También
podría hablar hoy, por ejemplo, de la ropa, la vieja naturalmente, esa que sabe
ella sola cómo tiene que ponerse, a la que no hace falta recordarle la imagen
que debemos dar, la que lleva años respirando por nuestros poros, la que ha
sabido adaptarse con mansedumbre y sin rechistar a las vicisitudes no siempre
felices que ha experimentado nuestro cuerpo, la que aun guardada en el armario
por no estar de moda sigue aguardando con ilusión el día en que vuelva a salir
al aire libre, la que conserva como una huella imborrable el calor y el tacto
de nuestra piel.
Del
fuego –y en particular el
de la lumbre de las casas de los pueblos–, que es el mejor interlocutor, el más paciente y
comprensivo, el que escuchará siempre con la mejor intención todas nuestras
confidencias.
De
las estrellas, que para los antiguos babilonios eran "la escritura del
cielo".
De
las tardes, o mejor dicho, de algunas tardes, esas en que llega uno a casa
cansado y satisfecho como si viniera de guardar un rebaño o de labrar una
heredad o de segar la mies.
De
este haiku del poeta Miguel d'Ors:
Para el aroma
nocturno del jazmín
no hay alambradas.
No sé como se sentirán las ropas usadas que se tiran al contenedor, no les gustará, y se verán en el futuro imperfecto.
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