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lunes, 29 de abril de 2019

La patria de los libros


Mi patria son los libros, dijo alguien, y no tendría uno ningún inconveniente en suscribir tan bonita frase, lo mismo que aquella otra, atribuida al poeta Rilke, y que luego tanto se ha repetido, de que la única patria del hombre es la infancia.
La infancia y los libros, qué mejores patrias a las que servir y qué más apacibles banderas a las que ofrecer juramento de fidelidad.
Los libros como devocionario y entretenimiento, como forma de entender el mundo y deambular por el mapa de las vidas, como cobijo recogido frente a las asechanzas de ahí afuera y como reino secreto de los sueños, un reino del que cualquiera puede llegar a ser noble y pacífico soberano.
A un servidor le dio hace años, con el no sé si ingenuo propósito de despertar la afición lectora entre los alumnos, por coleccionar eslóganes que les dieran prestigio, a los libros, y, naturalmente, también a la lectura.
Reproduzco algunos de los que, sacados de aquí y de allá y repare la benevolencia del lector en el público adolescente al que iban destinados–, apunté y conservo: Si no lo leo, no lo creo; Leyendo se entiende la gente; Libres libros; Buenos libros, buenos ratos; Leer: reír, llorar, aprender... ¿alguien da más por menos?; Porque todo lo que buscas está en los libros; Leer es soñar: que no sueñen por ti; Leyendo voy, sabiendo vengo; Y tú, ¿por qué no lees?; Los libros lo tienen todo... ¡Solo faltas tú!; Ojos que no leen, corazón que no siente.
Pero qué mejor reclamo que estos versos del poeta Ángel González: "Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas, / y una voz cariñosa le susurró al oído: / –¿Por qué lloras, si todo / en ese libro es mentira? / Y él respondió: / –Lo sé, / pero lo que yo siento es verdad".

                                                                     (La Razón, 22 de abril de 2019)

lunes, 22 de abril de 2019

Las campanas


A más de uno le habrá salvado la campana de una situación comprometida, y cualquiera puede echar (o lanzar) las campanas al vuelo para celebrar un triunfo, y es también posible oír campanas y no saber dónde si las noticias que se tienen son vagas e inciertas. Ocurre así con las del diccionario, pero cada vez son menos los que saben tocar las de las iglesias. Que es lo que hacía el campanero, otro de los oficios en vías de extinción, o el sacristán cuando faltaba aquel y se trataba de anunciar los oficios religiosos, a misa o al rosario por ejemplo, o de invitar al rezo de un avemaría, primero al amanecer (toque de alba) y luego al  mediodía (toque de ángelus).
Porque el lenguaje de las campanas se compone de diferentes toques, que feligreses y vecinos entienden sin dificultad cuando los oyen: a concejo (reunión abierta para tratar asuntos de interés general), a hacendera (trabajos a que debe acudir todo el vecindario, por ser de utilidad común, como arreglar los caminos), a quema (aviso de incendio, en una vivienda o en el monte)...
Las campanas doblan cuando tocan a muerto (toque de ánimas, o de difuntos, o clamor), repican cuando suenan o tañen repetidamente con cierto compás en señal de fiesta y voltean si, también por un motivo alegre, se les da la vuelta completa en el campanario.
Las campanas tocan a rebato para dar la señal de alarma ante un peligro grave, y a nube, nublo o tentenublo para detener, conjurar o aplacar las tormentas: "Tente nube, / tente tú, / que más puede / Dios que tú".
Las campanas, que en estos días de la Semana Santa estaban antes calladas en señal de luto y en su lugar retumbaban por las calles las carracas convocando a los oficios, y con qué alegría y aplicación las hacíamos sonar los rapaces de la escuela.

                                                           (La Razón, 15 de abril de 2019)

lunes, 15 de abril de 2019

Ferlosio y El Jarama


El mes de abril se estrenó el pasado lunes con la triste noticia del fallecimiento de Rafael Sánchez Ferlosio, sin lugar a dudas, junto con Josep Pla y Álvaro Cunqueiro, uno de los grandes escritores españoles de nuestro tiempo.
El Jarama, su obra más conocida, con la que ganó el premio Nadal en 1955, es una de las mejores novelas en lengua castellana de la guerra civil para acá. Y no por el tema de fondo o del mensaje en clave que en su día resaltó la crítica: el aburrimiento, la rutina y el vacío de la juventud española de los años cincuenta del pasado siglo, representada por un grupo de jóvenes madrileños que acude a pasar un día de fiesta en las orillas del río Jarama. No, el  mayor mérito y valor de la novela, lo que la hace aún hoy atractiva, es la lengua de los diálogos, que ocupan el noventa por ciento de las páginas y que recogen de forma modélica y veraz el habla coloquial.
Lo cual nada tiene de extraño, pues lo que movió a Ferlosio a escribir El Jarama fue, según él mismo reconociera en La forja de un plumífero (1997), el deseo de dar cauce narrativo a la ingente recopilación de modismos y frases hechas llevada a cabo durante su servicio militar en África, donde tuvo la oportunidad de convivir con soldados de origen campesino que le deslumbraron con su riquísimo caudal de lengua popular. "Todo estaba, así pues escribe–, al servicio del habla, aunque algunos han querido ver una 'novela social', incluso llena de dobles intenciones antifranquistas, como no sé qué loco que en la palabra 'tableteo' usada para el ruido del tren descubrió una metáfora ¡de las ametralladoras en la Batalla del Jarama!"
A Ferlosio le debemos también Industrias y andanzas de Alfanhui, una maravilla de invención y de fantasía bien contada en un castellano que es pura delicia.

