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miércoles, 15 de junio de 2016

¡Una Ozores literata!

Como prolongación y complemento de la entrada anterior, en que se hablaba de Clarín y de su novela más conocida, La Regenta, reproduzco seguidamente un fragmento, perteneciente al capítulo V, muy ilustrativo de la mentalidad española de la segunda mitad del XIX, particularmente en lo que toca a la consideración social de la mujer con aficiones literarias:

 [Ana, de madre italiana y huérfana desde pequeña, vive en casa de unas tías solteronas, las Ozores, hermanas de su padre. Asfixiada por el ambiente opresivo que la rodea, y consciente de que solo tiene dos modos de salir de allí, el matrimonio o el convento, se ha dejado llevar por sus inclinaciones místicas.]

Pero la devoción de Ana ya estaba calificada y condenada por la autoridad competente. Las tías, que habían maliciado algo de aquel misticismo pasajero, se habían burlado de él cruelmente. Además, la falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura. Era este el único vicio grave que las tías habían descubierto en la joven y ya se le había cortado de raíz.
Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera visto un revólver, una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era una cosa hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos. Si hubiera fumado, no hubiera sido mayor la estupefacción de aquellas solteronas. «¡Una Ozores literata!».
«Por allí, por allí asomaba la oreja de la modista italiana que, en efecto, debía de haber sido bailarina, como insinuaba doña Camila en su célebre carta».
El cuaderno de versos se había presentado a los padres graves de la aristocracia y del cabildo.
El marqués de Vegallana, a quien sus viajes daban fama de instruido, declaró que los versos eran libres.
Doña Anuncia se volvía loca de ira.
-¿Conque indecentes, libres? ¡Quién lo dijera! La bailarina...
-No, Anuncita, no te alteres. Libres quiere decir blancos, que no tienen consonantes; cosas que tú no entiendes. Por lo demás, los versos no son malos. Pero más vale que no los escriba. No he conocido ninguna literata que fuese mujer de bien.
Lo mismo opinó el barón tronado, que había vivido en Madrid mantenido por una poetisa traductora de folletines.
El señor Ripamilán, canónigo, dijo que los versos eran regulares, acaso buenos, pero de una escuela romántico-religiosa que a él le empalagaba.
-Son imitaciones de Lamartine en estilo pseudoclásico; no me gustan, aunque demuestran gran habilidad en Anita. Además, las mujeres deben ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben, inspiran.
La marquesa de Vegallana, que leía libros escandalosos con singular deleite, condenó los versos por mojigatos. «Que no se le mezclase a ella lo humano con lo divino. En la iglesia como en la iglesia, y en literatura ancha Castilla». Además, no le gustaba la poesía; prefería las novelas en que se pinta todo a lo vivo, y tal como pasa. «¡Si sabría ella lo que era el mundo! En cuanto a la sobrinita, era indudable que había que cortarle aquellos arranques de falsa piedad novelesca. Para ser literata, además, se necesitaba mucho talento. Ella lo hubiera sido a vivir en otra atmósfera. ¡Lo que habían visto aquellos ojos!». Y recordaba unas Aventuras de una cortesana, que había ella proyectado allá en sus verdores, ricos de experiencia.
Tan general y viva fue la protesta del gran mundo de Vetusta contra los conatos literarios de Ana, que ella misma se creyó en ridículo y engañada por la vanidad.
A solas en su alcoba algunas noches en que la tristeza la atormentaba, volvía a escribir versos, pero los rasgaba en seguida y arrojaba el papel por el balcón para que sus tías no tropezasen con el cuerpo del delito. La persecución en esta materia llegó a tal extremo, tales disgustos le causó su afán de expresar por escrito sus ideas y sus penas, que tuvo que renunciar en absoluto a la pluma; se juró a sí misma no ser la «literata», aquel ente híbrido y abominable de que se hablaba en Vetusta como de los monstruos asquerosos y horribles. [...]
Mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión de poetisa, aún se hablaba delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas. Ana se turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se hubiera descubierto.
-En una mujer hermosa es imperdonable el vicio de escribir -decía el baroncito, clavando los ojos en Ana y creyendo agradarla.
-¿Y quién se casa con una literata? -decía Vegallana sin mala intención-. A mí no me gustaría que mi mujer tuviese más talento que yo.

1 comentario:

  1. La Regenta dejó de ser novela por un momento y salió a la calle, en 1997 el escultor Mauro Álvarez Fernández la puso al lado de la catedral de Oviedo.

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