (secreto) que te voy a contar pero que no tienes que decírsela a nadie, la cosa (mota, brizna) que se le ha metido en un ojo, la cosa (experiencia) más emocionante que se ha vivido, la única cosa (meta) a la que por ahora aspira, la mejor cosa (remedio, terapia, solución) para olvidar las preocupaciones... Y están también las cosas del querer, que son las más peliagudas, y las cosas de antes, y las del más allá...
La palabra cosa, que podría ser también un caos si cada letra, alterando el orden establecido, se pusiera donde le diera la gana y los seres y objetos –es decir, las cosas– que pueblan el mundo no tuvieran cada cual su propio nombre.

lunes, 20 de junio de 2016

Paisajes de final de primavera

Sí, habrá florecido ya el rosal silvestre (no hay flor de una belleza tan delicada y sencilla como la suya).


Y el piorno que envuelve con finísimo aroma la canción del aire.

Y los brezos de flor morada que decoran los caminos.

Las urces vestirán de morado también las colladas más altas.

Las camperas lucirán tapetes de todos los colores, con la nieve blanqueando todavía en los ventisqueros de la cordillera.



Y por la tarde al volver a casa se podrá casi tocar la luz, de tan recogida y pesarosa como se pone al despedirse de valles y montañas.




viernes, 17 de junio de 2016

La flor del rosal silvestre

Ya por estas fechas le habrán salido al rosal silvestre (el espino) que tanto abunda por aquellas montañas las primeras flores; flores que no tienen el prestigio de la rosa ni el aplauso popular del clavel ni la aureola literaria de la violeta, tampoco el olor del jazmín.
No las han cantado los poetas, y a los enamorados no se les ha ocurrido nunca regalárselas, pero son tan delicadas que dejan caer sus pétalos en cuanto se las toca, y tan humildes que nacen en cualquier sitio, en lo más escarpado del monte, o escondidas entre las peñas, o asomadas a los ribazos que bordean los caminos.

Vecinas del piorno, el brezo y la retama, que nadie las busque en los jardines; guardianas de barrancos y veredas, se morirían de vergüenza en una floristería, y prefieren por eso decorar matorrales, perfumar vaguadas y alfombrar laderas.
De color blanco o ligeramente sonrosado, como si los dedos del aire o la caricia de la luz o la mirada de unos ojos les sacaran el rubor, se ofrecen sin pedir nada a cambio, ni un vaso que las sostenga, ni un jarrón que las realce, ni unas simples palabras de alabanza siquiera.

miércoles, 15 de junio de 2016

¡Una Ozores literata!

Como prolongación y complemento de la entrada anterior, en que se hablaba de Clarín y de su novela más conocida, La Regenta, reproduzco seguidamente un fragmento, perteneciente al capítulo V, muy ilustrativo de la mentalidad española de la segunda mitad del XIX, particularmente en lo que toca a la consideración social de la mujer con aficiones literarias:

 [Ana, de madre italiana y huérfana desde pequeña, vive en casa de unas tías solteronas, las Ozores, hermanas de su padre. Asfixiada por el ambiente opresivo que la rodea, y consciente de que solo tiene dos modos de salir de allí, el matrimonio o el convento, se ha dejado llevar por sus inclinaciones místicas.]

