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viernes, 2 de septiembre de 2016

Una leyenda tradicional: El anillo misterioso

En el pueblo, muy cerca del Pico de las Palabras, está el pozo El Airón, que es un pozo muy hondo (en el diccionario de la RAE se define pozo Airón como "pozo o sima de gran profundidad"). De niños nos asomábamos a él y, para comprobar lo hondo que era, arrojábamos con muchísimo miedo y gran cuidado algún peñasco, que resonaba durante un buen rato allá dentro, cada vez más lejano, hasta caer, suponíamos, en un enorme charco de agua o río subterráneo.
Y el pozo El Airón es en parte el escenario de una leyenda de tradición oral que hunde sus raíces en la Edad Media y que resumo a continuación. Me he servido para ello de la versión que, junto con otros relatos tradicionales y una buena colección de entrañables poemas propios cargados de sentimientos y nostalgias, pusiera en su día por escrito en un modesto volumen  mecanografiado don Justiniano Díez Escanciano (Tejerina, 1898-Palencia, 1985), que ejerció como maestro nacional durante más de cuarenta años.

El anillo misterioso
Vivía en Tejerina una hermosísima doncella llamada Ermelinda de la que estaba locamente enamorado un apuesto galán que tenía por nombre Bermudo. Como ella le correspondía con el mismo amor apasionado, Bermudo, que era pastor trashumante, le prometió, antes de emprender en otoño el largo viaje a Extremadura, donde pasaría todo el invierno y parte de la primavera, que tan pronto como regresara, en los últimos días de mayo o los primeros de junio, se casarían. Y como prenda de su promesa, colocó en el dedo anular de Ermelinda un anillo de oro.
Pero en Tejerina vivía también Mencía, joven no menos hermosa que Ermelinda y que bebía los vientos por el apuesto Bermudo, al que por decoro no se atrevía a declararle su amor, aunque de mil maneras procuraba dárselo a conocer.
Cuando Mencía vio el anillo en el dedo de su rival y supo lo que significaba, se despertó en ella una terrible envidia, y, roída por el odio, pensaba noche y día en la manera de evitar el matrimonio de aquel a quien ella amaba con toda su alma.
Así pasó todo el invierno. Y la pasión, adormecida como la naturaleza pero no muerta, renació con redoblada fuerza al llegar la primavera, y la joven buscaba con ansia la ocasión de poner en práctica su meditada venganza.
Cuando menos lo esperaba, se le presentó la oportunidad. Un día de abril hubieron de ir las dos jóvenes a apacentar las ovejas al campo. Mencía se mostró amable y obsequiosa con su compañera, la cual nada sospechaba.
Mencía guió las ovejas por Peñallampa hasta las inmediaciones del Pico de las Palabras, y, una vez allí, instó a Ermelinda a llegarse hasta el pozo El Airón, del que decía la gente que no tenía fondo.
Le contemplaron un momento temerosas y en silencio y allí mismo cerca del borde se sentaron luego a descansar. Aprovechó entonces Mencía para confesarle a Ermelinda su amor por Bermudo, exigiéndole que renunciase al proyectado matrimonio y que, en prueba de ello, le entregase el anillo que aquel le había dado. Se negó en rotundo la muchacha y Mencía trató de quitárselo por la fuerza.
Viendo que no lo conseguía, ciega de ira sacó unas tijeras y de un tajo le cortó el dedo, que solo quedó adherido a la mano por un trozo de piel. Y como estaban al borde mismo del pozo, dándole un fuerte empujón la arrojó al abismo.
Se oyó el golpe del cuerpo al caer y durante unos minutos los ayes de la desgraciada Ermelinda; después, silencio absoluto.
Poseída de satánica alegría, la joven recogió las ovejas y con ellas llegó al pueblo a la hora de costumbre. Para explicar la desaparición de su compañera, dijo que de repente había aparecido una banda de forajidos, algo muy frecuente en aquella época, y se la habían llevado, y que ella se había salvado ocultándose entre unas peñas. La gente la creyó, y todo el pueblo lloró la pérdida de la muchacha, que era muy apreciada.
Cuando a primeros del mes de junio llegó Bermudo y supo la desaparición de su prometida, su dolor no tuvo límites. Lloró, buscó, indagó y, cuando se convenció de que nunca más vería a Ermelinda, prometió solemnemente que nunca más amaría a ninguna otra mujer, promesa que fielmente cumplió.
Pasó mucho tiempo, y el mismo día en que se cumplían cincuenta años de la desaparición de la joven, una luminosa mañana de abril, marchaban por el camino del Vallelavilla una mujer y sus dos hijos, de diecisiete años él y ella de quince. Y al llegar a la fuente de Navidiello, que está debajo del Pico de las Palabras pero a más de una hora andando cuesta arriba si se pudiera subir en línea recta, vieron que dentro del agua había un objeto que brillaba intensamente. Se acercaron y cuál no sería su sorpresa y estupor al ver que se trataba de un anillo colocado en un dedo humano. Paralizados por el terror, permanecieron así contemplándolo sin saber qué hacer hasta que el muchacho se atrevió a mover con un palito el dedo y este de deshizo como si fuese de ceniza. Por fin, la muchacha cogió el anillo, y vieron que era de oro y que tenía grabada la siguiente inscripción: ERMELINDA-BERMUDO.
Recordó entonces la madre la historia de los jóvenes que había contar muchas veces cando era niña. Volvieron al pueblo y relataron el extraño hallazgo a la vez que mostraban el hermoso anillo, con lo que todas las persona mayores recordaron también la misteriosa desaparición de Ermelinda; lo que nadie pudo explicarse fue la aparición del dedo con el anillo en la fuente de Navidiello.
En cuanto a Mencía, una vez consumado el crimen, esperó con ansia la llegada de Bermudo, pero cuando supo la reacción del joven y la solemne promesa de no amar a ninguna otra mujer, cayó en una extrema melancolía y desinterés por todo, y un tiempo después corrió por el pueblo el rumor de que había decidido emparedarse en el cercano monasterio de La Ribiella. Y en efecto, así lo hizo en una diminuta celda en la que se encerró de por vida, sin más comunicación con el exterior que un minúsculo ventanillo por el que se veía un trozo de cielo, le administraban la comunión y recibía los escasísimos alimentos que le bastaban para sostener el aliento. En esa celda pasó cuarenta y siete años, al cabo de los cuales, una mañana del mes de abril, momentos antes de morir, suplicó a su confesor que hiciese público el crimen que en su juventud había cometido.

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