Revivo con mucha frecuencia, cada vez más, los años
últimos de la niñez y de la primera adolescencia… El pueblo era nuestro mundo,
el único que conocíamos y en el que casi podría decirse que éramos felices.
Pero había otro mundo, lejano y desconocido, del que
–estábamos seguros– algún día formaríamos
parte. De dónde nos venía esa seguridad es algo que nunca he logrado explicar.
Nuestros abuelos y nuestros padres, y así hasta no sé
cuántas generaciones atrás, habían nacido en el pueblo y nunca habían salido de
él. Ni siquiera se lo habían planteado. Muchos, incluso, vivían toda su vida en
la misma casa en la que habían nacido, y en ella morían. Atados todos de por
vida a la tierra, permanecían en ella resignados para siempre a sus pequeños
destinos. Lo porvenir se presentaba a sus ojos como un camino llano y acaso sinuoso
pero uniforme, sin acontecimientos ni sorpresas previsibles.
Morir uno donde ha nacido: a qué pocos les es dado hoy
este privilegio. (Si es que lo es, un privilegio, que no estoy muy seguro,
pensándolo bien.)
Todos los habitantes de estos pueblos –y no solo de
estos- llevaron siempre una vida sencilla, tal vez algo monótona, alterada
únicamente por emociones pequeñas y sucesos menudos. Apenas había cambios en
ella, y si los había eran muy lentos y no demasiado perceptibles. Acompasaban
los trabajos y los días de su existencia al discurrir tranquilo y despacioso de
las estaciones. El mundo estaba muy lejos y las cosas que pasaban en él y que
escuchaban por la radio apenas tenían que ver con sus preocupaciones. Las modas
y otras costumbres pasajeras rara vez llamaban a sus puertas. Viajaban poco,
solo por necesidad; los hombres algo más, cuando los llamaban para cumplir el
servicio militar; las mujeres, si acaso alguna vez a la cabeza de la comarca o
a la capital de la provincia, para mirarse la vista o cualquier otro
requerimiento de la salud.
Luego las cosas cambiaron, a partir de mi generación
especialmente. Todos albergábamos la esperanza de salir. Estábamos seguros de
que nos aguardaba otro destino que no fuera arar las tierras y guardar el
ganado. Teníamos reservado un sitio en otro sitio, no sabíamos dónde, un sitio
mejor… El mundo estaba abierto y nos esperaba, el mundo crecía y nos
necesitaba; la tarea que se nos había asignado nos brindaría la oportunidad de
prosperar, la ilusión de una vida distinta y ajustada a nuestras aspiraciones y
cualidades no tardaría en hacerse realidad.
Los años de estudio no eran sino el primer tramo para
llegar a la meta, un escalón inevitable en el ascenso; cada curso era un paso
que acortaba la espera.
Dábamos por supuesto un porvenir mejor, confiábamos
ciegamente en la benevolencia del destino.
Y sí, nos fuimos con la maleta al hombro y el propósito
más o menos firme de ir preparando nuestro lugar en el mundo.
Aplícate bien en los estudios, nos decían en casa al despedirnos.
Sin estudios no llegarás nunca a nada.
Un hombre sin estudios tiene todas las puertas cerradas.
Los libros, agárrate a los libros y no los sueltes.
Estudia, si quieres ser alguien el día de mañana.
Ahora sabemos que tenían razón: los libros fueron el
salvoconducto que nos facilitó la entrada, el pasaporte gracias al cual
esquivamos algunos trámites y transitamos con menos trabas de un lugar a otro.