Pero la devoción de Ana ya estaba calificada y condenada por la autoridad competente. Las tías, que habían maliciado algo de aquel misticismo pasajero, se habían burlado de él cruelmente. Además, la falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura. Era este el único vicio grave que las tías habían descubierto en la joven y ya se le había cortado de raíz.
Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera visto un revólver, una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era una cosa hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos. Si hubiera fumado, no hubiera sido mayor la estupefacción de aquellas solteronas. «¡Una Ozores literata!».
«Por allí, por allí asomaba la oreja de la modista italiana que, en efecto, debía de haber sido bailarina, como insinuaba doña Camila en su célebre carta».
El cuaderno de versos se había presentado a los padres graves de la aristocracia y del cabildo.
El marqués de Vegallana, a quien sus viajes daban fama de instruido, declaró que los versos eran libres.
Doña Anuncia se volvía loca de ira.
-¿Conque indecentes, libres? ¡Quién lo dijera! La bailarina...
-No, Anuncita, no te alteres. Libres quiere decir blancos, que no tienen consonantes; cosas que tú no entiendes. Por lo demás, los versos no son malos. Pero más vale que no los escriba. No he conocido ninguna literata que fuese mujer de bien.
Lo mismo opinó el barón tronado, que había vivido en Madrid mantenido por una poetisa traductora de folletines.
El señor Ripamilán, canónigo, dijo que los versos eran regulares, acaso buenos, pero de una escuela romántico-religiosa que a él le empalagaba.
-Son imitaciones de Lamartine en estilo pseudoclásico; no me gustan, aunque demuestran gran habilidad en Anita. Además, las mujeres deben ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben, inspiran.
La marquesa de Vegallana, que leía libros escandalosos con singular deleite, condenó los versos por mojigatos. «Que no se le mezclase a ella lo humano con lo divino. En la iglesia como en la iglesia, y en literatura ancha Castilla». Además, no le gustaba la poesía; prefería las novelas en que se pinta todo a lo vivo, y tal como pasa. «¡Si sabría ella lo que era el mundo! En cuanto a la sobrinita, era indudable que había que cortarle aquellos arranques de falsa piedad novelesca. Para ser literata, además, se necesitaba mucho talento. Ella lo hubiera sido a vivir en otra atmósfera. ¡Lo que habían visto aquellos ojos!». Y recordaba unas Aventuras de una cortesana, que había ella proyectado allá en sus verdores, ricos de experiencia.
Tan general y viva fue la protesta del gran mundo de Vetusta contra los conatos literarios de Ana, que ella misma se creyó en ridículo y engañada por la vanidad.
A solas en su alcoba algunas noches en que la tristeza la atormentaba, volvía a escribir versos, pero los rasgaba en seguida y arrojaba el papel por el balcón para que sus tías no tropezasen con el cuerpo del delito. La persecución en esta materia llegó a tal extremo, tales disgustos le causó su afán de expresar por escrito sus ideas y sus penas, que tuvo que renunciar en absoluto a la pluma; se juró a sí misma no ser la «literata», aquel ente híbrido y abominable de que se hablaba en Vetusta como de los monstruos asquerosos y horribles. [...]
Mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión de poetisa, aún se hablaba delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas. Ana se turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se hubiera descubierto.
-En una mujer hermosa es imperdonable el vicio de escribir -decía el baroncito, clavando los ojos en Ana y creyendo agradarla.
-¿Y quién se casa con una literata? -decía Vegallana sin mala intención-. A mí no me gustaría que mi mujer tuviese más talento que yo.

