Ya
por estas fechas le habrán salido al rosal silvestre (el espino) que tanto
abunda por aquellas montañas las primeras flores; flores que no tienen el
prestigio de la rosa ni el aplauso popular del clavel ni la aureola literaria
de la violeta, tampoco el olor del jazmín.
No
las han cantado los poetas, y a los enamorados no se les ha ocurrido nunca
regalárselas, pero son tan delicadas que dejan caer sus pétalos en cuanto se
las toca, y tan humildes que nacen en cualquier sitio, en lo más escarpado del
monte, o escondidas entre las peñas, o asomadas a los ribazos que bordean los
caminos.
Vecinas
del piorno, el brezo y la retama, que nadie las busque en los jardines;
guardianas de barrancos y veredas, se morirían de vergüenza en una floristería,
y prefieren por eso decorar matorrales, perfumar vaguadas y alfombrar laderas.
De
color blanco o ligeramente sonrosado, como si los dedos del aire o la caricia
de la luz o la mirada de unos ojos les sacaran el rubor, se ofrecen sin pedir
nada a cambio, ni un vaso que las sostenga, ni un jarrón que las realce, ni unas
simples palabras de alabanza siquiera.
El hecho de haberte paseado entre ellas y conocerlas, te ha llevado a dedicarles estas letras que las flores leeran con agradecimiento.
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