En
el pueblo, muy cerca del Pico de las Palabras, está el pozo El Airón, que es un
pozo muy hondo (en el diccionario de la RAE se define pozo Airón como "pozo o sima de gran profundidad"). De
niños nos asomábamos a él y, para comprobar lo hondo que era, arrojábamos con
muchísimo miedo y gran cuidado algún peñasco, que resonaba durante un buen rato
allá dentro, cada vez más lejano, hasta caer, suponíamos, en un enorme charco
de agua o río subterráneo.
Y el
pozo El Airón es en parte el escenario de una leyenda de tradición oral que hunde sus
raíces en la Edad Media y que resumo a continuación. Me he servido para ello de
la versión que, junto con otros relatos tradicionales y una buena colección de
entrañables poemas propios cargados de sentimientos y nostalgias, pusiera en su
día por escrito en un modesto volumen mecanografiado
don Justiniano Díez Escanciano
(Tejerina, 1898-Palencia, 1985), que ejerció como maestro nacional durante más
de cuarenta años.
El anillo misterioso
Vivía
en Tejerina una hermosísima doncella llamada Ermelinda de la que estaba
locamente enamorado un apuesto galán que tenía por nombre Bermudo. Como ella le
correspondía con el mismo amor apasionado, Bermudo, que era pastor trashumante,
le prometió, antes de emprender en otoño el largo viaje a Extremadura, donde
pasaría todo el invierno y parte de la primavera, que tan pronto como
regresara, en los últimos días de mayo o los primeros de junio, se casarían. Y
como prenda de su promesa, colocó en el dedo anular de Ermelinda un anillo de
oro.
Pero
en Tejerina vivía también Mencía, joven no menos hermosa que Ermelinda y que
bebía los vientos por el apuesto Bermudo, al que por decoro no se atrevía a
declararle su amor, aunque de mil maneras procuraba dárselo a conocer.
Cuando
Mencía vio el anillo en el dedo de su rival y supo lo que significaba, se
despertó en ella una terrible envidia, y, roída por el odio, pensaba noche y
día en la manera de evitar el matrimonio de aquel a quien ella amaba con toda
su alma.
Así
pasó todo el invierno. Y la pasión, adormecida como la naturaleza pero no
muerta, renació con redoblada fuerza al llegar la primavera, y la joven buscaba
con ansia la ocasión de poner en práctica su meditada venganza.
Cuando
menos lo esperaba, se le presentó la oportunidad. Un día de abril hubieron de
ir las dos jóvenes a apacentar las ovejas al campo. Mencía se mostró amable y
obsequiosa con su compañera, la cual nada sospechaba.
Mencía
guió las ovejas por Peñallampa hasta las inmediaciones del Pico de las Palabras,
y, una vez allí, instó a Ermelinda a llegarse hasta el pozo El Airón, del que
decía la gente que no tenía fondo.
Le
contemplaron un momento temerosas y en silencio y allí mismo cerca del borde se
sentaron luego a descansar. Aprovechó entonces Mencía para confesarle a
Ermelinda su amor por Bermudo, exigiéndole que renunciase al proyectado
matrimonio y que, en prueba de ello, le entregase el anillo que aquel le había
dado. Se negó en rotundo la muchacha y Mencía trató de quitárselo por la
fuerza.
Viendo
que no lo conseguía, ciega de ira sacó unas tijeras y de un tajo le cortó el
dedo, que solo quedó adherido a la mano por un trozo de piel. Y como estaban al
borde mismo del pozo, dándole un fuerte empujón la arrojó al abismo.
Se
oyó el golpe del cuerpo al caer y durante unos minutos los ayes de la
desgraciada Ermelinda; después, silencio absoluto.
Poseída
de satánica alegría, la joven recogió las ovejas y con ellas llegó al pueblo a
la hora de costumbre. Para explicar la desaparición de su compañera, dijo que
de repente había aparecido una banda de forajidos, algo muy frecuente en
aquella época, y se la habían llevado, y que ella se había salvado ocultándose
entre unas peñas. La gente la creyó, y todo el pueblo lloró la pérdida de la
muchacha, que era muy apreciada.
Cuando
a primeros del mes de junio llegó Bermudo y supo la desaparición de su
prometida, su dolor no tuvo límites. Lloró, buscó, indagó y, cuando se
convenció de que nunca más vería a Ermelinda, prometió solemnemente que nunca
más amaría a ninguna otra mujer, promesa que fielmente cumplió.
Pasó
mucho tiempo, y el mismo día en que se cumplían cincuenta años de la
desaparición de la joven, una luminosa mañana de abril, marchaban por el camino
del Vallelavilla una mujer y sus dos hijos, de diecisiete años él y ella de quince.
Y al llegar a la fuente de Navidiello, que está debajo del Pico de las Palabras
pero a más de una hora andando cuesta arriba si se pudiera subir en línea recta,
vieron que dentro del agua había un objeto que brillaba intensamente. Se
acercaron y cuál no sería su sorpresa y estupor al ver que se trataba de un
anillo colocado en un dedo humano. Paralizados por el terror, permanecieron así
contemplándolo sin saber qué hacer hasta que el muchacho se atrevió a mover con
un palito el dedo y este de deshizo como si fuese de ceniza. Por fin, la
muchacha cogió el anillo, y vieron que era de oro y que tenía grabada la
siguiente inscripción: ERMELINDA-BERMUDO.
Recordó
entonces la madre la historia de los jóvenes que había contar muchas veces
cando era niña. Volvieron al pueblo y relataron el extraño hallazgo a la vez
que mostraban el hermoso anillo, con lo que todas las persona mayores
recordaron también la misteriosa desaparición de Ermelinda; lo que nadie pudo
explicarse fue la aparición del dedo con el anillo en la fuente de Navidiello.
En
cuanto a Mencía, una vez consumado el crimen, esperó con ansia la llegada de
Bermudo, pero cuando supo la reacción del joven y la solemne promesa de no amar
a ninguna otra mujer, cayó en una extrema melancolía y desinterés por todo, y
un tiempo después corrió por el pueblo el rumor de que había decidido
emparedarse en el cercano monasterio de La Ribiella. Y en efecto, así lo hizo
en una diminuta celda en la que se encerró de por vida, sin más comunicación
con el exterior que un minúsculo ventanillo por el que se veía un trozo de
cielo, le administraban la comunión y recibía los escasísimos alimentos que le
bastaban para sostener el aliento. En esa celda pasó cuarenta y siete años, al
cabo de los cuales, una mañana del mes de abril, momentos antes de morir,
suplicó a su confesor que hiciese público el crimen que en su juventud había
cometido.