lunes, 13 de junio de 2016

Efemérides literarias

Leopoldo Alas, más conocido por el seudónimo de Clarín, nació el 25 de abril de 1852 en Zamora, ciudad en la que su padre, asturiano, era gobernador. En 1859 se trasladó toda la familia a Oviedo, y desde entonces su vida estuvo siempre ligada a la capital asturiana. Estudió Derecho y ya desde joven empezó a colaborar en periódicos y revistas con el seudónimo que le haría famoso. Desde 1883 fue catedrático de Derecho de la Universidad de Oviedo, profesión que alternó con una intensa actividad literaria hasta su muerte, ocurrida en Oviedo el 13 de junio de 1901.
Ideológica y políticamente, Clarín fue un liberal republicano, defensor de la libertad de pensamiento y de conciencia y enemigo del fanatismo y del tradicionalismo reaccionario. Le preocuparon también los problemas sociales y se mostró asimismo como un escritor moralista, defensor de la justicia y la verdad.
Aparte de sus artículos en la prensa, recogidos en libros como Solos de Clarín (1881) y Palique (1894), escribió varios libros de cuentos y novelas cortas, como Pipá (1886) y Doña Berta (1892), y dos novelas: La Regenta (1884) y Su único hijo (1891).
La Regenta, que no tuvo demasiado éxito en su momento debido quizá al escándalo causado por sus críticas anticlericales, es considerada hoy como una de las mejores novelas de la literatura española. 
El tema central no es solo el drama de la insatisfacción de la protagonista, sino el retrato moral y social de una ciudad provinciana y aburrida (Vetusta-Oviedo) y, por extensión, de la España de la época de la Restauración: la hipocresía, la falsa religiosidad, los convencionalismos sociales, el poder de la Iglesia, la corrupción del clero y de la aristocracia decadente, la ineptitud de los partidos políticos, la inmoralidad son algunos de los aspectos denunciados por Clarín.
El argumento, en síntesis, es como sigue: en Vetusta (Oviedo en la realidad) vive Ana Ozores, casada con don Víctor Quintanar, ex-regente de la ciudad (de ahí el sobrenombre de La Regenta). Ana, mucho más joven que su marido hacia el que siente agradecimiento y amistad más que otra cosa, vive entre la soledad y el hastío. Su temperamento soñador y sus inclinaciones místicas la llevan a entregarse espiritualmente a su confesor, don Fermín de Pas, el ambicioso magistral de la Catedral. Por otra parte, la frustración por no haber tenido un hijo y el ambiente cerrado, superficial y provinciano de Vetusta la empujan hacia don Álvaro Mesía, un aristócrata liberal, el donjuán de la ciudad. Entre los dos se entabla una sorda lucha por el dominio de la protagonista, con un final desolador: el marido, don Víctor Quintanar, muere en un duelo con Álvaro Mesía, que escapa de la ciudad, y Ana Ozores es abandonada por todos, incluso por el magistral, al que acude en busca de confesión.
Ana, prototipo de la mujer sensible y soñadora en un mundo mediocre y hostil, como la Madame Bovary de Flaubert, con la que tantas veces se ha comparado, sucumbe así ante la presión ambiental y, en lo que constituye un claro rasgo naturalista, la atmósfera social opresiva de Vetusta acaba por asfixiar su carácter sensible. Por esta razón se ha considerado a La Regenta como el modelo español de la novela "del romanticismo de la desilusión".

viernes, 10 de junio de 2016

Letras que cambian de idea

El afecto, con demasiada frecuencia sin efecto. 
Lo inocuo, casi nunca inicuo, pero no al revés.
Una especia, tan fácil de confundir con una especie.
Las acechanzas, que a menudo precisan de asechanzas.
La actitud, que no se corresponde a veces con la aptitud, y viceversa.
La adición, simple suma sin parentesco alguno con el hábito incontenible de la adicción.
Se espía al sospechoso, y expía sus culpas el que las cometió.
Proscribe el que prohíbe, prescribe el que ordena o manda o receta.
Expira quien ya no puede espirar.
Se infringen las normas, se infligen daños o castigos.
Rallar, que se le hace al queso, a las zanahorias o al tomate; rayar, que se le hace al papel, a las paredes o a los coches.
Prever uno lo que va a pasar pero no acertar a proveerse de lo necesario.
(Y qué triste que baste una simple o para pasar de la alegría a la alegoría.) 

