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viernes, 3 de junio de 2016

Los primeros trenes literarios

El tren circuló pronto por las vías de la literatura.
Uno de los primeros en celebrar el nuevo invento fue el gallego Curros Enríquez, que saludó en 1881 con versos entusiastas su llegada a Ourense -Na chegada a Ourense da primeira locomotora-, asegurando que por donde ella pasa, la locomotora (de la que dice que es "el Cristo de los tiempos modernos" y que "parece nuestra señora, una señora de hierro"), "se despiertan los hombres, florecen los terrenos".
Ramón de Campoamor lo cantó también en su largo poema El tren expreso, al que pertenece el fragmento siguiente:

Marcha el tren tan seguido, tan seguido,
como aquel que patina por el hielo,
y en confusión extraña
parecen confundidos tierra y cielo,
monte la nube, y nube la montaña,
pues cruza de horizonte en horizonte
por la cumbre y el llano,
ya la cresta granítica de un monte,
ya la elástica turba de un pantano,
ya entrando por el hueco
de algún túnel que horada las montañas,
a cada horrible grito
que lanzando va el tren, responde el eco,
y hace vibrar los muros de granito,
estremeciendo al mundo en sus entrañas,
y dejando aquí un pozo, allí una sierra,
nubes arriba, movimiento abajo,
en laberinto tal, cuesta trabajo
creer en la existencia de la tierra.
                       
Leopoldo Alas Clarín convirtió al tren en símbolo del progreso, junto con el poste del telégrafo, en su conocido relato ¡Adiós, Cordera! Tras el sobresalto inicial, Rosa y Pinín, los dos niños protagonistas, y Cordera, su vaca, la única propiedad de la familia, se acostumbran a su estrépito diario y apenas le prestan importancia:
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. 
En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.
Pronto, sin embargo, cuando el padre no tiene más remedio que vender la vaca y los dos hermanos la ven marchar asomada al respiradero de un furgón, la indiferencia se torna en inquina y aversión ("Miraban con rencor los trenes que pasaban..."), y Pinín, para desahogar su rabia, le enseña "los puños al tren, que volaba camino de Castilla". Otro tanto hará Rosa cuando, años después, vea a su hermano asomado a la ventanilla de un coche de tercera entre "la multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían".
El tren se ha convertido así en símbolo del mundo desconocido, del progreso técnico e industrial que altera las vidas felices de los dos protagonistas y enturbia la calma del mundo rural y tradicional en que había transcurrido su existencia: "Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo".

Azorín lo describió así, con un punto de ingenuidad y mirada infantil, en su libro Castilla:

Otra vez se ha empañado el cristal de nuestro catalejo; nada se ve. Limpiémoslo. Ya está; enfoquémoslo dé nuevo hacia la ciudad y el campo. Allá, en los confines del horizonte, aquellas lomas que destacan sobre el cielo diáfano han sido como cortadas con un cuchillo. Las rasga una honda y recta hendidura; por esa hendidura, sobre el suelo, se ven dos largas y brillantes barras de hierro que cruzan una junto a otra, paralelas, toda la campiña. De pronto aparece en el costado de las lomas una manchita negra; se mueve, adelanta rápidamente, va dejando en el cielo un largo manchón de humo. Ya avanza por la vega. Ahora vemos un extraño carro de hierro con una chimenea que arroja una espesa humareda, y detrás de él, una hilera de cajones negros con ventanitas; por las ventanitas se divisan muchas caras de hombres y mujeres. Todas las mañanas surge en la lejanía este negro carro con sus negros cajones; despide penachos de humo, lanza agudos silbidos, corre vertiginosamente y se mete en uno de los arrabales de la ciudad.

Y Antonio Machado, que viajó de acá para allá en aquellos destartalados trenes con vagones de madera de  principios del siglo XX, tuvo un sentido recuerdo para ellos en algunos de sus poemas, como en este, archiconocido, de Campos de Castilla:

Yo, para todo viaje 
-siempre sobre la madera 
de mi vagón de tercera-, 
voy ligero de equipaje. 
Si es de noche, porque no 
acostumbro a dormir yo, 
y de día, por mirar 
los arbolitos pasar, 
yo nunca duermo en el tren, 
y, sin embargo, voy bien. 
¡Este placer de alejarse! 
Londres, Madrid, Ponferrada, 
tan lindos... para marcharse. 
Lo molesto es la llegada. 
Luego, el tren, al caminar, 
siempre nos hace soñar; 
y casi, casi olvidamos 
el jamelgo que montamos. 
¡Oh, el pollino 
que sabe bien el camino! 
¿Dónde estamos? 
¿Dónde todos nos bajamos? 
¡Frente a mí va una monjita 
tan bonita! 
Tiene esa expresión serena 
que a la pena 
da una esperanza infinita. 
[...]
El tren camina y camina, 
y la máquina resuella, 
y tose con tos ferina. 
¡Vamos en una centella!

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