                                                           (La Razón, 8 de abril de 2019)


lunes, 8 de abril de 2019

Memoria de la nieve


"No hay un planeta B", alertaba una pancarta de los jóvenes que se manifestaron hace un par de semanas en todo el mundo para clamar contra el cambio climático y pedir a los políticos que se dejen de palabrerías y monsergas: está en juego la  vida en la tierra. "Ni un grado más, ni una especie menos", exigía otra.  
Llevan toda la razón, porque suyo va a ser este mundo que agoniza, y ojalá la mecha de estas protestas prenda con fuerza y los niños y adolescentes de hoy dejen un planeta mucho más limpio y respirable del que ellos han heredado.
No lo van a tener fácil desde luego, y basta con echarle un vistazo cada día a las noticias. Esta, por ejemplo, de no hace mucho: "El Pirineo perderá la mitad de la nieve en 30 años". Con las consecuencias que esto acarreará: la mengua de los ya escasos glaciares (19, el resto son neveros), el avance del bosque hacia zonas cada vez más altas, el desplazamiento de algunas especies y la amenaza de otras invasoras... Algo que, a tenor de las bondades climáticas de esta temporada, bien parece que vaya a suceder, porque terminó ya el invierno y los días de nieve se han podido contar con los dedos de una mano.
¿Dónde están las nieves de antaño? Las que marcaban un hito en el calendario, como el de 1962 en Barcelona... ¡Diez años, desde 2009, llevamos los barceloneses sin ver nevar! Diez años sin la maravilla de los copos cayendo poco a poco, con el tiempo detenido y la naturaleza en litúrgico silencio. El silencio de la nieve, que es el más solemne de todos, y tan antiguo como el del sueño que cierra los párpados y el de la sombra que tiende las noches...
¿Pasará con la nieve lo mismo que con las galas del pasado y las golondrinas del poeta?

                                                           (La Razón,1 de abril de 2019)

lunes, 1 de abril de 2019

Gorriones


"Cuando a un viajero que conocía muchos continentes le preguntaron qué le sorprendía más del mundo, contestó: la omnipresencia de los gorriones". Así lo refiere Adam Zagajewski en su espléndido libro En la belleza ajena (2003), pero el miércoles pasado se celebró el Día Mundial del Gorrión y leí en los periódicos que la población española de gorriones ha sufrido un declive alarmante de 30 millones de ejemplares en la última década, y que la contaminación, el tráfico y la escasez de zonas verdes los están expulsando de las grandes ciudades, hasta el punto de que en algunas capitales europeas prácticamente han desaparecido. 
Por lo visto, estos pájaros, que han sido desde tiempo inmemorial fieles compañeros del ser humano sin que este mostrase nunca por ellos demasiada estima ni consideración no es vistoso su plumaje, ni destacan por la armonía de su canto, ni pueden presumir de cualquiera otra prenda o cualidad–, no soportan vivir solos en lugares abandonados. Y tanto es el apego que sienten por sus antiquísimos vecinos que si estos abandonan un pueblo ellos se van también, y lo mismo ocurre en los espacios urbanos que quedan deshabitados.
La creciente dificultad para construir sus nidos, aseguran los expertos, contribuye a tan triste hecho. Los gorriones los han hecho siempre en los huecos de los edificios, cuanto más viejos mejor, o en las ramas de los árboles, también mejores cuanto más viejas, pero ¿dónde encontrarán ahora esas ramas, y, sobre todo, en qué agujero de los modernos edificios de hormigón o acristalados podrán escarbar con el pico para cobijar allí a sus crías?
Nada bueno, en cualquier caso, dice de nosotros ni del mundo que estos entrañables pajarillos salgan en las noticias, y quién sabe si lo mismo que ahora se dice de ellos no se dirá también algún día sobre los que tan seguros estábamos de poder vivir sin su compañía.  

                                                                  (La Razón, 25 de marzo de 2019)