"Cuando
a un viajero que conocía muchos continentes le preguntaron qué le sorprendía
más del mundo, contestó: la omnipresencia de los gorriones". Así lo
refiere Adam Zagajewski en su espléndido libro En la belleza ajena (2003), pero el miércoles pasado se celebró el
Día Mundial del Gorrión y leí en los
periódicos que la población española de gorriones ha sufrido un declive
alarmante de 30 millones de ejemplares en la última década, y que la
contaminación, el tráfico y la escasez de zonas verdes los están expulsando de
las grandes ciudades, hasta el punto de que en algunas capitales europeas prácticamente han desaparecido.
Por
lo visto, estos pájaros, que han sido desde tiempo inmemorial fieles compañeros
del ser humano sin que este mostrase nunca por ellos demasiada estima ni
consideración –no
es vistoso su plumaje, ni destacan por la armonía de su canto, ni pueden
presumir de cualquiera otra prenda o cualidad–,
no soportan vivir solos en lugares abandonados. Y tanto es el apego que sienten
por sus antiquísimos vecinos que si estos abandonan un pueblo ellos se van
también, y lo mismo ocurre en los espacios urbanos que quedan deshabitados.
La
creciente dificultad para construir sus nidos, aseguran los expertos, contribuye
a tan triste hecho. Los gorriones los han hecho siempre en los huecos de los
edificios, cuanto más viejos mejor, o en las ramas de los árboles, también
mejores cuanto más viejas, pero ¿dónde encontrarán ahora esas ramas, y, sobre
todo, en qué agujero de los modernos edificios de hormigón o acristalados
podrán escarbar con el pico para cobijar allí a sus crías?
Nada
bueno, en cualquier caso, dice de nosotros ni del mundo que estos entrañables
pajarillos salgan en las noticias, y quién sabe si lo mismo que ahora se dice
de ellos no se dirá también algún día sobre los que tan seguros estábamos de
poder vivir sin su compañía.
(La Razón, 25 de marzo de 2019)
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