Envidiábamos
de niños al hijo del dueño del comercio porque tenía de todo a su alcance
(caramelos, chocolatinas, cigarros...), y al hijo del cantinero porque podía
beber gaseosas y kas cuando quisiera, y al hijo del panadero porque presumía de
bollos y rosquillas a la hora de la merienda, y al hijo del señor maestro
porque le haría él los deberes o le diría lo que iba a preguntar al día
siguiente en la escuela, y al nieto del que decían que era rico porque vivía en
la mejor casa, casi un chalé, y al sobrino de un boticario porque su tío tenía coche,
y a los de las familias que habían marchado a trabajar a la capital y venían en
verano a pasar las vacaciones porque se pasaban todo el día sin hacer nada...
Y creíamos
que solo por eso debían estar todos contentos, pero luego, conforme fue pasando
el tiempo, hablando un día con este y otro con aquel, resultó que no, que
ninguno lo estaba, y que aquello que tanto les envidiábamos no tenía
importancia, les daba igual, y que a ellos les pasaba lo mismo que a nosotros,
que estaban deseosos de tener otras cosas, no sabían bien cuáles pero distintas
a las que tenían, y los que estaban solo un mes o dos, o sea los veraneantes, y
esto sí que nos llamó la atención, se aburrían como ostras y hubieran preferido
ir al campo con las vacas, o a los prados a recoger la hierba, o a las eras a
trillar el centeno, o al monte con el carro a por la leña...
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