miércoles, 8 de junio de 2016

Las musarañas

Las imaginaba, por el nombre, colgadas en el aire como las arañas, o en algún rincón del techo, detrás de las vigas, o encima de la lámpara, y más tarde, también por la primera parte del nombre -musa-, como criaturas aladas igual que los ángeles, o transparentes igual que el cristal, o nebulosas igual que los fantasmas, y que por eso había que mirar hacia arriba y quedarse quieto con los ojos fijos y bien abiertos a ver si ellas le miraban a uno y le inspiraban, le prestaban las ideas o le iluminaban la mente, por algo eran seres casi celestiales y cuasidivinos como las propias musas griegas y latinas cuyos nombres acababa de aprender, invisibles como el aire, y premiaban al que pensaba en ellas un rato seguido, al que las invocaba en casos de apuro: contestar a las pregunta de un examen, escribir una redacción, componerle unos versos a aquella rapaza pecosilla y con coletas...
Y no solo eso, curaban el sopor de las horas largas y aburridas, las de las ceremonias y sermones en la iglesia, las de las lecciones en la escuela, apaciguaban el tedio, traían consuelo cuando uno se quedaba solo, ayudaban a ir adormeciéndose cuando el sueño tardaba en llegar.
Luego, qué decepción al saber que su nombre venía del latín mus, o sea de ratón, y que su aspecto era parecido al de los ratones, solo que con el hocico más largo y puntiagudo, es decir, que eran en realidad unos simples animalillos, pequeños roedores insectívoros, y encima mamíferos... Pero en el fondo, todavía ahora, quiere uno creer que eso no es verdad, y que lo que son es pura fantasía, humilde invención de los poetas en trance, graciosa ocurrencia del ingenio popular para designar esa especie de nubecilla que se suele poner a veces delante de los ojos cuando nos ponemos a pensar o tenemos necesidad de distraernos.

lunes, 6 de junio de 2016

Futuro

Es lo que tiene el futuro, y esa es su esencia, que es imperfecto por naturaleza y definición, y no porque esté inacabado, que eso es lo que significa en el lenguaje gramatical el término imperfecto, sino porque ni siquiera ha llegado, está siempre por venir, nos pasamos la vida esperándole, aguardando sus promesas, porque nos lo imaginamos así por lo general, cargado de cosas, de cosas buenas, ponemos en él nuestras esperanzas, depositamos en él las ilusiones, y nos lo figuramos como un padre bueno que fuera repartiendo dones y cumpliendo promesas y dando respuesta a las preguntas y trayendo consuelos... así lo pintamos. Y otra cosa es que luego, cuando llega..., pero es que entonces ya no es futuro, deja de estar en el horizonte y lo tenemos a nuestro lado, se ha hecho presente, y el presente pasa tan rápido que apenas nos da tiempo ni de saludarlo, se escurre entre los dedos como el agua en una cesta, la cesta de la que van saliendo, apiñadas como las cerezas, las horas y los días, las horas que intentamos en vano apresar en los relojes y los días que llegan alegres por la mañana y parten por la tarde para no volver nunca más... En fin, y como final y moraleja, que el mejor futuro es el imaginado.
Estas o parecidas palabras empleó un servidor el otro día en la presentación de Futuro imperfecto, y memoria, uno de los personajes de la novela, habla así de él con notorio pesimismo (pero hay que disculparla, pues ella reina en el pasado y está excluida del futuro: nadie puede retener lo que aún no ha sucedido, nadie puede guardar recuerdo de lo que acontecerá mañana, por eso futuro es una palabra que no se puede pronunciar en su presencia, lo mismo que olvido), en una conversación con el protagonista:
"El futuro es, por definición, lo venidero, lo que está por venir y ha de suceder en el tiempo, esto es, lo irreal, lo incierto, lo inseguro, lo nebuloso, lo borroso, lo confuso, lo ilusorio, lo ficticio, lo quimérico: lo imperfecto. El futuro, ese pozo negro, ese abismo desconocido, ese páramo inmisericorde y oscuro, ¿qué tendrá que a todos asusta? ¡Por algo será que solo los niños tienen ilusión en que llegue!"

viernes, 3 de junio de 2016

Los primeros trenes literarios

El tren circuló pronto por las vías de la literatura.
Uno de los primeros en celebrar el nuevo invento fue el gallego Curros Enríquez, que saludó en 1881 con versos entusiastas su llegada a Ourense -Na chegada a Ourense da primeira locomotora-, asegurando que por donde ella pasa, la locomotora (de la que dice que es "el Cristo de los tiempos modernos" y que "parece nuestra señora, una señora de hierro"), "se despiertan los hombres, florecen los terrenos".
Ramón de Campoamor lo cantó también en su largo poema El tren expreso, al que pertenece el fragmento siguiente:

