El
tren circuló pronto por las vías de la literatura.
Uno
de los primeros en celebrar el nuevo invento fue el gallego Curros Enríquez, que saludó en 1881 con
versos entusiastas su llegada a Ourense -Na
chegada a Ourense da primeira locomotora-, asegurando que por donde ella
pasa, la locomotora (de la que dice que es "el Cristo de los tiempos
modernos" y que "parece nuestra señora, una señora de hierro"),
"se despiertan los hombres, florecen los terrenos".
Ramón de Campoamor lo cantó también en su largo poema El tren expreso, al que pertenece el fragmento siguiente:
Marcha el tren tan
seguido, tan seguido,
como aquel que patina
por el hielo,
y en confusión
extraña
parecen confundidos
tierra y cielo,
monte la nube, y nube
la montaña,
pues cruza de
horizonte en horizonte
por la cumbre y el
llano,
ya la cresta
granítica de un monte,
ya la elástica turba
de un pantano,
ya entrando por el
hueco
de algún túnel que
horada las montañas,
a cada horrible grito
que lanzando va el
tren, responde el eco,
y hace vibrar los
muros de granito,
estremeciendo al
mundo en sus entrañas,
y dejando aquí un
pozo, allí una sierra,
nubes arriba,
movimiento abajo,
en laberinto tal,
cuesta trabajo
creer en la
existencia de la tierra.
Leopoldo Alas Clarín convirtió al tren
en símbolo del progreso, junto con el poste del telégrafo, en su conocido
relato ¡Adiós, Cordera! Tras el
sobresalto inicial, Rosa y Pinín, los dos niños protagonistas, y Cordera, su vaca, la única propiedad de
la familia, se acostumbran a su estrépito diario y apenas le prestan
importancia:
Aquella paz sólo se había turbado en los
días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la
Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del
Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose;
más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina.
Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a
convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin
dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la
cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle,
sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren
siquiera.
En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más
agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada
de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en
gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico,
suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de
contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de
hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes
desconocidas, extrañas.
Pronto, sin embargo, cuando el padre no
tiene más remedio que vender la vaca y los dos hermanos la ven marchar asomada
al respiradero de un furgón, la indiferencia se torna en inquina y aversión
("Miraban con rencor los trenes que pasaban..."), y Pinín, para
desahogar su rabia, le enseña "los puños al tren, que volaba camino de
Castilla". Otro tanto hará Rosa cuando, años después, vea a su hermano
asomado a la ventanilla de un coche de tercera entre "la multitud de
cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles,
al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban
para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de
un rey y de unas ideas que no conocían".
El tren se ha convertido así en símbolo
del mundo desconocido, del progreso técnico e industrial que altera las vidas
felices de los dos protagonistas y enturbia la calma del mundo rural y
tradicional en que había transcurrido su existencia: "Con qué odio miraba
Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del
telégrafo".
Azorín lo describió así, con un punto de ingenuidad
y mirada infantil, en su libro Castilla:
Otra vez se ha empañado el cristal de nuestro catalejo; nada
se ve. Limpiémoslo. Ya está; enfoquémoslo dé nuevo hacia la ciudad y el campo.
Allá, en los confines del horizonte, aquellas lomas que destacan sobre el cielo
diáfano han sido como cortadas con un cuchillo. Las rasga una honda y recta
hendidura; por esa hendidura, sobre el suelo, se ven dos largas y brillantes
barras de hierro que cruzan una junto a otra, paralelas, toda la campiña. De
pronto aparece en el costado de las lomas una manchita negra; se mueve,
adelanta rápidamente, va dejando en el cielo un largo manchón de humo. Ya
avanza por la vega. Ahora vemos un extraño carro de hierro con una chimenea que
arroja una espesa humareda, y detrás de él, una hilera de cajones negros con
ventanitas; por las ventanitas se divisan muchas caras de hombres y mujeres.
Todas las mañanas surge en la lejanía este negro carro con sus negros cajones;
despide penachos de humo, lanza agudos silbidos, corre vertiginosamente y se
mete en uno de los arrabales de la ciudad.
Y Antonio
Machado, que viajó de acá para allá en aquellos destartalados trenes con
vagones de madera de principios del
siglo XX, tuvo un sentido recuerdo para ellos en algunos de sus poemas, como en
este, archiconocido, de Campos de
Castilla:
Yo, para todo viaje
-siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera-,
voy ligero de equipaje.
Si es de noche, porque no
acostumbro a dormir yo,
y de día, por mirar
los arbolitos pasar,
yo nunca duermo en el tren,
y, sin embargo, voy bien.
¡Este placer de alejarse!
Londres, Madrid, Ponferrada,
tan lindos... para marcharse.
Lo molesto es la llegada.
Luego, el tren, al caminar,
siempre nos hace soñar;
y casi, casi olvidamos
el jamelgo que montamos.
¡Oh, el pollino
que sabe bien el camino!
¿Dónde estamos?
¿Dónde todos nos bajamos?
¡Frente a mí va una monjita
tan bonita!
Tiene esa expresión serena
que a la pena
da una esperanza infinita.
-siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera-,
voy ligero de equipaje.
Si es de noche, porque no
acostumbro a dormir yo,
y de día, por mirar
los arbolitos pasar,
yo nunca duermo en el tren,
y, sin embargo, voy bien.
¡Este placer de alejarse!
Londres, Madrid, Ponferrada,
tan lindos... para marcharse.
Lo molesto es la llegada.
Luego, el tren, al caminar,
siempre nos hace soñar;
y casi, casi olvidamos
el jamelgo que montamos.
¡Oh, el pollino
que sabe bien el camino!
¿Dónde estamos?
¿Dónde todos nos bajamos?
¡Frente a mí va una monjita
tan bonita!
Tiene esa expresión serena
que a la pena
da una esperanza infinita.
[...]
El tren camina y camina,
y la máquina resuella,
y tose con tos ferina.
¡Vamos en una centella!
El tren camina y camina,
y la máquina resuella,
y tose con tos ferina.
¡Vamos en una centella!
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