El
primero de todos, San José Obrero (o
Artesano, como se le llamaba antes,
aunque también se le podía haber puesto el sobrenombre de Carpintero, pues fue ese al parecer el oficio que desempeñó),
porque, pudiendo haberse valido de su condición de padre adoptivo –o putativo, como dicen algunos– de Jesús, prefirió en cambio ser
discreto y pasar desapercibido, apenas se habla de él en los Evangelios, como
si estuviera siempre en un rincón o en segunda fila, apartado del bullicio tanto en los días de gloria como en los de dolor, silencioso y sin darse ninguna
importancia, lo mismo en la vida que en el santoral.
San Pedro, porque era pescador de oficio antes de meterse a
apóstol; porque le prometió a Jesús que nunca le negaría, pese a que el Maestro
le había asegurado que lo haría tres veces antes de que cantara el gallo, y
luego fue cobarde y efectivamente así ocurrió, y él rompió a llorar amargamente
al darse cuenta; y porque dudó y tuvo miedo en el huerto de Getsemaní cuando
los guardias fueron a prender al Maestro, y con una espada le cortó una oreja a
Malco, el siervo del Sumo Sacerdote; y porque era más bien rudo y no tan
vehemente y buen orador como san Pablo; y porque tiene las llaves del cielo y
está allí sentado día y noche a la puerta para dar permiso de entrada o
negarlo, razón por la que conviene alabarle y estar siempre a bien con él; y
también porque es el patrón de mi pueblo y, aunque dicen que por ese simple
hecho ha prometido que nos tiene allí a todos guardado un sitio, y de los
mejores, no está de más sacarle en la lista (tal vez debiera solo por eso
cambiarle de lugar y ponerle el primero: seguro que a san José no le importa) y
de paso, recordársela, la promesa, para que no se le olvide.
San Isidro Labrador, por el oficio humilde, pero muy noble y muy digno, que
ocupó sus días, que los pasaba labrando la tierra y, cuando se cansaba, se iba
a rezar a la iglesia más próxima. Claro que al volver se encontraba con el
trabajo hecho y los surcos acabados y bien derechos, pues un ángel se encargaba
de guiar a los bueyes y otro el arado en su ausencia, y así cualquiera no se
hace santo (lo hubiera tenido más difícil de no ser por eso, que los labradores
son muy dados a los improperios contra el de allá arriba en cuanto no llueve
cuando ellos quieren o cae una helada a destiempo).
San Francisco de Asís, porque era pobre, y porque sabía hablar con los
animales –con el hermano lobo y la hermana
cabra–, y tratar con las plantas –el hermano cardo y la hermana
ortiga-, y conversar con los astros –fratello sole,
sorella luna–, y
porque prefería la vida a la intemperie de andar por los caminos a la más
cómoda y muelle del convento.
San Simeón el Estilita, por haber sido capaz de pasarse treinta y siete años
encima de una columna en el desierto, alimentándose únicamente de pan y leche
de cabra, y hablando a lo mejor solo con los cuervos, que son los animales que
tienen más desarrollada la facultad del lenguaje, ya los americanos lo
descubrieron hace mucho tiempo.
San Martín de Porres, por ser el primer santo mulato de América y porque se
le representa siempre con una escoba, utensilio humilde que no acostumbra a
verse en los altares.