Marcha el tren tan seguido, tan seguido,
como aquel que patina por el hielo,
y en confusión extraña
parecen confundidos tierra y cielo,
monte la nube, y nube la montaña,
pues cruza de horizonte en horizonte
por la cumbre y el llano,
ya la cresta granítica de un monte,
ya la elástica turba de un pantano,
ya entrando por el hueco
de algún túnel que horada las montañas,
a cada horrible grito
que lanzando va el tren, responde el eco,
y hace vibrar los muros de granito,
estremeciendo al mundo en sus entrañas,
y dejando aquí un pozo, allí una sierra,
nubes arriba, movimiento abajo,
en laberinto tal, cuesta trabajo
creer en la existencia de la tierra.
                       
Leopoldo Alas Clarín convirtió al tren en símbolo del progreso, junto con el poste del telégrafo, en su conocido relato ¡Adiós, Cordera! Tras el sobresalto inicial, Rosa y Pinín, los dos niños protagonistas, y Cordera, su vaca, la única propiedad de la familia, se acostumbran a su estrépito diario y apenas le prestan importancia:
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. 
En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.
Pronto, sin embargo, cuando el padre no tiene más remedio que vender la vaca y los dos hermanos la ven marchar asomada al respiradero de un furgón, la indiferencia se torna en inquina y aversión ("Miraban con rencor los trenes que pasaban..."), y Pinín, para desahogar su rabia, le enseña "los puños al tren, que volaba camino de Castilla". Otro tanto hará Rosa cuando, años después, vea a su hermano asomado a la ventanilla de un coche de tercera entre "la multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían".
El tren se ha convertido así en símbolo del mundo desconocido, del progreso técnico e industrial que altera las vidas felices de los dos protagonistas y enturbia la calma del mundo rural y tradicional en que había transcurrido su existencia: "Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo".

Azorín lo describió así, con un punto de ingenuidad y mirada infantil, en su libro Castilla:

Otra vez se ha empañado el cristal de nuestro catalejo; nada se ve. Limpiémoslo. Ya está; enfoquémoslo dé nuevo hacia la ciudad y el campo. Allá, en los confines del horizonte, aquellas lomas que destacan sobre el cielo diáfano han sido como cortadas con un cuchillo. Las rasga una honda y recta hendidura; por esa hendidura, sobre el suelo, se ven dos largas y brillantes barras de hierro que cruzan una junto a otra, paralelas, toda la campiña. De pronto aparece en el costado de las lomas una manchita negra; se mueve, adelanta rápidamente, va dejando en el cielo un largo manchón de humo. Ya avanza por la vega. Ahora vemos un extraño carro de hierro con una chimenea que arroja una espesa humareda, y detrás de él, una hilera de cajones negros con ventanitas; por las ventanitas se divisan muchas caras de hombres y mujeres. Todas las mañanas surge en la lejanía este negro carro con sus negros cajones; despide penachos de humo, lanza agudos silbidos, corre vertiginosamente y se mete en uno de los arrabales de la ciudad.

Y Antonio Machado, que viajó de acá para allá en aquellos destartalados trenes con vagones de madera de  principios del siglo XX, tuvo un sentido recuerdo para ellos en algunos de sus poemas, como en este, archiconocido, de Campos de Castilla:

