En
el circo o valle de Pineta, antaño un glaciar, a los pies del Monte Perdido, caminando por pacíficos senderos y veredas que discurren entre helechos,
rosales silvestres, serbales, avellanos, hayas (a las que según dicen les gusta tener la
cabeza mojada y los pies secos) y abetos o se atreven a desafiar a campo abierto al sol.
Arriba, donde hasta el aire es azul, se ofrece a los oídos del visitante el concierto más antiguo y armonioso, que es el del silencio de la naturaleza.
Enfrente, adivinada, la canción callada de esos hilos blancos que bajan desde los neveros.
Luego, al acercarse uno, el himno del agua que entonan desde hace millones de años las fuentes del río Cinca.
Así hasta que se despide la tarde con una luz mansa y dorada como la que envuelve la infancia.
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