Volver
al lugar de donde se ha salido, y así una y otra vez, año tras año, toda la
vida; marchar y llegar, quedarse y de nuevo partir, errantes de acá para allá
siempre...
Y
siempre al volver, la tristeza amarilla de las cosas que se van quedando atrás,
desde las muy menudas hasta las de más arraigo: la algarabía de las golondrinas
en la torre de la iglesia, la hierba mojada de rocío en los prados de la
primera luz, el aroma antiguo del heno, la paz de las veredas que suben a las
colladas altas, el pan amasado en la hornera por manos que ya se fueron, el sabio calendario de las labores
campesinas, la serena lentitud del tiempo en aquellos veranos de oro de la
infancia...
Sobre
el particular, y más en concreto sobre las razones del venir, que también es un
volver, aunque se haga en otra dirección o sentido geográfico y lo muevan bien
distintos sentimientos, escribió uno hace ya muchos años este poema que ahora
no sin cierto sonrojo me atrevo a reproducir:
Un viaje
Vengo
para ver la luz verde hilando las sombras y vistiendo el aire.
Vengo
para escuchar las músicas que manan del silencio en los valles.
Vengo
para anudar la memoria, rota por ahí en mil retales.
Vengo
para sentarme ocioso a la puerta de la casa de mis padres,
pasear
con ellos por el camino de los huertos al caer la tarde
y
desandar los días del tiempo viejo que se guarda en los desvanes.
Vengo para ver pasar el
río
desde la barandilla del puente
y olvidar que es el ojo el que
cambia
y ver que son las aguas de siempre.
Si no hubieses vuelto de donde saliste, el poema sería otro, y otro viaje.
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