Yo, para todo viaje 
-siempre sobre la madera 
de mi vagón de tercera-, 
voy ligero de equipaje. 
Si es de noche, porque no 
acostumbro a dormir yo, 
y de día, por mirar 
los arbolitos pasar, 
yo nunca duermo en el tren, 
y, sin embargo, voy bien. 
¡Este placer de alejarse! 
Londres, Madrid, Ponferrada, 
tan lindos... para marcharse. 
Lo molesto es la llegada. 
Luego, el tren, al caminar, 
siempre nos hace soñar; 
y casi, casi olvidamos 
el jamelgo que montamos. 
¡Oh, el pollino 
que sabe bien el camino! 
¿Dónde estamos? 
¿Dónde todos nos bajamos? 
¡Frente a mí va una monjita 
tan bonita! 
Tiene esa expresión serena 
que a la pena 
da una esperanza infinita. 
[...]
El tren camina y camina, 
y la máquina resuella, 
y tose con tos ferina. 
¡Vamos en una centella!

miércoles, 1 de junio de 2016

La emoción del primer tren

Todavía, un servidor, de niño, oyó decir de algunas personas que habían muerto sin conocer el tren. Y escuché de labios de otras el relato de la primera vez que lo habían visto, que era siempre un relato emocionado, pues ver el tren, para aquellos que vivían en los pueblos y que rara vez viajaban, constituía todo un acontecimiento, acaso uno de los más importantes de la vida, o por lo menos de los más novedosos y esperados. Otro tanto les ocurría a los niños, que aguardaban con grandísima ilusión el día en que el padre los bajaba a la estación de Puente Almuhey, veinte kilómetros río Cea abajo, por donde pasaba el tren de la Hullera, un tren de vía estrecha, también llamado "El hullero" o "El tren de La Robla", construido en 1894 para llevar el carbón de las minas del norte de León y Palencia a los altos hornos de la floreciente industria siderúrgica de Vizcaya.
Recuerdo aún, envuelta en la neblina del tiempo, algunos pormenores de la escena, y me veo allí, inmóvil y expectante al lado mismo de la vía, fijos los ojos en el recodo por donde debía de aparecer el tren, hasta que se oye por fin el pitido de la máquina invisible, y asoma enseguida la locomotora echando humo como una chimenea, y detrás los vagones haciendo un ruido tan grande que tengo que taparme los oídos con las manos, y las ruedas soltando chispas sobre las vías cuando el tren empieza a frenar, y distingo entre la humareda algunas cabezas asomadas a las ventanillas, y los pasajeros que se apean cargados con maletas, y los que suben presurosos y desde la plataforma se vuelven un momento para despedirse de los familiares, y así hasta que la locomotora vuelve a echar humo otra vez y el tren coge velocidad y se aleja y se pierde de vista y poco a poco se va apagando el ruido...
Y por el camino arriba de vuelta a casa voy apuntando con cuidado en la memoria todos los detalles para que no se me olvide ninguno cuando aquella misma tarde a la hora del rosario en la portalada de la iglesia o a la mañana siguiente antes de entrar en la escuela les cuente a mis amigos lo larguísimo que es el tren, y cómo silba y resopla y echa humo la locomotora, y el ruido que hacen las ruedas en la vía y las chispas que saltan cuando entra y sale de la estación, que no lo hace hasta que un señor vestido con uniforme azul marino y gorra con visera en la cabeza no le da permiso levantando una bandera de color rojo, y lo alta que es la cabina donde va el maquinista conduciendo, y el foco tan grande y redondo que lleva arriba del todo para alumbrar en los túneles y cuando se hace de noche, y las filas de ventanillas que tiene cada vagón, y los muchos que lleva el tren, más de veinte aunque no me diera tiempo a contarlos, y en cada uno seguro que caben por lo menos cuarenta personas, y el color oscuro y marrón de los vagones, que son de madera, y el más oscuro todavía y casi negro de la locomotora, de hierro y reluciente, y lo derechas que están puestas las vías, también de hierro y más relucientes aún que la locomotora...  


NOTA: Todos los lectores de este blog están invitados a la presentación de mi novela Futuro imperfecto (Ediciones Oblicuas) que tendrá lugar esta tarde, 1 de junio, a las 19 h., en el Ateneo Barcelonés (Canuda, 6).